Dice el lord canciller inglés de la corte de Enrique VIII sobre los hospitales descritos en su Utopía: «hay cuatro en cada ciudad (uno por cada Distrito) y están situados en las afueras, siendo tan capaces que parecen poblaciones pequeñas» (Moro, 1971, 30). La capacidad de dichos hospitales impide el amontonamiento y posibilita, por otro lado, cuidar mejor de los “enfermos contagiosos” en sitio aparte (Cf. Iden).

Para conseguir tales beneficios los hospitales han de estar bien surtidos de todo lo requerido en el logro de una buena solicitud y de este modo en la recuperación de la lozanía de los enfermos, en efecto, ésta resulta de las «atenciones y cuidados por enfermeros y médicos doctos», a partir de lo cual Moro asegura, «que si bien no es obligatorio que se lleven allí a todos los enfermos, no hay nadie que al sentirse malo no prefiera pasar la enfermedad en el hospital mejor que en su casa» (Iden).

Afirman, las instituciones originan el tipo de trabajadores albergados bajo su modelo de labor; a ellos los convocan a trabajar, a cumplir un oficio como responsablemente darles el sueldo oportuno; nadie, por ej., osará llevarse a su casa los utensilios, la comida, con los cuales cubren a todos los miembros de una corporación si no tiene necesidad de hacerlo. Lo cobrado por el trabajador ha de recurrir de inmediato a socorrerle la necesidad; a tener siempre una provisión y a la vez a tener un efectivo incentivo que le evite llevarse lo que es ajeno; ya que, escribe Aristóteles, «sin las cosas necesarias es imposible tanto vivir como vivir bien» (Política, I, 4, 1253b4-5, 54). Palmariamente, a esto en democracia se le llama “sentido común”, porque es un servicio sirviéndole por igual a quienes ejercen el poder ejecutivo —el gabinete le denominan— hasta todos los demás.

En el artículo, la democracia humaniza y civiliza, dejé claro: el paso del atraso a la civilidad es pausado; y la brevedad no es en las acciones buenas con las cuales lo respaldan, sino en los discursos que muestran reverencia al fastidio experimentado por algunos en relación a los reclamos lealmente populares: sin adecuada alimentación, ni buena diligencia y manutención en escuelas y hospitales, la concerniente a los miembros de una nación y en especial a quienes dependen de instituciones u otros patronos, al trabajador le es penoso el desenvolvimiento natural de sus habilidades. ¿Cómo solicitar buen sueño, descanso, buena digestión, cuando son menos los que acarrean deleites y, peor aún, cuando éstos indiferentes y encogidos de hombros procuran desacuerdos, porque para los deleites emplean recursos no suyos que pueden favorecer a un mayor número de trabajadores?

Cierto, el “sentido común” en un país tiene vigor de autoridad tanto en las zonas rurales como urbanas; en unas y otras hay gobernadores, consejos legislativos, alcaldes, concejales, etc.; ello busca evitar la incomodidad de las excepciones, por ej., como la distancia territorial entre un pueblo rural o una alcaldía y la gobernación del estado al cual aquel o aquella pertenece es enorme, entonces algunos atentados a la justicia son enmudecidos, porque prefieren agraciar o a la pereza para comunicarlos o al encubrimiento de los infractores; por supuesto, evadir la justicia es volverla a encontrar, no en las provisiones o en los halagos por hacerle parecer lo que ella no es ni ha sido, sino que en todas partes, y especialmente en regiones donde evidencian el ejercicio de funciones gubernamentales, la consiguen con asiduidad.

La justicia, según T. Moro, además de incumbir a la educación y a los hospitales, pequeñas poblaciones, asimismo lo hace en relación al comercio interior y exterior; y para éste ofrece esta recomendación, «cuando se sabe que en ciertos productos hay abundancia en ciertos lugares, mientras que en otros las malas cosechas han motivado escasez, se ordena que la carencia de unos se remedie con la abundancia de otros» (Moro, 1971, 34).

El ideal de Moro en esto y en el tema de la ecuanimidad de la justicia es: hacer apreciable, “toda la isla […] como una gran familia” (Iden). La justicia, la bondad, los precios moderados (cf. Ibid, 35) de los productos vendidos a otra nación han de abundar en cantidades mayores respecto a los minerales existentes o no en el propio territorio (cf. Ibid, 34-35).

Junto a eso la visión de la guerra en la Utopía (cf. Ibid, 35; cf. “guerra” en Política, I, 8, 1257b19, 67) es una acción evitable (o a impedir mientras se pueda); en realidad a ninguna nación le beneficia los conflictos bélicos si antes no ha agotado todas las medidas diplomáticas; y, sin duda, uno de los atributos inevitables es lo impredecible de tales confrontaciones, pues justamente al otro lo consideran enemigo, y, por ende, sus sorpresas son inesperadas; sin embargo, «el dinero puede hacer de los enemigos amigos» (Moro, 1971, 34).

En verdad, todas estas ideas políticas de no juzgarlas con “buen juicio” (cf. Ibid, 36) dejarían a cualquier estudioso, en especial a los encargados de la formación de los líderes políticos y sociales, en una simple ilusión de incertidumbre; es decir, notando las nociones políticas de la Utopía como recetas para magos, no para hombres dedicados al arte de administrar con sensatez el poder democrático del gobierno; de hecho, esto lo coloco como ejemplo, y ateniendo a lo apenas señalado fomentará una reflexión bastante esclarecedora: «sea como fuere, ellos [los habitantes de Utopía] no aprecian al oro más que por su valor intrínseco, ya que, ¿quién no reconoce cuánto más necesario es el hierro para servirse de él (sin el cual los hombres no pueden vivir, siendo tan necesario como el fuego y el agua) que el oro y la plata? El hecho es que de la utilidad que la naturaleza ha dado al oro y a la plata, los hombres podemos privarnos sin quebranto alguno; si no hubiera ocurrido que la ignorancia de los hombres les ha inducido a dar más valor, no a lo que es más útil, sino a lo que es más escaso» (Iden; también cf. Política, I, 9, 1257a9-16, 70).

Este parágrafo de la Utopía de T. Moro, “los metales preciosos”, tiene una triple importancia:1) la convocatoria a los administradores de tales recursos a dejar de ser ignorantes, pues deslumbrados por el oro y la plata, tienen a menos todos los afines a una utilidad corriente y para todos; al necesitar éstos la cantidad de los otros para adquirirlos o proveerlos a los pobladores es enorme; 2) la clarificación de “la naturaleza, como madre próvida” (Moro, 1971, 36), pues, al escucharla la mente y el espíritu del hombre rememora el cuidado a tener para con ella, ecología; además, debido a la avaricia la explotación de esta “madre próvida” es indefinida revelando un explotador voraz y civilmente aplazado; y 3) el príncipe es el administrador principal; al reservar en sus dominios privados las riquezas genera desconfianza, y el pueblo abalado en ello, en lugar de justas protestas, o quiere su parte o la busca en reiteradas ocasiones de maneras equivocadas, o, conformado con dicha actuación evita cualquier confrontación —las armas del príncipe son abundantes y destructivas (cf. “armas” en Política, I, 2, 1253a16-23, 52-53)— dejando en señores deslumbrados por la mera riqueza material su futuro y el de sus descendientes; igualmente, el pueblo hallado en tal situación, considera que luchar contra el regente es siempre salir derrotado, por ende, urde maniobras con el fin de apoderarse de los bienes de otros iguales a su condición. En consecuencia, escribo literalmente:

«La naturaleza, como madre próvida, dispuso que las cosas mejores fueren abundantes y fáciles de conseguir, como el aire, el agua y la tierra, y las viles y de ningún provecho las escondió más que aquellas que ayudan poco.

Por todo esto, si tales tesoros se guardan en alguna torre a disposición del Príncipe y del Senado, la sagacidad de la malicia del vulgo podría venir en sospecha de que trataban de engañar al pueblo para usarlo en su propio provecho. Por ejemplo, al llegar ocasión de acuñar moneda para pagar a los mercenarios en caso de guerra, tienen por cierto que los poderosos pondrían dificultad en que se fundieran las vajillas y las joyas preciosas que tendrían para su propio deleite» (Moro, 1971, 36).

Bibliografía

Aristóteles, Política, ed. Manuela García V., GREDOS, Madrid, 1988, 490.

Moro, T., Utopía, Colección «Lee y discute». Serie Verde. Núm. 1, Zero, Madrid, 1971, 96, en:

https://www.um.es/tonosdigital/znum32/secciones/relecturas-1 utopia_tomas_moro_(escaneada).pdf [Visto: 27/11/2023]

Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.

03-03-24