Por: Rosalba Castillo…
La humanidad parece haberse extrañado ahora más que nunca. Este retiro involuntario nos hizo encontrarnos, lejos de todos, tras las ventanas. Con la esperanza de cuando podríamos volvernos a ver más allá de las neveras donde están las berenjenas en los supermercados. La nostalgia de momentos compartidos. La tristeza despertaba y dormía con nosotros. De pronto comenzamos a sentirnos con nuestros lados oscuros en medio de la soledad. Sin escuelas, sin oficinas, sin cafés, sin calles llena de extraños que en ocasiones sonríen o no, pero están para llenar esa necesidad de ver gente. Las pantallas acercaron nuestros corazones inclusive con aquellos que nos eran desconocidos. No estamos diseñados para vivir en solitario, aunque la tendencia parece indicar lo contrario. Nos necesitamos. No podemos cerrarnos a este mundo de contacto y encuentro. Dos años después, validarnos ha sido la gran lección de esta pandemia. Este tiempo en lejanía nos ha llevado a sembrar la empatía con nosotros, con el otro y darnos el justo valor.
En estas fechas algunos nos reencontramos, con desesperación salimos en la búsqueda de objetos para obsequiar y demostrar el afecto que sentimos por los otros, aupados por el consumismo al que nos empuja la sociedad. En ocasiones dejamos de lado el tiempo y las experiencias como el mejor presente para dar y recibir. Deseamos que las pequeñas cosas que nos brinda ese convivir con nosotros y los demás, nos haya hecho validarnos en la dimensión humana en nuestro andar, así como reflexionar en un afecto que vaya más allá de los objetos, de mensajes electrónicos que, aunque han sido fuente inagotable de comunicación en este tiempo de virtualidad, no sustituyen el amor que podemos manifestar a través de detalles especiales como un abrazo, un apretón de manos o simplemente compañía.
Se hace importante reconocernos en las emociones propias y en aquellas de los demás, permitirnos sentirlas, saborearlas y explorarlas, sin necesidad de reprimirlas o llamarlas como negativas sino identificar cada una de las mismas, además de las situaciones que las generan y finalmente crear herramientas para gestionarlas. Aceptar, sin juzgar ni tratar de cambiar al otro nos hace validarnos con todos los beneficios que ese proceso conlleva. Amar en libertad, sin toxicidad, será el mejor regalo a nuestra salud mental y a la de los demás, haciéndonos cargo de nosotros mismos y de nuestro sentir, pero también estando en disponibilidad para admitir el de aquellos que comparten nuestras vidas, muy a pesar de ser diferente al nuestro, ni siquiera que nos parezca ilógica su respuesta emocional.
La validación construye un puente de intimidad entre las personas de nuestro alrededor, reforzando la confianza y el amor, de la misma manera que ayuda a los demás a vivir su sentir. El soporte emocional que nos brindemos y le ofrezcamos a los demás, hará que normalicemos la diversidad. Somos diferentes por gran fortuna y esta práctica de poder validar a quienes están en nuestro entorno nos da esa autovalidación tan necesaria para descubrirnos como seres únicos e irrepetibles, capaces de construir una red afectiva que nos brinde estabilidad y nos haga sentir lo importante que somos para el otro, pero por sobre todo para nosotros mismos.
Practicar la validación hace que escuchemos más que oír, con todos los sentidos, y a cada momento, aceptando la experiencia emocional de la otra persona, ayudándonos a reconocernos en esas emociones que nos revuelven no solo el estómago sino el corazón, brindado nuestras más cálidas palabras hacia quienes están cerca y no tan cerca, reconociendo cada una de sus habilidades y fortalezas, ofreciendo respuestas y compañía empática, dejando de emitir valoraciones sin que nos sean requeridas, conscientes de la necesidad de permitir que los demás transiten tranquilos por sus propios procesos de autodescubrimiento. Queda claro que esta mirada anti-ansiedad nos resulte difícil de asumir pues siempre deseamos evitar el dolor ya que lo hemos etiquetado como una emoción negativa. Nos duele que nos duela, nos afecta que al otro le duela y quisiéramos que el dolor fuese evitable o fugaz. Restándole el valor que tiene como un proceso de crecimiento ineludible para nuestras vidas. Crecer duele.
Con gran inquietud observo como el querer hacerle fácil la vida a los nuestros, los hace frustrarse ante situaciones difíciles, llevándolos a una minusvalía emocional que no les permite descubrirse y amarse. Validarnos y validar nos conduce a la construcción de seres felices y sociedades plenas donde cada uno pueda desarrollar sus destrezas, superar sus dificultades, colocándolas al servicio del otro y siendo incapaces de querernos lastimar o hacerlo a los demás.
15 01 2022