Homilía del Cardenal Baltazar Porras en la eucaristía gratulatoria de los 232 aniversario de la creación de la ULA

Sr. Rector y demás autoridades de la Universidad de los Andes

Profesores, empleados, obreros y estudiantes de la Universidad de los Andes

Amigos todos

De nuevo nos reúne en torno al altar un aniversario más del día de la Universidad de los Andes para elevar nuestras plegarias al Altísimo por esta institución que a lo largo de 232 años de existencia le ha tocado ser luminaria de ciencia y de virtud en la instrucción y formación académica de las nuevas generaciones, requisito básico para la vida y el desarrollo de la sociedad. Pero vivimos en una sociedad que muestra demasiados signos de hostilidad y violencia a nuestro alrededor. Se considera que quienes acceden a los estudios superiores son una especie de casta privilegiada a la que no llega sino una mínima parte de la población. A otros sectores sobre todo de gobierno, les resulta incómoda la libertad propia de la juventud, y más aún, que esa libertad permita el crecimiento de una conciencia crítica no sólo de cara a los factores de poder, sino también para que la misma ciencia investigue y explore nuevos horizontes a través de los avances del conocimiento y de la tecnología.

El conflicto es parte de la vida cotidiana de cualquier persona y de toda institución. El conflicto, entendido como la confrontación de pareceres, es necesario para aprender a ser personas respetuosas del otro. Entender el conflicto como una guerra que postula la eliminación del otro, es desvirtuar el sentido de la vida humana. No pueden ser los intereses económicos o políticos, o de cualquier otra índole, los que marquen el ritmo de una existencia que debe buscar el interés común por la paz, y por el auténtico progreso de las ciencias para beneficio de la persona humana. La universidad es un lugar privilegiado en el que se forman las conciencias, en una estrecha confrontación entre las exigencias del bien, de la verdad y la belleza, y la realidad con sus contradicciones.

Lo primero que hay que desterrar de cualquier comunidad universitaria son los intereses particulares, algunas veces casi delictuales, cuando priva la corrupción, el ventajismo o el abuso de poder.  Tampoco puede permitirse en una comunidad universitaria el que factores externos traten de domesticar, o peor aún, destruir el sentido más prístino de un ateneo de educación superior, que es el de dar cabida al aprendizaje de la convivencia, del respeto, del mutuo enriquecimiento desde la diversidad; materia que no se dicta sino con el ejemplo, con la conciencia de que el primer deber y el primer derecho de cada uno de nosotros, es la búsqueda incesante, penosa pero a la vez gozosa, del bien común, único camino para que la igualdad sea real y no dé lugar a los odiosos privilegios causantes de tantos males sociales.

Estamos en cuaresma, tiempo de discernimiento, de evaluación, de prospectiva. No es simple casualidad que nuestra máxima casa de estudios naciera y escogiera este tiempo para conmemorar su nacimiento. Porque es tiempo de creatividad, de forja de espíritus recios y decididos por la causa de los derechos humanos. Escuchamos en la primera lectura un trozo del profeta Isaías, hombre de mensaje interpelante: a cada uno de los miembros de la comunidad universitaria toca de cerca su palabra: “te he defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el país, para decir a los cautivos, “salgan”, a los que están en tinieblas “vengan a la luz”, pues el Señor no nos ha abandonado y aunque una madre pueda olvidarse de su criatura, él no nos olvidará.

Ante la dramática realidad de nuestro país y de nuestra universidad que tiene una ciudad, más aún, una región por dentro, uno se pregunta con razón, cuál debería ser nuestra respuesta. Desde luego, no una actitud de desánimo y desconfianza. En primer lugar, las autoridades y el claustro profesoral, deben proporcionar una clara orientación en la consolidación de la razón fundamental de la existencia y permanencia de la universidad. Es algo más que la simple defensa de su libertad y autonomía como bandera política. Es que sin ellas, no existe, sería una mueca o un instrumento en manos de otros intereses ajenos al auténtico progreso material y espiritual de la sociedad. El resto de los gremios que conforman la vida universitaria, no pueden ser cotos cerrados en busca de privilegios que no están al servicio de los estudiantes, razón de ser de la institución. A los jóvenes estudiantes, no se les puede permitir vivir sin esperanza, la esperanza forma parte del estamento estudiantil. Cuando falta la esperanza, falta la vida; cuando falta la preocupación primera por el bien de los bachilleres, se corre el riesgo de que algunos vayan en busca de una existencia engañosa ofrecida por los mercaderes de la nada que venden cosas que dan una felicidad temporal y aparente, pero en realidad desembocan en callejones sin salida, sin futuro, en auténticos laberintos existenciales.

En cualquier ámbito universitario, es importante leer y enfrentar los conflictos existenciales con reflexión y discernimiento, es decir sin prejuicios ideológicos, sin miedos o fugas. Cualquier cambio, incluso el actual, es un pasaje que trae consigo dificultades, penurias y sufrimientos, pero también nuevos horizontes para el bien. Los grandes cambios exigen un replanteamiento de nuestros modelos económicos, culturales y sociales, para recuperar el valor central de la persona humana. En ello nos ayuda enormemente la fe trascendente, aquella a la que recurrimos en estos momentos de oración. Es la invitación del evangelio de hoy que nos llama a una resurrección de vida, haciendo del evangelio, modelo de entrega y de servicio al prójimo sin distingos.

Valoremos lo que a lo largo de dos siglos y cuarto ha sido el aporte de la Universidad de Los Andes

Fotos: Leo León