(Hechos 2, 6)
El día de Pentecostés, además de los apóstoles reunidos en el cenáculo junto a María, la madre de Jesús, se alojaban en Jerusalén una diversidad de nacionalidades: medos, partos, elamitas, de Mesopotamia, Judea, Capadocia, del Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, de la zona de Libia que limita con Cirene; visitantes venidos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes.
Ahora, ¿cuál es el sentido de resaltar esta serie de idiosincrasias?
Al respecto, el salmista nos aclara, la tierra está llena de tus creaturas (Salmo 103).
Y, por ende, al expresar Lucas, cada uno los oía hablar en su propio idioma, simultáneamente nos permite este esclarecimiento: el lenguaje divino del Padre y del Hijo, no está abismáticamente separado de los hombres y mujeres, porque con él impera en ellos sin atrofiarlos, el gran ruido, el soplo de viento fuerte, las lenguas de fuego, es decir, la gratuidad real y efectiva del Espíritu Santo.
Frente a esta gratuidad real y efectiva, viento fuerte que a nadie lástima, más bien lo hiere de sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, temor de Dios, corresponde ser muy sobrios y tratar de decir de ella racionalmente lo menos posible. Si sólo atendemos de modo racional la acción del Espíritu, prácticamente nos conduciría a no entender casi nada, y ante esto conviene volver a este otro sencillo ruego, ojalá que le agraden mis palabras (Salmo 103).
El día de pentecostés todas esas estirpes reunidas en Jerusalén se agradaban, (el texto subraya quedaron desconcertados), cuando escuchaban hablar el invariable lenguaje del Espíritu, porque en ellas como en nosotros esa invariable identidad divina, por convergencia nos vivifica y alegra en un misterio que no sólo mueve a conceptualizar el soplo de lo sagrado, sino a identificarlo en su inigualable impronta dejada en el corazón mismo de los adoradores del Padre en espíritu y verdad.
Esta inigualable impronta procede de aquel que la produce, ya que en sí mismo y por sí mismo da de sí la plenitud que constituye su única realidad; lo constitutivo a esta realidad genuina y amorosamente indivisible lo define de esta manera Pablo en la segunda lectura (1Cor 12, 3-7. 12-13):
Hay diferentes dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diferentes servicios, pero el Señor es el mismo. Hay diferentes actividades, pero Dios, que hace todo en todos, es el mismo.
Este versículo paulino, Dios, que hace todo en todos, es el mismo, nos recalca la unidad de la vida de Dios no al modo de una unidad matemática, sino una unidad y simplicidad insondables de una actividad real y efectiva. Sustento de nuestra fe.
Jesús por sí conserva esta integridad, porque al “presentarse en medio de los discípulos” no podemos ni debemos agregarle ninguna propiedad distinta, ni siquiera nominalmente, a la mismísima integridad de vida de Dios comunicada al proferir este alentador saludo: la paz esté con ustedes.
Cuando apuntamos “proferir este alentador saludo”, es porque Cristo con toda su fidelidad suprema, con su inmutable corazón manso y humilde, demostró a los congregados en la casa a puertas cerradas por miedo a los judíos, —quizá temían padecer lo sucedido a su Maestro—, que no venía a perjudicarlos, al contrario, les corrobora su amistad mostrándoles las manos y el costado, tal cual leemos en el evangelio (Jn 20, 19-23). En efecto, al verlo, recalca el hagiógrafo, los discípulos se llenaron de alegría.
Esta plenitud de alegría es también para nosotros la ratificación del amor a la verdad de Dios, de la Sagrada Escritura, obrado por el Espíritu Santo. Esta verdad que Él nos ratifica es esencialmente no ajena al Padre y al Hijo. Dios Padre nos da el Espíritu, y él es amor porque es Espíritu Santo.
Mostramos generosidad a Dios y al prójimo cuando no titubeamos al momento de reconocer el pecado para conseguir el perdón. Dios es estrictamente misericordioso, y busca encontrar en nosotros, seres humanos, esta genuina respectividad: ser humildes penitentes sedientos de su misericordia, mas, también misericordiosos.
En fin, evitemos comprender desde el temor y la amenaza la instrucción sagrada de Juan, a quien X. Zubiri llama “el gran teólogo y revelador del amor”:
Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar.
Referencia:
Zubiri, X. (1999 2 ed.). El problema teologal del hombre: cristianismo. Alianza Editorial.
Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.
horaraf1976@gmail.com
0-06-2025