Por: Cardenal Baltazar Porras Cardozo…
Cae en mis manos el reportaje sobre el periodista Juan Manuel de Prada del ABC de Madrid, en ocasión de sus veinticinco años como columnista del decano de la prensa española. Me encuentro entre las muchas referencias del autor con la admiración que le tuvo a un escritor y columnista argentino, Leonardo Luis Castellani, sacerdote jesuita, prolífico escritor de ensayos religiosos, filosóficos, sociopolíticos, novelas, cuentos y poesía. Nació en Santa Fe, Argentina, de padres italianos en 1899, y falleció en Buenos Aires en 1981. Como dato curioso fue ordenado sacerdote en Roma en 1930 por el Cardenal Francesco Marchetti-Selvaggiani, quien había sido nuncio en Venezuela a comienzos de los años veinte.
Castellani, intelectual, polémico, expulsado de la Compañía y restituido años más tarde, profundamente creyente y crítico, aunque amó a la Iglesia y no tuvo empacho en dolerse y denunciar lo que le parecía injusto de la fe y del comportamiento cristiano a cualquier nivel. Entre sus obras de ficción escribió en 1964, en medio del Concilio, al año siguiente de la muerte del Papa Roncalli, una novela titulada “Juan XXIII (XXIV)”, en la que se atreve a imaginar a un argentino sucesor de San Pedro en Roma, cincuenta años antes de que la ficción se convirtiera en realidad en la persona de Francisco. El artículo de De Prada fue publicado en L´Osservatore Romano en 2015.
Dice el columnista que la novela es “catoliquísima, en muchos aspectos profética, salpimentada de un humor de estirpe cervantina,… con sensibilidad de gran poeta que le permitía mirar más adentro y clarividencia de gran profeta que le permitía mirar más allá; y, sobre estas raras dotes, tenía el precioso don divino de contemplar las cosas abarcadoramente, con capacidad para conocer a un tiempo lo natural y lo sobrenatural, con la mirada de águila clavada siempre en el horizonte escatológico, manantial desde el que se nutre la esperanza cristiana”.
“Se trata de una obra muy influida por otra fantasía papal muy célebre, el Adriano VII de Frederick Rolfe (1860-1913), más conocido literariamente como Barón Corvo. Como ocurría en aquella novela, el protagonista de Castellani, Pío Ducadelia, hijo de italianos, es un trasunto del propio autor: religioso “jeromiano” (pronto descubriremos que esta orden jeromiana es un trasunto de la Compañía de Jesús) a quien se ha prohibido celebrar misa, de repente es rehabilitado y enviado a Roma, como asesor del arzobispo de Buenos Aires. Se ha empezado a celebrar el Concilio Vaticano II, que en mitad de sus sesiones habrá de trasladarse al Palacio de Letrán, por complicaciones políticas que no tardan en desembocar en una cruenta “guerra ruso-europea”, en la que los soviéticos lanzan bombas atómicas sobre las principales capitales europeas, antes de perder ante una alianza de países europeos que restaurarán la monarquía en Italia y Francia”.
“Sobre este trasfondo de incertidumbre y agitación bélica transcurren las deliberaciones de los padres conciliares, en las que Ducadelia participará en calidad de teólogo pontificio, después de haber deslumbrado al Papa Roncalli con sus propuestas de reforma para la Iglesia, que se centran en combatir -citamos textualmente- “la burocracia impersonal en el manejo de los asuntos eclesiásticos”. Pero el Concilio tendrá que disolverse, ante el avance de los soviéticos, y el Papa tomar el camino del exilio, donde morirá, dejando encomendado que -ante la diáspora del colegio cardenalicio- su sucesor sea elegido por tres únicos compromisarios. Ducadelia, por su parte, es apresado y conducido a Rusia, donde sufrirá pavorosas torturas; cuando por fin sea evacuado y regrese a Roma descubrirá, para su estupor, que ha sido elegido Papa”.
“De inmediato, el nuevo Juan XXIII (ó XXIV) declarará que el cometido primordial de su pontificado será “la batalla de la pureza interna” de la Iglesia y el combate contra lo que denomina el “elesiasticismo”. Para combatir este “eclesiasticismo” y librar la batalla de la pureza interna Ducadelia reduce en dos tercios la burocracia vaticana, considerando que se trata de “una máquina y por tanto no tiene tacto”.
“Tantas y tan sustanciales reformas no hacen sino aumentar el número de sus enemigos, que buscan constantemente el modo de perderlo, como los fariseos hacían con Jesús, tendiéndole trampas y haciendo las interpretaciones más retorcidas de sus palabras. Así, desde ciertos sectores de derecha se le acusa de “hacer confusión con su política filosemita”; mientras que, desde el otro extremo, la prensa americana lo acusa de “antisemita”, por su condena de las grandes corporaciones financieras. Y también los democristianos meapilas empiezan, por su parte, a quejarse de que el Papa “ni siquiera cita la Biblia en sus escritos, sino muy raramente, como tampoco a Santo Tomás y San Agustín: sus encíclicas parecen escritas por un filósofo del siglo XVIII…”; y rematan sus críticas tachándolo de “indevoto”.
“La intrépida denuncia de esta conspiración mundialista provocará que la prensa, que en un principio lo había alabado fervientemente, se revuelva contra el Papa: “Resulta curioso -escribe Castellani- que todo aquello por lo que lo alabaron se convirtió al final en defecto: que así son los ánimos humanos, o bien la madurez senil de esta época. Sin duda alguna, la novela de Leonardo Castellani debió resultar chocante, incluso estrafalaria, cuando se publicó, allá a mediados de los años sesenta; pero su autor, poeta que sabía mirar más adentro y profeta que sabía mirar más allá de las apariencias, habría podido responder con aquel aforismo de Oscar Wilde: “La naturaleza imita al arte”. Aunque a veces tarde medio siglo en hacerlo”.
Hay que leer esta novela ficción, que se me antoja parecida al libro del profeta Daniel, ya que cuenta como futuro lo que ya sucedió. No me atrevo a llamar a Castellani profeta, pero sí me invita a pedir que la fuerza de Elías pase a Eliseo, que en estos momentos se llama Francisco.
49.- 22-7-2020 (6034)