Diálogo filosófico. Imagen referencial

Seamos diáfanos, no en mediocridad sino en claridad

Este título inicia la temática de un ritmo de artículos alusiva a la cuestión: la filosofía y el diálogo; éstos son empeños antropológicos no estáticos por su estrecha y rigurosa familiaridad a la comunicación y al lenguaje, en los cuales el tema filosofía y lenguaje prosigue y se renueva constantemente; en efecto, al definir “empeños antropológicos”, subrayamos la investigación incesante y alentadora de la transparencia de la verdad cuyo carácter a la vez engrandece esta tarea: la enseñanza teórica y contemporáneamente práctica asemeja a la brasa que uno está reforzando con la esperanza de verla arder resplandeciente por sí misma. Por ende, este primer elenco de artículos comprenderá: 1. El lenguaje y la filosofía; 2. La modalidad del diálogo; 3. El sentido y el significado; 4. La abstracción y el ambiente, y 5. La autoridad.

Ahora, con relación a tal programa, ¿qué es el lenguaje filosófico? Para algunos es una emisión de categorías estáticas y fijas; para otros, entre ellos Aristóteles, Nietzsche, Heidegger, Zubiri, Derrida, Gadamer, etc., es el proceder de una perenne inquisición. Es decir, un lenguaje en el que la genuina sucesión de las preguntas ampara la amplificación de las respuestas. Por supuesto, esta amplificación garantiza no una repetitiva cháchara, trocada en una especie de fraude, (nótese la dicción del título de este escrito y su subtítulo), sino en serias oportunidades de reflexión que continúan dando qué pensar.

Por ende, este lenguaje sin la contemplación y la reflexión es penosamente vacío e inservible, y sin el apoyo en quienes han contribuido a la causa de la filosofía y de la ciencia, vaga lastimosamente desautorizado. Por eso, el que aspira a conocerlo recurrirá a una actividad ineludible y común: la lectura.

El lenguaje y la lectura en filosofía, –desde luego, en todas las ciencias–, descubren una serie de argumentos que en principio el lector los encuentra inescrutables, y, sin embargo, al razonarlos halla el sentido latente que en las interpretaciones y en las paráfrasis puede clarificar.

De esta forma el lenguaje filosófico no es privilegio de pocos o de muchos, sino el de quien a las cosas cotidianas, avalado en la contemplación, en la meditación, dice lo que son y lo que facilitan que impere en el discurso. Así las cosas o situaciones, incluso insignificantes, despejan una corrección a incorporar en el uso de las palabras adecuadas, ejerciéndose a la vez una suerte de cotejo entre la variación del mundo y la fluidez del entendimiento.

Pero, ¿cómo enfoca el hombre en la cotidianidad estos aspectos? Como expresión clara en las palabras y frases que constituyen las explicaciones. Esto es, hay momentos en los que algunas cosas requieren mayor tenacidad deductiva para no manipular indebidamente los términos que distinguen su peculiar propiedad; y, desde luego, hay escenarios en los que la comprensión de las cosas fluye con naturalidad.

Ahora bien, ¿cómo corroborar la verdad de las palabras que describen estos fenómenos? Siendo diáfanos no en mediocridad sino en claridad. La diafanidad en la verdad es muy solicitada, sin embargo, queda en parte oculta o sacrificada, incluso en desuso, por las llamadas expresiones chéveres, por ejemplo, en el empleo de la palabra fácil.

Esta palabra, omnipresente en la sociedad y en el lenguaje, presenta dos acepciones. Primera, la del amago ante las cosas confusas a cuya percepción acompaña el refrán: eso es pan comido; es, en cierto modo, la manifestación de la función lúdica del lenguaje que trae ventajas como desventajas. Segunda, la de la flexibilidad, pues las palabras acompañan a menudo una reflexión por la que el comunicador en su mente busca los modelos más eficaces para el discurso y para el diálogo.

Estas acepciones de la palabra “fácil” son continuamente experimentadas en el hecho de hablar y actuar lingüísticamente; están interconectadas por una característica capital: la apertura a perfeccionar las potencias naturales del emitente. Todo hombre emplea dicciones sofisticadas como coloquiales; y, la autenticidad de las definiciones técnicas le requiere una producción de sentido en el otro y no un incremento de lo que ignora.

En esto el lenguaje de la filosofía, aun abstracto, no dejando la palabra en la incertidumbre, suministra desde él mismo los medios idóneos, sencillos, (interpretación, análisis, teoría crítica, ser, verdad, libertad, el primado de la razón sobre la violencia, etc.), para impulsar y lograr un estilo de diálogo.

Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.

14-04-24