Martes Santo: Traición y desconocimiento

Hierbas amargas en la cena del Hijo del Hombre

Dos grandes muestras de la voluble consistencia de la amistad humana se manifiestan en la liturgia del Martes Santo. Durante la semana se despliega como un gran lienzo el drama del sacrificio de Jesús y, pliegue a pliegue, secuencia por secuencia, los Evangelios parecen una magnífica obra cinematográfica cuyo sentido va develándose al final.

Judas Iscariote y Simón Pedro son involuntarios protagonistas en el recuento de Juan (13, 21-33 36-38). La cena pascual de Jesús con sus allegados, sus más cercanos amigos, transcurre en una atmósfera de natural tensión. Él no ha escogido súper-héroes ni genios para acompañarse y hacer continuar Su presencia entre los hombres, sus más cercanos seguidores a quienes ya ha confirmado como apóstoles son gente como tú y yo: llenos de preocupaciones mundanas, pusilánimes o negligentes, prisioneros de insignificantes ambiciones. Ellos temen aprensivamente cómo habrán de afectar a cada uno las amenazas que crecientes rumores aseguran se van a cumplir; Jesús está seguro de ese cumplimiento que Le espera, seguro también de que ninguno de sus amigos será tocado (Cuando estaba con ellos, los guardaba en Tu nombre, el nombre que me diste, Padre; y los guardé y ninguno se perdió, excepto el hijo de perdición, para que la Escritura se cumpliera– Juan 17). Sus exclamaciones les resultan incomprensibles: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Me buscaréis, pero lo que dije a los judíos os lo digo ahora a vosotros: Donde yo voy, vosotros no podéis ir». La clase de gloria de que les habla es totalmente ajena a la imaginada por ellos, la que quisieran para su líder. Una mentalidad que sólo la Resurrección y la venida del Espíritu han de cambiar, la misma mentalidad de nosotros, propensos a lamentar el “fracaso” de Cristo.

Judas traicionará por resentimiento y codicia; Pedro desconocerá por cobardía y desconcierto, cumpliendo lo predicho por el Maestro. La traición del uno tendrá como desenlace la ira contra sí mismo, el auto-castigo sin misericordia que complace al instigador y acusador, al maligno que lo tentó con éxito; el desconocimiento del otro desembocará en el dolor y un llanto de hombre, amargo y ronco, en el regreso contrito junto a sus amigos y finalmente en aquel inesperado “Apacienta mis corderos”, una noche junto a pocas brasas. La lección de humanidad es inconmensurable.

Las derivaciones de lo dicho en esta cena sobre la que leemos hoy martes dan mucho qué pensar acerca de nuestras propias actitudes. Es a nosotros a quien habla Cristo sentado al cenáculo. Desde allí interpela nuestra fe.

Porque humanamente Él no tenía razón alguna para confiar a criaturas de barro esta misión de milenios; desde su naturaleza divina, en cambio, tenía todas las razones posibles para estar seguro de la acción que la Gracia, a través del Espíritu, obra en la frágil consistencia de la condición humana para que lo imposible tenga lugar. En la misma convicción de Jesús acerca de nosotros está nuestra única esperanza.

Bernardo Moncada Cárdenas