Con fundamento: Optimismo y esperanza

Por: Bernardo Moncada Cárdenas…

Con atinada sorna, típicamente chilena, un buen amigo cuyo nombre me reservo dice «La gente me llama pesimista, pero no soy pesimista; lo que yo soy es un optimista bien informado». Y siempre está sonriendo, por lo cual creo dice la verdad: no es pesimista sino realista.
 
Es que el optimismo (he aprendido que casi todo «ismo» es una visión deformada de lo real) resulta impracticable en un mundo que no para de dejarnos con las tablas en la cabeza, con una vida no exenta de peligros, problemas de salud o -mirando la situación del venezolano- sometida a extrema precariedad mental y económica. La expresión «El tiempo de Dios es perfecto» olvida que el tiempo nuestro no es el de Dios y que en todo caso al Ser eterno y omnisciente el tiempo debe resultarle insignificante. Con injustificable falta de realismo, tal expresión se ha utilizado para mantener esta especie de optimismo inoperante que se ha convertido en filosofía barata para buena parte de nuestra polarizada clase media.
 
¿Estoy entonces queriendo decir que toca resignarnos a vivir deprimidos, viajando en la oscuridad de un túnel sin final? En modo alguno, pues frente a la falsa disyuntiva entre optimismo y pesimismo hay otra opción: ¡la esperanza!
 
«La fe que más le gusta a Dios es la esperanza», escribió uniendo paradójicamente estas dos virtudes teologales el poeta Charles Péguy, quien sobre esta última meditó mucho. Esperar tiene el sentido de aguardar, pero también el de saber positivamente que, aún con los muchos y grandes contratiempos que cabe aguardar en la existencia del hombre y de los pueblos, hay razones para creer en la promesa del bien y de la vida en sí. La historia misma nos lo sugiere. Y esto funciona ante el desafío cotidiano tanto como en la expectativa de nuestro futuro histórico. Frente al optimismo tonto de quien cree ciegamente que sus problemas se solucionarán porque saldrá ganador el billete de lotería que ha comprado, se alza la esperanza de que, gane o no, hay maneras de enfrentar esos problemas y superarlos hasta con provecho. ¿Qué actitud es más sensata y productiva?
 
La esperanza es frágil porque se basa en la libertad humana, y saca su fuerza precisamente de ella. Históricamente, «nuestra esperanza siempre está en lo nuevo que trae cada generación», escribe Hannah Arendt, y prosigue: «pero precisamente porque podemos basar nuestra esperanza tan sólo en esto, lo destruiríamos todo si trataramos de controlar de ese modo a los nuevos.» Podemos disminuir la libertad del porvenir con coerción y preconceptos, aunque la libertad, esa capacidad de decidir el ya-no-más y comenzar de nuevo, siempre ha encontrado salidas. 
 
Un sistema de dominación mantiene su éxito si estimula las mañas y prejuicios que mantienen al pueblo en una cuneta, manipulando su optimismo con ideología y reprimiendo al mismo tiempo sus grandes esperanzas.
 
Que el tiempo de Dios sea perfecto no significa entregarnos a un «fatalismo optimista», entonces. Significa abordar los seguros inconvenientes que vienen día a día invocando una inteligencia realista, y con la esperanza de que existen recursos para seguir avanzando. En ello nos educa una fe bien entendida, ¡la «fe que más le gusta a Dios»!