Por: Cardenal Baltazar Porras Cardozo…
El quinto centenario de la conquista de Tenochtitlán por Hernán Cortés ha despertado, de nuevo, la lectura interesada y distorsionada de las trasnochadas ideologías de todo tipo. Se dice que la historia la escriben los que triunfan, quedando en la penumbra y el olvido la de los vencidos. Desde la hazaña de Colón hace treinta años hasta hoy no ha sido la sensatez la que ha sobresalido, sobre la ponderación de algunos historiadores de buena lid.
La llamada resistencia indígena, presentada como la verdadera faz, ante lo que fue la conquista y colonización hispano lusitana del continente americano, no resiste un análisis veraz, sino el traer a su propia brasa, con intereses bastardos, para ahondar en lo más temible del ser humano, despertar los odios y violencias, los desprecios y todo lo que no construye, ni una visión acertada del pasado, y menos aún, una lección del presente que supere los errores cometidos por las generaciones pasadas.
Cómo superar las leyendas dorada o negra, las distorsiones ideológicas de nacionalistas, hispanistas, indigenistas o cristianas, es una asignatura pendiente porque la emocionalidad supera lo racional, y los intereses políticos de una trasnochada izquierda procomunista, se solaza exclusivamente en la permanente diatriba de dividir, haciendo síntesis que no responden a la realidad.
Que los conquistadores no eran niños de pecho, ni ángeles, sin intereses, es una ingenuidad. Pero, lo es igual, el afirmar que las etnias indígenas, autóctonas eran un dechado de virtudes y de igualdad. Hernán Cortés, al igual que Pizarro y Almagro, años más tarde, lograron adueñarse de los imperios azteca e inca, más que por la superioridad tecnológica, por las circunstancias que favorecieron que un puñado de hombres, armados y con ansias de poder, pudieran superar con relativa facilidad a aquellas inmensas masas de indios. Los abusos, la esclavitud, la explotación estaban a la orden del día en aquellos caciques y emperadores que vivían como rajás a expensas de un pueblo pobre, dividido en castas que no tenían más salida que tributar a quienes tenían mayores poderes que ellos.
Aquellas ingentes masas vieron la posibilidad de una liberación de sus explotadores, en aquellos extraños individuos venidos de Europa. Ni unos ni otros eran ángeles ni caperucitas rojas, sino seres humanos con ambiciones, hijos de un tiempo cruel en los parámetros de los derechos de conquistas, muy lejanos a las coordenadas de derechos humanos que hoy blanden todas las instituciones, aunque una cosa son las proclamas y otra las realizaciones. Durante los tres siglos de coloniaje, fueron muchos los abusos cometidos contra etnias indígenas. Pero en los dos siglos de independencia no han sido demasiadas las conquistas de aquellos derechos de nuestros antepasados promohabitantes de las tierras americanas.
La situación en la que viven actualmente la inmensa mayoría de las etnias autóctonas desdicen de las proclamas de sus derechos. A la vista está. Una revisión profunda sin complejos toca también a la Iglesia católica por su actuación en aquellos siglos. Pero no es menos cierto que la prédica de la paz y la fraternidad, sobresalió al impulso innato de las ansias de poder que permitió la irradiación de una cultura en la que algunos rasgos del cristianismo asedaron la tendencia primitiva del uso del poder y de la fuerza más allá de postulados y deseos de igualdad.
La memoria histórica no consiste en leer con los postulados de hoy el pasado. Pero sí, el tener el suficiente espíritu de discernimiento para separar el trigo de la paja, y sacar las lecciones que permitan a las actuales generaciones no quedarse en el discurso hueco reivindicativo sino en la construcción de esa fraternidad universal que se desdibuja en la historia actual de nuestros pueblos, ante una dirigencia que busca imponer su ideología sin tomar en cuenta que no hay otro principio primario sino el de la dignidad de la vida de todos por igual.
50.- 16-8-21 (4026)