Homilía de Mons Baltazar E. Porras C.– Martes Santo 2014

HOMILIA EN LA MISA CRISMAL. MONS. BALTAZAR ENRIQUE PORRAS CARDOZO. Martes Santo, Catedral Basílica Metropolitana de Mérida. 15 de abril de 2014.

 Queridos hermanos

Bienvenidos queridos hermanos a esta singular celebración de la Misa Crismal. Nos congregamos como iglesia particular con la representación de todos los que la conformamos: niños, jóvenes, adultos y ancianos; laicos, consagrados, sacerdotes y obispos; hombres y mujeres ansiosos de pedir al Señor que “nos ayude a ser en el mundo testigos fieles de la redención que ofrece a todos los hombres” (colecta). Es el bautismo, el sacerdocio común lo que nos une en una misma y única tarea: proclamar la presencia activa de Jesús en cada uno de nosotros.

Se unen diversas intenciones en esta Eucaristía. La Campaña Compartir, iniciativa cuaresmal de ayuda y servicio al prójimo. La colecta que recogemos quiere ser el fruto de un compromiso cada vez más serio con la promoción humana hacia una plenitud física y espiritual que haga realidad en nosotros que “el kerigma tiene un contenido ineludiblemente social; en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido del primer anuncio tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad” (EG 177). Preguntémonos, cada una de las parroquias y de las otras instancias eclesiales, si esta preocupación está calando de verdad en el tejido eclesial, o es simplemente una obligación para salir del paso.

 Hoy, también, renovamos juntos, sacerdotes en compañía de los fieles, los compromisos que un día hicimos, con temor y temblor, de cumplir con nuestros deberes presbiterales. Se es sacerdote no para sí mismo, sino para la comunidad, para el servicio, la entrega generosa y desinteresada de ser discípulos y misioneros de lo que recibimos como don y gracia. Acompáñennos, no sólo con la oración de esta mañana, sino con la ayuda, la corrección, la cercanía, la exigencia de ser, juntos, los constructores del reino de Dios en nuestros ambientes. Nos necesitamos mutuamente. Son tantas las exigencias de paz interior que tenemos que edificarla los unos con los otros, en la oración, en el estudio y reflexión, en la acción conjunta en beneficio del prójimo.

La misa Crismal, como toda la semana santa, ha arraigado tanto en nuestra cultura que ha sufrido las consecuencias de convertirse en algo que va más allá de lo confesional. Está bien que estos días sean de vacaciones, de reencuentro cálido y sereno con nuestros seres queridos, con amistades viejas y nuevas, con una naturaleza que en medio del fuerte verano, nos invita a quererla, cuidarla y mimarla, para que pueda seguir siendo fuente de contemplación, de trabajo y de vida. Pero, sobre todo, la semana santa y esta misa Crismal, son una invitación a acompasar nuestra vida con aquel cuya muerte y resurrección celebramos. Es una invitación a volver nuestra mirada hacia la cruz, es plantear claramente el tema de la salvación que viene de Dios y no de ofertas vanas de propaganda o publicidad que nos ofrece paraísos inexistentes en el disfrute del placer o en las complacencia de un poder que quiere manipularnos y explotarnos.

Vivimos tiempos de pasión, de odios y violencias que nos amargan el corazón, que dividen a nuestras familias, que provocan odios que nos llevan a la violencia y a la muerte. Es el reverso de lo que nos predica la Iglesia al recordarnos que el camino está en la resurrección, en la vida, en la trascendencia, que la fuerza transformadora de la pascua de Cristo, no es mera ilusión, sino “alegría del Evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG 1).

Consagramos hoy, los óleos santos. La vida cristiana se nos trasmite a través del suave olor y del efecto transformador de unos aceites que nos dan vigor y fortalecen cuerpo y alma. Cuánto bálsamo necesitamos en estos tiempos de divisiones, palabras malsonantes y agresiones que lesionan la convivencia y la solidaridad. No sólo bendecimos, deseamos algo bueno, sino consagramos, es decir, declaramos sagrado y lo apartamos para el bien, un fruto de la tierra y del trabajo del hombre. Que esta celebración y la entrega solemne de estos óleos a cada una de nuestras comunidades parroquiales sea signo de comunión, de perdón, de reconciliación y de paz.

La primera lectura tomada del libro del profeta Isaías, éste se nos presenta como lleno del Espíritu, ungido por el Espíritu, para anunciar la Buena Nueva de Dios a los hombres, un anuncio que inaugurará unos nuevos tiempos en los que el pueblo se sentirá generosamente bendecido por el Señor. Lo que el profeta toma para sí, es tarea para nosotros hoy aquí, nuevos Isaías, llamados a ser ungidos por el bálsamo suave de la gracia de Dios.

En el texto del Evangelio de Lucas, se nos narra la escena en la que Jesús, participando un sábado del culto de la sinagoga de Nazaret, proclamará el mismo pasaje de Isaías, anunciando solemnemente que, aquello que en las palabras del profeta se manifiesta como una promesa, comienza a cumplir en él, el verdadero Ungido, el Cristo, que con su vida, sus obras y palabras, con su muerte y resurrección, inaugurará el año de gracia de Dios, que no conoce término. Hoy, somos nosotros, los nuevos cristos que debemos hacer nuestra esta promesa: en nuestros pensamientos y obras, esta palabra se cumple en nosotros, en la presencia física y sanante con nuestros prójimos, para que superemos la acidez y la corrosión del odio con la suave fragancia del buen aroma del perfume de la gracia de Dios.

Con el salmo 88 que proclamamos al cantar las misericordias y el amor de Dios que se han manifestado en el nuevo David, en Cristo, escogido y ungido por Dios, recibimos la invitación a que cada uno de nosotros como cristianos, nos dejemos poseer por el Espíritu Santo, para vivir desde el Evangelio y llegar a ser imagen y semejanza de Dios. Esta perspectiva nos libera de la tentación de reducir los sacramentos que recibimos ameros momentos celebrativos para descubrir en ellos la densidad de alcance existencial que nos haga auténticos proclamadores del mensaje de salvación.

 La pascua de Jesucristo, el acontecimiento de su muerte y resurrección, es la clave para comprender el significado de los sacramentos y de esta consagración de los óleos santos. Aunque parezca obvio, los sacramentos constituyen la fuente de la vida de la Iglesia, por su referencia y vinculación a la pascua. Esta celebración quiere ser un signo externo de una realidad eclesiológica fundamental: formamos una única iglesia, apostólica y diocesana, llamada a ser signo de unidad, de caridad, de servicio y maestra de la verdad, de la trasparencia, de la igualdad, de la justicia y de la paz. Es la tarea que nos toca proclamar día a día en cada rincón de nuestra querida diócesis merideña.

Hagamos nuestra la alabanza del prefacio de hoy: este sacrificio de la eterna alianza que celebramos es “alimento que nos fortalece, y su sangre derramada por nosotros es bebida que nos purifica”. Pidamos a María Santísima que “nos consiga ahora un nuevo ardor de resucitados para llevar a todos el Evangelio de la vida que vence a la muerte. Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos para que llegue a todos el donde la belleza que no se apaga. Amén” (EG. 288).