No hay duda de que el país vive situaciones difíciles. Por tanto, es necesario alzar la voz para refutar arbitrariedades cometidas en nombre de posturas políticas que desdicen de enunciados que honran categorías democráticas. De hecho, con tan banales excusas, el régimen ha acentuado su insolencia a fin de asestarle un duro golpe a esas libertades que son terrenos de la democracia. Recientemente, ha impugnado a periodistas comprometidos con la verdad. Es el caso de Leonardo León Avendaño y Horacio Contreras, en Mérida, o de Nelson Bocaranda Sardi y Leocenis García, en Caracas, por nombrar algunos. Sus trabajos, ajustado a “principios de ética profesional y a la defensa de los derechos humanos, de la paz, de la libertad de expresión al servicio de la verdad y de la pluralidad de las informaciones”, es demostrativo de su condición de periodistas honestos.
Pisotear libertades asociadas a opiniones y expresiones que critiquen o cuestionen el autoritarismo empleado como forma política de hacer gobierno, es una forma abierta de predicar el fascismo a través de descarnadas ejecutorias. Así no sólo está afectándose el ámbito político alrededor del cual se apuntala el devenir democrático de la sociedad. También, está restringiéndose el concepto de que Venezuela se constituye en un “Estado democrático y social de Derecho y de Justicia”. Pareciera ser que la consigna del régimen es: ¡muerte al civismo!
No sería sorprendente que cualquier venezolano llegue a confesar que no tiene idea en dónde está ni para dónde va. Las que fueron sus referencias para ubicarse en el país, desaparecieron. O como alguien describe por la Internet, “es como volar en la niebla sin radio y sin instrumentos”. Aunque puede haberse nacido aquí, no luce raro oír a alguien diciendo: “ya no soy venezolano pues no me encuentro a mi mismo en este lugar hoy convertido en relleno sanitario y manicomio poblado por sujetos extraños, impredecibles, sin taxonomía”. Esa misma persona que alcanzó a recorrer casi todo el país, que lo sintió, lo incorporó a su ser y se hizo parte de él, llega a contrariarse cuando, extrañamente ni lo reconoce, ni lo encuentra. Se convierte en extranjero en su propio país.
Ni siquiera las generaciones de antepasados venezolanos, son capaces de ayudar a “sentirse en casa”. O como afirma quien también desde las redes escribió: “nos cambiaron la comida, los olores de nuestra tierra, los recuerdos, los sonidos, las costumbres sociales, los nombres de las cosas, los horarios, nuestras palabras, nuestras caras y expresiones, nuestros chistes, nuestra forma de vivir el amor, los negocios, la parranda, y hasta la amistad”. A decir de sus anotaciones, los venezolanos quedaron “sin identidad y sin pertenencia”. Debió ocurrir una forma muy ocurrente de expatriar al venezolano sin necesidad de expulsarlo del país. Pareciera que Venezuela está agonizando en algún exilio. O mejor dicho, en un incilio sin tiempo ni espacio.
El país desapareció de la memoria de las cosas universales. No existen unidades o instrumentos capaces de medir su anormal ausencia. “No hay un cadáver que sepultar, ni sombra, huella, o testamento que atestigüen una muerte. Todo se perdió en un críptico agujero negro”. Más que una muerte, esto ha sido una dislocación en el espacio/tiempo. Podría pronto alguien preguntarse: ¿Venezuela?. Tendrá entonces que responder. A decir por lo percibido, pareciera que “Venezuela nunca existió”.
¡QUÉ VERGÜENZA!
La condición de país admirable que en otrora expuso Venezuela, ha decaído. Tanto es así, que hoy está en el lodazal, en el foso. Para orgullo de un socialismo que distribuye miserias, es el tercer país de Latinoamérica donde sus ciudadanos perciben mayor corrupción pública. Así lo deja ver el Barómetro Global de la Corrupción, estudio éste realizado por Transparencia Internacional entre 107 países, donde fueron consultados 114 mil 300 ciudadanos. En el cuadro regional sobre Índice de Percepción de Corrupción, sólo Argentina y México se ubican por encima de Venezuela entre los países cuyos funcionarios tienen una pésima imagen. Aunque la peor parte recae sobre funcionario policiales. Pese al aislado esfuerzo procurado, pesa la escasa probidad y honestidad en el desempeño de sus funciones.
En una escala del 1 al 5, donde 5 es “extremadamente corrupta”, estos funcionarios de seguridad ciudadana alcanzaron un 4.4 de percepción. Seguido a ellos, está el resto de empleados públicos, con una calificación de 4,3. El sector representado por el Poder Judicial, alcanza 4.1 en la respectiva escala de corrupción. Sigue, la Asamblea Nacional. De la misma no escapan las FF.AA. Tan dantesco cuadro, evidencia la gravedad de la situación nacional la cual suma graves consecuencias a la salud social y económica del país. Ni hablar de moralidad, pues de todo ello se desprende que de ética pública este régimen no quiere saber nada.
A nivel de discurso, busca presumir de lo que tristemente carece el país. Es decir, de honestidad y decencia. Se hace mucha alharaca en medio de realidades bastantes complicadas. Gracias al desparpajo de estos gobernantes bolivarianos que lejos de combatir la corrupción, comenzando por atrapar los “peces gordos”, la emprenden contra funcionarios de bajo rango que sólo se “alimentan de vacas flacas” sólo para hacer creer que están librando una “dura batalla contra la corrupción” cuando es todo lo contrario. ¡Qué vergüenza!
“No es posible pensar una sociedad sin ciudadanos. Tampoco, imaginar un país sin universidades con la autonomía suficiente y necesaria para coadyuvar a la solución de los problemas nacionales”. AJM