En la pasión de Cristo tal como la transmiten los evangelios y en especial el de este Viernes Santo (Jn 18, 1–19, 42), de ninguna forma hallamos magia ni merengue; por supuesto, en ciertas oportunidades anhelamos sacar de ella hueras utilidades o posar en el ademán de usuales espectadores; el peligro de esto es la continua perplejidad, —año tras año pasamos estos días—, y, no obstante, en relación a la Pasión de Cristo no somos los seres más engañados sobre la tierra; pues no la miramos de reojo ni la tratamos con los vacíos de la sospecha, sino más bien cómo desde muy antiguo nos han preparado para conocerla y sobre todo vivenciarla; en efecto, Isaías afirma: «despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores, habituado al sufrimiento» (53, 3).

¿Por qué el Cristo, que tanto nos importa, no habrá de ser una ficción? Porque siempre que los buscamos para saber de sufrimientos, para ver en ellos el vigor de la esperanza, para sentir nuestra demasiada humanidad cuando lo rehusamos a la vez rehusando al prójimo, no es porque no hallemos nada, sino porque hallamos su Bondad que es suficiente para comprender por nosotros mismos el brío de esta otra frase de Isaías, «el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes» (v.6).

Esta acción es de exuberante generosidad, inagotable fuente de respuestas en un mundo donde la mayoría coloca la seguridad de su vida en hombres considerados superiores o por el poder o por el dinero, y sin embargo, ellos mismos están destinándose a ser dependientes tibios dominados por éstos; la verdad de la Bondad de Cristo está al alcance de todos y, desde luego, hemos de saberla con sensatez, pues no suena lo mismo en mi boca que en la de mi vecino; por eso enriquece la diversidad, la comunión eclesiástica, porque aun aquí corremos el riesgo de hacerla sonar raro como si fuéramos una especie aparte, insólita y también extraña; muchos quieren lo contrario de lo que nosotros queremos; el gusto por lo superfluo y la superficialidad, por una vida exenta de sufrimiento, cómoda y fácil; ahora contrario a esto Jesús no nos ofrece una proeza superior a lo humano, una locuacidad exclusiva sólo en palabras sino mejor aún en testimonios; pues, «“yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”» (Jn 18, 37).

29-03-24

Pbro. Horacio R. Carrero C.