Con fundamento: El drama de la universidad, autoridad sin poder

Por: Bernardo Moncada Cárdenas…

Para no pocos, poder y autoridad son sinónimos o van aparejados. Empero, en un lenguaje cada palabra existe por una razón precisa. Una cosa es autoridad, otra es poder; no siempre se relacionan la una con el otro y, en ciertos momentos de la historia, se muestran brutalmente confrontados. En sus orígenes, de hecho, auctoritas y potestas fueron conceptos complementarios, pero contrapuestos.

Por ejemplo, Venezuela ha estado gobernada de hecho por personajes y organismos de casi inexistente autoridad. La cuestionada legitimidad, la ineficiencia, la creciente falta de credibilidad, las continuas acusaciones de evidente corrupción, y el desprecio por los derechos humanos, y por la Constitución, han terminado de derribar lo que quedaba del ascendiente que conservaban, pero detentan el poder al manejar los ingresos de la nación y contar con el apoyo de las instituciones armadas. Error de dirigentes en la llamada Oposición ha sido creer que el final de este régimen es un hecho y que sólo la indecisión o complicidad de algunos lo sostiene en el poder; en cambio, es justamente el poder el que sostiene al gobierno.

Autoridad es el prestigio ganado por un individuo, supremacía por persuasión natural, que puede inducir a otros a realizar ciertas acciones voluntariamente. Condiciona el comportamiento de todos y une los miembros de una colectividad, facilitando el cumplimiento de normas y el trabajo coordinado. Se sostiene por capacidades demostradas, por relevancia de un cargo, conducta ejemplar, y habilidad para buen manejo de subordinados. La autoridad conduce y dirige, suscitando acatamiento. Hoy la llamamos liderazgo. Una autoridad así ejercida no siempre implica ejercicio del poder. Hay quienes no necesitan el poder para ejercer su autoridad; aunque en última instancia pueden resultar muy poderosos. La verdadera paternidad es verdadera autoridad, a diferencia del paternalismo.

A veces decimos “abuso de autoridad”, pero tal cosa no existe. La autoridad, cuando es real, jamás peca de exceso. Es el poder, objeto de codicia y estímulo de corrupción, el que se ejerce a menudo con arbitrariedad y abuso. El poder llega a tener, en sí, una dinámica autónoma. El poder es la potestad de influir en otras personas por fuerza. Puede llegar a ejercerse aunque se carezca de autoridad, y eso lo hemos comprobado en un estado de cosas cuando los cabecillas de reos de nuestras cárceles, llamados pranes, muestran la potestad de hacer cumplir sus órdenes hasta fuera de ellas, llegando a influir al gobierno. Pero el poder es algo pasajero, puede perderse con el transcurso de los años o simplemente ser sustituido por otro poder. El poder sin autoridad cuenta más con el ejercicio de la violencia que con la capacidad persuasiva. Reconociendo la fragilidad de su basamento, y su condición efímera, sufre buena dosis de aprensión y desconfianza. Siempre agrede, pues en el fondo está a la defensiva. Necesita controlar totalmente su entorno porque, carente de autoridad, es altamente vulnerable. Es, digámoslo así, un “poder negativo” más para impedir la historia que para moverla.

En su célebre discurso de Angostura, lanzó Simón Bolívar su no menos célebre admonición: «Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo ciudadano en el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerlo y él se acostumbra a mandarlo, de donde se origina la usurpación y la tiranía». Pero también es un peligro la permanencia en cargos de poder por el deterioro, el desgaste de la autoridad. Sobre todo cuando la autoridad se menoscaba al perder incidencia real en los procesos que debe dirigir y controlar. Es el caso de las autoridades de nuestras universidades autónomas las cuales, paradójicamente, se han visto crecientemente constreñidas por la intrusión desembarazada del Estado. Es triste el rol de altos cargos que detentan una autoridad casi privada de poder, autoridad estrechamente formal. Es triste ver el consecuente deterioro de su prestigio personal, que amenaza con arrastrar el de las universidades que regentan.

La comunidad universitaria, antaño dueña de una voz escuchada y respetada, ha decaído hasta ser no más que una flatus vocis, voz inaudible, mermada por el empobrecimiento y la desmotivación. Percibe sin embargo esa situación y comienza a clamar unánimemente para que, ejerciendo el derecho constitucional de su autonomía, la universidad se arriesgue a realizar elecciones y dar paso al refrescamiento de sus máximos cargos. Para una real autonomía, urge que las universidades recobren la armonía de autoridad y poder.

26 mayo 2021 bmcard7@gmail.com