Con fundamento: Fracasar no es opción

Por: Bernardo Moncada Cárdenas…

“En política los medios justifican el fin”, Albert Camus

Venezuela necesita hoy más que nunca gente: optimista, llena de fe y esperanza. Todavía queda mucho camino por recorrer y trabajar” – Luis Enrique Rojas, Obispo Auxiliar de Mérida.

Como islotes en un océano de incertidumbre, perezoso desencanto, estupidez política, y fatalismo, dos capitales andinas lograron conformar gobiernos democráticos a nivel regional. Mérida y Táchira pueden preciarse de la firmeza con que han desafiaron el totalitarismo, y lo han hecho no solamente con enardecidas, arriesgadas y dolorosas protestas en las calles, sino con el disciplinado y valiente ejercicio del voto. Mérida entronizó, por primera vez desde que la hegemonía roja se impuso en Venezuela, sendos gobiernos regionales y municipales demócratas.

No fue casual que comunidades reconocidas por industriosidad, austeridad, solidez cultural, y vigor de sus tradiciones religiosas, madurasen en estas casi dos décadas, mientras quisieron imponerse y predominaron actitudes contrarias a esos valores, una ética colectiva de resistencia eficaz a la hegemonía militar-populista y comunista, que subyuga al país. A la cabeza de la Alcaldía y la Gobernación llegaron personalidades que deben diferenciarse del paradigma fastuoso, egoísta, narcisista y hablador, que caracteriza a demasiados políticos. Ya adquirieron provechosamente el talante del hombre de montaña para imponerse, contra todo pronóstico, en dificultosos y arteros procesos electorales.

Así, con la investidura de Alcides Monsalve como nuevo burgomaestre de Mérida, esperábamos un auspicioso equipo gobernación-alcaldía. Recomponiendo los maltrechos vínculos entre las instancias de gobierno con sociedad civil, fuerzas vivas y pueblo, que el perfil autoritariamente centralista del proyecto totalitario había fracturado, parece factible avanzar modestos pero efectivos programas en provecho de nuestras entidades federales. Sin embargo, hay un desafío supremo que las presentes circunstancias políticas presentan. Se trata de demostrar ante una nación sumida en desaliento y desconfianza, que perviven capacidades y fortalezas morales aptas para sacar a Venezuela del atolladero. Este desafío exige plantearse sin titubeos ni tentaciones un óptimo mandato.

Esto trae a la mente una exposición que se presentó en Caracas: los frescos de “El Buen y el Mal Gobierno”, del Palacio Municipal de Siena. Son murales que reúnen imágenes emblemáticas de las características del gobierno democrático, atento a las verdaderas y profundas necesidades de su colectividad, confrontadas con la alegoría de su opuesto. Centran los respectivos conjuntos las efigies respectivas del buen y el mal gobernante. En el primer caso, la Justicia gobierna. Entronizada entre la Sabiduría y la Concordia, lleva una corona dorada y su rostro sereno mira frontalmente. La figura contrastante del mal gobierno viste de negro, lleva un tocado con cuernos, su faz es mueca hostil y llama la atención su mirada bizca, con la cual el pintor connota una personalidad obsesionada en ella misma, presa de codicia y lujuria, incapaz de generosidad y espíritu de servicio. Allí la justicia es una mujer vejada, mal vestida y atada, yacente a los pies del tirano. La ciudad y los campos en torno del buen gobernante vibran en labor y alegría, los trabajadores del campo fluyen con sus productos a surtir la urbe y se expresa paz y gozo. Por contrario, la ciudad del mal gobierno está vacía; salvo por atracadores y esbirros nadie osa transitar sus calles descuidadas; el campo, desierto, es solamente atravesado por la soldadesca y los salteadores de caminos. Es la influencia que la moralidad del gobernante tiene en la situación de su territorio y sus gobernados.

Como arquitecto, no puedo menos que relacionar estas célebres representaciones con los murales que ornamentan el interior del Palacio de Gobierno proyectado por Manuel Mujica Millán, comparándolo con lo que Mérida ha sufrido en este prolongado período de mal gobierno. En las escasas ocasiones en que pude entrar, durante estas tres recientes gobernaciones, sentí dolor dolor al contrastar el ambiente allí reinante y el fresco de Belski, lleno de luminosa esperanza, amor por el campo, emprendimiento y productividad, con la situación de evidente decadencia del Estado y la ciudad. Podía decirse que un “fresco de buen gobierno” confrontaba y reprochaba desde la pared el fresco viviente de mal gobierno que nos estuvo asolando.

Nos alegró la posibilidad de cambio radical que se anunciaba, pero debemos recalcar el grave compromiso de los depositarios de nuestra voluntad electoral, no solamente con sus propias regiones, sino con un país que requiere resultados que le animen y le llenen de expectativa por la nueva etapa, un rumbo por el cual solamente nosotros mismos podemos impulsar a Venezuela. Seamos precursores. Es un desafío casi sobrehumano, como lo ha sido imponerse al sinnúmero de obstáculos cocinados por los tramposos de Miraflores, pero fracasar no es opción. Ahora exigimos a Ramón Guevara y Alcides Monsalve que hagan gala de sus mejores habilidades para convertir al Estado y su capital en un viviente Fresco del Buen Gobierno.