El Coronel no tiene quien le escriba. Cartas que no terminan de llegar

Llevaba más de quince minutos esperando el Metro cuando me di cuenta de que la vida está construida por pequeños e inconexos tiempos de espera. Desde que esperamos nueve meses para llegar al mundo no hemos parado de esperar cosas: al Ratón Pérez, a las vacaciones, a la mayoría de edad, al primer sueldo. A que llueva, a que deje de llover, a que el ser querido vuelva a casa, a que un día podamos despertar con la certeza de que hemos hecho las cosas tal cual como debe ser y que podemos morir tranquilos. Porque también esperamos la muerte, aunque se trate de algo involuntario.

Y de estos conflictos diarios que a primera vista podrían parecer estupideces nacen los grandes problemas que acompañan a la humanidad desde que adquirió conciencia, porque para eso también hubo que esperar algunos miles de años. Por eso es que Gabriel García Márquez declaraba, cuando algún entrevistador le preguntaba por consejos para las nuevas generaciones de escritores, que la inspiración para sus relatos los conseguía en cosas de la vida diaria y no en las obras maestras. La escritura del difunto Premio Nobel estaba cargada de ese aroma a lluvia y tierra, herencia de su niñez en Aracataca con sus abuelos maternos.

Más que ser uno de los mayores exponentes del realismo mágico, Gabriel García Márquez fue un maestro en plasmar al hombre de pueblo, producto de un contexto socio-económico donde es común escuchar sobre maldiciones, mal de ojo, que dos cuchillos cruzados alejan la lluvia y que si se barre sal después de una visita indeseable ésta no vuelve más. Así es el pueblo de El Coronel no tiene quien le escriba, novela corta escrita en 1957 y adaptada por el también desaparecido dramaturgo argentino Carlos Giménez en 1989, fundador junto con la primera actriz Francis Rueda de la Fundación Rajatabla, en 1971.

Hablar de la versión escénica de El Coronel es hablar de un hecho que marcó al teatro venezolano de la misma forma en que el destino marcó las frentes de los 16 hijos del Coronel Aureliano Buendía en Cien años de Soledad. Esta coproducción del Festival Latino de Nueva York y el Festival de Dos Mundos de Spoletto viajó a más de 28 países del mundo, convirtiéndose en el símbolo del teatro venezolano. El trabajo que llevó esta adaptación escénica de la célebre novela puede describirse al que lleva armar un rompecabezas de mil piezas. Carlos Giménez, junto con Daniel López y Aníbal Grunn, tomaron elementos de otras novelas de García Márquez, como La Hojarasca, Los Funerales de la Mama Grande y Cien años de Soledad. Así nació el montaje emblema de Rajatabla, que vuelve 25 años después de su estreno como una idea del alcalde de Caracas, Jorge Rodríguez, para homenajear a Carlos Giménez. De hecho fue El Coronel la pieza que inauguró el Teatro Bolívar el 12 de abril, en el marco del Festival de Teatro de Caracas 2014.

Una adaptación nunca será igual a la obra original y ello no quiere decir que ésta sea buena o mala, sino que es necesario reconfigurar la historia y su estructura para que sea comprensible cuando se lleva a las tablas. Lo que está plasmado en letra y tinta como un pensamiento debe convertirse en acción física para ser comprendido. Por ello es que en la versión de Carlos Giménez los sucesos tienen un orden distinto con una maduración diferente sin que esto se desvíe de la espina dorsal de la historia: el Coronel que espera en vano su jubilación desde hace quince años, eternamente engañado por algún partido para el que sirvió en una Guerra Civil que prometió justicia para todos y terminó convirtiéndose en el negocio redondo de unos pocos.

La escenografía se desdobla para cubrir los requerimientos dramáticos de la historia y sus personajes: las paredes de zinc oxidado de la Casa del Coronel se corren para dar vida a la oficina de correos, o a un entierro en el pueblo. Las planchas de zinc desvaídas, el piso de tierra suelto y la música, original de Federico Ruiz y con arreglos de Santos Palazzi, nos sumergen en un ambiente de ruinas físicas y espirituales que encarnan todos los personajes de la historia.

El espectáculo, dirigido en esta oportunidad por José Domínguez, es un fiel montaje de la primera presentación de El Coronel no tiene quien le escriba hace 25 años. Algunos elementos del montaje original, como la hamaca, son utilizados en escena. Otros, como el legendario traje de la Mujer de Blanco ya están deteriorados y no aptos para su uso. Sin embargo, el vestuario diseñado por Raquel Ríos sigue los mismos cánones del original, con excepción del vestido de La Dama de Blanco, que se hizo por duplicado y con ligeras diferencias entre ambos.

Otro de los elementos ancestrales que acompañan este refrescamiento de “Pepe” Rodríguez es Aura Vivas, quien al igual que hace 25 años encarna el papel de La Coronela, la compañera de vida del Coronel, interpretado por el primer actor Francisco “Pancho” Salazar. Cabe destacar que Aura Vivas, al haber formado parte de esa primera expedición que resultó ser el primer montaje de la pieza, rememora aquellas travesías por Estados Unidos, América y México, donde El Coronel es reconocido y aclamado por su autor original.

Tanto en el libro de García Márquez como en la versión escénica de Giménez, La Muerte juega un papel pasivo, pero fundamental. En el libro es el gallo de pelea, culpable de la muerte de Agustín y descrito por la mujer de Don Sabas como “un animal con pezuñas”. En la pieza teatral es un ánima de cabeza rapada y figura andrógina –representada por el actor Leonardo Puello- que merodea por la gallera, la casa del Coronel y el pueblo, sin decidirse a dar el zarpazo final. Se viste de negro con una canasta de flores secas, o de blanco con un vestido de cuello militar y falda larga.

La Muerte carga consigo una pequeña jarra de agua que derrama sobre el suelo y sobre las personas. El líquido de la vida escasea, así como la muerte y el deterioro: cada vez que la muerte derrama el agua sobre el suelo o sobre las personas es un poco de vida que deja escapar de forma lenta y pausada. Sobre el pueblo llueve a cántaros. Literalmente. Un sistema de riego, manipulado por personal de producción, crea una lluvia de goterones duros y persistentes que durante gran parte de la obra bañan el pueblo del Coronel y a sus habitantes.

El Coronel es testigo de una época que no se sabe si fue dorada, pero que en todo caso fue mejor a la actual. Ahora, con un paraguas agujereado y recuerdos de un hijo que ya no está, lo único que espera de la vida es precisamente algo que en su caso no llegará nunca: el reconocimiento al mérito sobre las influencias. El mismo hecho de presentar El Coronel no tiene quien le escriba, es una comparación entre lo magnánimo que fue el teatro venezolano en la década de los 70 y 80 cuando un argentino se atrevió a llevarlo más allá de las fronteras, y estos momentos convulsos donde el mismísimo Festival Internacional de Teatro de Caracas tuvo que ser pospuesto por falta de boletos aéreos para traer grupos internacionales.

Es desalentador esperar justicia en un mundo injusto y muchas veces, como en el caso del Coronel, parece absurdo esperar lo que por ley nos corresponde cuando los árbitros deciden taparse la boca, los oídos y los ojos con dinero. Me pregunto qué sentido tiene esperar tanto por nada, y al momento recuerdo que esperar y esperanza por poco se escriben igual.

Cortesía de:  El Nacional/Catherine Medina Marys

Disponible en:  http://www.el-nacional.com/papel_literario/Coronel-escriba-Cartas-terminan-llegar_0_416358373.html