Con fundamento: “Jóvenes de ahora”

Por: Bernardo Moncada Cárdenas…

Dedicado a mis alumnos de arquitectura

Una de mis aprehensiones juveniles fue que la actitud de desconfianza híper-crítica hacia los jóvenes que veía en tantos mayores, actitud que juzgaba nacida de la falta de interés por comprender una realidad que de partida se percibe hostil y caprichosa, me contagiase si llegaba (hay siempre un si-Dios-quiere) al mundo adulto. Cuando un amigo de mis padres o cualquier otro veterano empezaba a sentenciar “¡Chico, esos muchachos de ahora…!”, ya aguardaba un vasto etcétera de descalificaciones que jamás exhibían la menor consideración. La providencia me brindó progenitores más abiertos y, en todo caso, nada ofensivos en su manera de calificar a los demás; ello para bien de mis familia toda, pues de otro modo la convivencia con siete hijos entrando a la adolescencia en fila hubiese convertido el hogar en campo de batalla o escuela militar. Debo confesar que no fui en todo un adolescente tranquilo. Quienes en aquella tradicionalista ciudad veían mi cabellera y ropajes, o sabían de mi actividad política aparejada con fiel pertenencia a la escena rockera local, imaginaban en mi persona un delincuente sociópata, pero en realidad no  pasaba de mi afición a la cerveza, el vino y el coñac que compartía con mi padre, mi temperamento y un inmaduro y maniqueo moralismo que me acercó a ideales sociales de izquierdas.

Es que el veredicto que damos sobre los jóvenes de secundaria o universitarios está usualmente preñado de prejuicios impensados. Desde la confusión entre “adolescencia” y “adolecer” que vulgarmente se asume, cuando adolescere quiere decir crecer, formarse, y adolecer en cambio quiere decir sufrir, carecer, hasta la sarta de defectos que se les atribuye, añadiéndoselos a los que como todo ser humano tiene cada uno,  dificultan ciertamente cumplir la responsabilidad educativa que todo adulto bien formado debería reconocer para con quienes viven esta etapa transitoria y existencialmente compleja de la vida. Para educar hay que transmitir, y hay que saber hacerlo tendiendo un puente de simpatía, de comunicación inteligente y ejemplos en nuestra práctica vital, ejemplos que en lugar de tradicionalismo conlleven una verdadera tradición, una herencia. Hay que ponerse en el lugar de ellos y recordar con afecto y misericordia las trastadas que nosotros mismos hayamos cometido en nuestros propios tiempos de energía desbordante aparejada con momentos de languidez, con melancolía de quien en el fondo añora la niñez mientras anhela la madurez, y de drásticos cambios hormonales, para entender mejor y no desesperar.

La demostración más clara de que nuestra juventud mantiene una reserva moral muy superior a lo que creemos está en los chicos que, habiendo crecido en el ambiente de propaganda delirante que vivimos en nuestro país, han afrontado hasta injusta prisión por hacer valer principios más justos que los predominantes, y en la opinión de muchos de ellos cuando nos atrevemos a hablarles de esos temas. Los adolescentes de  hoy son, con todo y la cantidad de tentaciones que la tecnología del entretenimiento ocioso y el relativismo ético (cosas no creadas por ellos, por cierto) les presentan, bastante responsables y proactivos cuando se les solicita.

Pero he experimentado en mi diario vivir la verdad de lo que estoy defendiendo, como padre de cuatro hijos y tío de abundantes sobrinos, y sobre todo ahora, como profesor jubilado que decidió aceptar de nuevo cursos de estudiantes de arquitectura. Esta nueva experiencia ha dado un nuevo giro a mi vida, preparada para algo así gracias a la confianza que he aprendido a sostener, confianza en el corazón humano independientemente de edad, sexo, nacionalidad o condición social. Dos cursos que he terminado felizmente, con asistencia plena y resultados memorables, han desmentido la opinión de los colegas que me dijeron “¡Estás loco! ¿Qué necesidad tienes de meterte en ese brollo? Los estudiantes de hoy no son como éramos nosotros ni como los que tuviste cuando estabas activo”. Por lo contrario, la relación llena de respetuosa amistad con estas almas ansiosas de aprender, atentas y batalladoras ante los desafíos, me lanza a la vida con renovada voluntad y esperanza. Cualquier pequeño incumplimiento, cualquier defecto que observe, palidece ante la magnitud de sus cualidades y el cariño que suscitan.

Aprendamos a confiar más en nuestros jóvenes y en los valores que, conscientes o no, hemos comunicado.

Todavía hay quien me dice en la facultad que «los muchachos no son como hace diez años». Y tiene razón: no lo son, pues cada humano es único en verdad y cada época es diferente; gracias a Dios no son como hace diez años pero el corazón humano sigue siendo grande y anhelando la grandeza. A Ustedes mi total gratitud, jóvenes amigos, por confirmar mi esperanza. Ustedes serán arquitectos que no es poco, cuenten con un futuro. Y cuenten con mi afectuosa amistad como un presente.

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