3 de noviembre de 2024
La Palabra de Dios en el 31 Domingo del Tiempo Ordinario.
tema del domingo
El amor a Dios y al prójimo son las piedras angulares de la vida de fe, tanto en el Primer Testamento como en el Nuevo. El Evangelio de hoy lo recuerda, poniendo en labios de Jesús dos pasajes del Antiguo Testamento admirablemente compuestos: el primero -tomado del libro del Deuteronomio- habla del amor a Dios, el segundo -tomado del libro del Levítico- del amor al prójimo. La comunidad cristiana recibe así el primum del que todo depende y al que todo remite. «Ninguno de estos dos amores puede ser perfecto sin el otro», escribió Beda el Venerable, “pues no se puede amar verdaderamente a Dios sin el prójimo, ni al prójimo sin Dios”. De esto depende la justicia del hombre.
Primera lectura: Deut 6,2-6
La página del Deuteronomio -también citada en el evangelio de Marcos- expone la profesión de fe que el judaísmo define como Shema Israel. Es la profesión en el Dios único, fundamento de la vida de fe y de la ética: «El Señor es uno, y hay que amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas». En efecto, este mandamiento puntúa la jornada del creyente judío y resume toda la ley. La mención de corazón, alma y fuerza crea un efecto sin precedentes, porque el corazón es la sede de la vida espiritual (pensamiento, voluntad, sentimientos), el alma (psique) es la vida entendida como existencia concreta y visible, mientras que la fuerza es el poder de los impulsos interiores y las energías íntimas. Fuera de estos tres componentes no hay nada en el ser humano: expresan el compromiso total y último.
Pero, ¿qué significa amar a Dios según la palabra del Deuteronomio? Me parece que el libro del Deuteronomio resume las exigencias del amor en estas cuatro condiciones: escuchar, buscar, practicar los mandamientos, volver.
Amar a Dios significa ante todo escucharle. Escuchar en Israel va siempre unido a la decisión de situar la relación con el otro por encima de las preocupaciones, ruidos y distracciones que invaden nuestras vidas. Así lo afirma la propia raíz hebrea del verbo shama’/escuchar. Escuchar significa decidirse por el otro, complacerle con su carga y su trabajo. La verdadera escucha nunca es tibia, pues equivaldría a un desprecio. La verdadera escucha supone despojarse de lo que nos preocupa, dejar que la palabra del Otro se asiente y germine.
Amar a Dios significa, pues, buscarle. Hay que decir enseguida que en los pasajes bíblicos en los que aparece este verbo, el aspecto cognoscitivo es secundario: el verbo raramente se encuentra en el sentido de una indagación teórica. Se trata más bien de buscar a alguien para entrar en relación con él, hasta el punto de que buscar a Dios acaba constituyendo una verdadera definición de Israel, o mejor dicho, del auténtico Israel de Dios, en su identidad más genuina de creyente. En el libro de Isaías, se habla del pueblo como buscador de Dios. Porque, al fin y al cabo, los que se aman se buscan.
Amar a Dios significa, pues, practicar sus mandamientos, obedecer su Torá. Se han acumulado tantos escombros sobre la ley de Dios en la historia de la Iglesia que a menudo es imposible reconocer el auténtico sentido bíblico de la observancia de la Ley. Un midrash pone estas palabras en boca de Dios: ‘No os he dado la Torá para que sea una carga para vosotros y para que la llevéis, sino para que la Torá os lleve a vosotros’. Esta relación entre Ley y libertad, entre Ley y vida, debe tenerse absolutamente presente si se quiere llegar a una consideración adecuada de lo que significa obedecer los mandamientos del Señor. La Ley se da para que el hombre sea libre y feliz. Al darla, la principal preocupación de Dios no es establecer un restablecimiento del orden, ni mucho menos ejercer coacción. Practicar la Torá significa para el hombre entrar en una relación vivificante.
Y, por último, amar a Dios significa volver a Él. Él ama, en efecto, a quien -después de haber buscado otros ídolos- sabe encontrar el camino de vuelta. Porque el hombre no es capaz de estabilidad: es cambiante. La fidelidad pertenece a Dios y no al hombre. En tales casos, amar significa volver. En una hermosa página del profeta Oseas, el pueblo adúltero escucha la voz del que exhorta: «¡Venid, volvamos al Señor! Nos ha desgarrado, nos curará; nos ha golpeado, nos vendará» (Os 6,1). El retorno es el camino del hombre después de vagar sin rumbo por el laberinto de la vida.
El Evangelio: Mc 12,28b-34
Al mismo nivel que el amor a Dios, Jesús sitúa el amor al prójimo: toda la Ley y los Profetas dependen de estos dos preceptos. La yuxtaposición de los dos mandamientos no era extraña al pensamiento rabínico, pues a un pagano que le pidió exponer toda la Torá, el rabino Hillel le respondió: «No hagas a tu prójimo lo que te es odioso. Esta es toda la Torá». Y sin embargo, la respuesta de Jesús adquiere otra dimensión a la luz de su muerte y resurrección, porque en su vida y en su muerte, «como tú mismo» no corresponde a una lógica simétrica, sino asimétrica. Sería un malentendido considerar el «como tú mismo» como un amor narcisista que tiene en el yo el punto fuerte y el criterio de evaluación. El «yo», desde un punto de vista cristiano, sólo tiene sentido en el «estar delante».
El «como tú mismo» abre un camino fuera de uno mismo, exactamente lo que ocurrió con Jesús que, en su muerte, hizo del amor al Otro/otra el criterio supremo y de la lógica «asimétrica» el eje de la vida cristiana. La cruz es el momento revelador de la lógica de Dios, porque la muerte de Jesús redefine la imagen de Dios y la imagen del hombre. No sólo porque pone a Dios del lado de las víctimas y no de los verdugos -según la advertencia del Talmud: «Estad entre los perseguidos y no entre los perseguidores: siempre y en todas partes Dios está con los perseguidos…»– sino también porque marca el fin de una determinada comprensión de Dios y el comienzo de una nueva era, en la que el prójimo -justo o pecador, noble o vulgar, digno o indigno…- se convierte en objeto de un amor gratuito e indestructible.
El amor en vista de un fin -aunque sea noble- o el amor motivado por un vínculo de sangre son amores simétricos, que no expresan en absoluto el «como a ti mismo» de Jesús. En la cruz, Jesús nos dice que Dios ama al ser humano en su realidad: no a un hombre ideal, no a un mundo ideal, sino a esa mezcla de grandeza y miseria, de heroísmo y pusilanimidad… La cruz, con su valencia asimétrica, es la palabra última que ofrece la clave para entender el «como a ti mismo».
Pbro. Dr. Ramón Paredes Rz
pbroparedes3@gmail.com
03-11-2024