Las añejas crónicas de los misioneros agustinos dan cuenta de este pueblo, descaminado en la noche de los tiempos. Durante la conquista, Aricagua fue territorio habitado por nativos que en sus parcialidades recibían los nombres de Aricaguas, Giros, Mucutuyes, Canaguaes, Mucuchachíes, Quiroraes y Caparos. Para la época precolombina fue médula de importancia económica con ascendencia en los llanos bajos de Barinas y la cordillera. Las minas de sal y de oro atraían a los mercaderes que se percataron de las ventajas obtenidas por los aborígenes de la serranía.
Ese punto de confluencia económica fue referente de Barinas y Gibraltar y en lo religioso alcanzó categoría de Prefectura Apostólica, trasfiriendo la palabra de los Padres agustinos en la comarca. En marzo de 1559 Pedro Bravo de Molina recibió órdenes del Capitán Maldonado para explorar el Valle de los Aricaguas. En vista de la bondad de sus tierras, Juan de Maldonado decide rastrearlo personalmente y envía a Alonso Puelles de Esperanza “más al sur, en busca de mejores tierras”.
El guerrero, llegado de su expedición en el páramo se adelantó en la exploración hasta descubrir un lugar que luego se llamó “El Pueblo de Los Valientes”, porque sus habitantes, antes que permitir la dominación tomaron decisión de eliminarse ellos mismos, sin hacer distinción entre mujeres, hombres y niños. La inusual escaramuza, presenciada por Puelles de Esperanza, llegó a oídos de Maldonado y los blancos retornaron a Mérida, finalizando así su cruzada guerrera en Aricagua.
La Doctrina de Nuestra Señora de La Paz de Aricagua fue instituida el 4 de septiembre de 1597 por el fraile Diego de Navarro, joven erudito de lenguas aborígenes. Tres años más tarde, la iglesia primitiva estuvo terminada en el lugar conocido como El Manteco. Refiere la crónica que “sobre el Altar Mayor del nuevo templo se debió destacar la imagen del Crucificado” que confirmaría la milenaria devoción desde inicios de la Doctrina, al Santo Cristo que por años ha perdurado en Aricagua.
Para el año 1600, indígenas que venían de los llanos centrales en oleadas, se alzaron en armas avivando reyertas contra los nativos. En su superioridad posiblemente dieron muerte al padre Navarro, primer misionero mártir en tierras sureñas. La Misión cesó en su trabajo ante la beligerancia de los nativos en “el período rojo”, que duró más de 30 años. En 1633 el padre Antonio Hernández Matajudíos se encargó de la Doctrina, sitiada por el terror de los invasores que atemorizaron a los nativos.
En este período largo y dolorido, alguna mano compasiva protegió al Cristo del retablo primitivo que el misionero Navarro legó a la Misión. Lo cierto es que en 1742 cuando los frecuentes temblores en la zona obligaron al predicador José de Otalora a mudar el pueblo de El Manteco, ocurrió un episodio singular. El misionero, en compañía de varios nativos, halló un lugar vistoso y seguro en una altiplanicie hoy llamada La Camacha, que ofrecía mayor garantía para todos.
A mitad de travesía, entre Pueblo Viejo y La Camacha, debieron cobijarse al lado de la humilde choza que hacía de morada a una pareja indígena. Los romeros entraron la imagen del Cristo Crucificado, legado del Padre Navarro, y un retablo de Nuestra Señora de La Paz. Al amanecer del día siguiente, las mujeres levantaron el retablo mariano pero los hombres no pudieron hacerlo con el Santo Cristo Crucificado. Los cánticos proseguían y la imagen sagrada no se movía.
Los nativos, pasmados ante el portento, atendieron el llamado del celebrante para dejarlo en el lugar. Allí mismo, en el sitio preciso donde antes estuvo la choza del milagro, hoy día está construido el Santuario del Santo Cristo de Aricagua. Una iglesia de pajas y tierra pisada fue el templo primigenio para el nuevo pueblo que se levantó a su alrededor. Era la segunda iglesia construida en honor del que más tarde sería su Santo Patrono y Benefactor.
En 1753 el Provincial de los Agustinos Fray Antonio Cruz visitó Aricagua. Quedó maravillado de la fidelidad cristiana hallada entre los nativos que seguían la devoción al Cristo Crucificado, regalado por el misionero Diego de Navarro, imagen que debió haberse extraviado en el período de apremio que dejaron las eventualidades de la naturaleza. El Provincial prometió entonces a Aricagua una imagen que renovara la devoción inculcada por el agustino fundador.
En 1757 llegó la actual imagen del Santo Cristo de Aricagua, en un largo viaje desde Bogotá o Pamplona, en caja de madera y a hombro de forzudos lugareños. El divino icono de fe está depositado allí, en el lugar donde antes estuvo la choza milagrosa. Miles de milagros cuenta la devoción aricaguense que se refugia en el Santo Patrono en su fiesta anual, cada 6 de agosto, para ofrecer la confirmación de su apego antiquísimo.
La hermosa talla de madera, de casi 2 metros de altura, preside la vida espiritual de Aricagua. Al Santo Cristo sus hijos encomiendan, en preces milenarias, la propagación de su fe. A través de las generaciones ha visto gestarse la expresión de una esperanza en cada nuevo signo solidario. Sacerdotes y religiosas, desde el padre Juan de Dios Andrade y Sor María Rivas, iniciadores del camino vocacional, son signo de anhelo por un tiempo cada vez más victorioso para el pueblo.
En su suelo ha germinado vigorosa la semilla del Evangelio en 12 sacerdotes, 2 Diáconos Permanentes, 2 religiosas Dominicas y 2 Salesianas. Cada 6 de agosto, sus hijos se reúnen para manifestar el arraigo de la devoción milenaria al Santo Cristo, invocando la Elegía que en 1977 escribiera José Eustorgio Rivas: Bendice mi alma, por Ti vencida/ recibe mi canto, pobre tonada./ A Ti consagro mi patria amada,/ te la consagro con fe sentida, / Cuídala, oh Santo Cristo de Aricagua!”
Por: Ramón Sosa Pérez