PALABRAS DEL CARDENAL BALTAZAR PORRAS CARDOZO, EN RESPUESTA AL CONFERIMIENTO DEL DOCTORADO HONORIS CAUSA EN FILOSOFÍA DE PARTE DE LA UNIVERSIDAD DE LOS ANDES
Dice Lope de Vega: “No da el saber el grado/ sino el ingenio natural del arte y estudio acompañado,/ que el hábito y los cursos no son parte,/ ni aquella ilustre rama, faltando lo esencial, para dar fama./ ¡Dichoso pues mil veces/ el solo que en su campo, descuidado de vanas altiveces,/ cuanto rompiendo va con el arado /baña con la corriente del agua que destila de su frente”.
“Cuán bienaventurado” me siento como el poeta y dramaturgo al recibir esta inmerecida presea de nuestra máxima Casa de Estudios, pues más de la mitad de mi vida ha transcurrido entre la docta Salamanca y la Mérida universitaria, posibilitando desarrollar una polifacética actividad, marcada por la apertura y la pluralidad, el diálogo y la confrontación de pensamiento, dándome así la oportunidad de ejercer el singular ministerio que se me ha confiado en un humus abierto al respeto y enriquecimiento mutuos, con todas las facetas propias de un mundo en transformación. De allí mi comparecencia cordial y agradecida al equipo rectoral presidido por el Dr. Mario Bonucci Rossini, a la Facultad de Humanidades y Educación en la persona de su Decana Dra. Mery López de Cordero y al Consejo Universitario, por este acto que recibo como un reconocimiento a la sede episcopal emeritense y a la propia universidad, pues son muchos los lazos que a lo largo de más de dos siglos le dan lustre y prestancia a la región andina.
No creo sea una infidencia, pero al llegar a Mérida, Mons. Miguel Antonio Salas me confió que en su solicitud de un obispo auxiliar al Papa Juan Pablo II, ponía como primera razón, el que pudiera entablarse una relación más directa con la Universidad, pues era una de sus preocupaciones más sentidas. De hecho, a los pocos días fui recibido por el Consejo Universitario en pleno, en ameno y cordial encuentro, gracias a la invitación del Rector, Dr. José Mendoza Angulo y de su equipo de gobierno universitario. De entonces ahora han transcurrido siete lustros en los que ha sido muy fructífero el intercambio, autónomo y respetuoso, que ha cristalizado en convenios y ejecutorias beneficiosas para todos. Me precio gozar de la amistad sincera de buen número de miembros de la comunidad universitaria ulandina con el consiguiente enriquecimiento personal en medio del complejo universo de la sociedad contemporánea.
Quien les habla no es un especialista en filosofía, ni puede pretender serlo. Sin embargo, no es una disciplina que nos es ajena pues es parte integrante de la formación eclesiástica. Comenzamos la preparación al sacerdocio cursando un trienio filosófico, difícil de entender en un primer momento, pero sin el cual se hace imposible escudriñar el mundo en que se vive, con lo que resultaría desdibujada la propia identidad de lo religioso, como aporte significativo y original del pensamiento cristiano en el mundo plural actual.
Las puertas de la Pontificia salmantina se me abrieron al presentar el examen de admisión a la facultad de teología, disertando sobre las diferencias entre la metafísica tomista y la suareciana, ante un exigente profesor dominico quien descubrió al instante que mis estudios previos habían sido siguiendo a autores jesuitas y no dominicos. Su primera expresión fue: “se te nota”. Entendí entonces que me esperaban exigentes retos en los que había de pasearme, por el crisol de las diversas escuelas, asunto que resultó más apasionante aún por las exigencias surgidas con la renovación conciliar en ciernes, lo que me permitió contrastar visiones, posturas, escuelas y buscar una síntesis renovadora del pensamiento cristiano de la segunda mitad del siglo XX, asunto que asumimos con pasión los jóvenes estudiantes de entonces.
Vengo, por tanto, más que como filósofo, como pastor, testigo y responsable de una comunidad creyente, en relación fraterna y diálogo sincero con todo tipo de pensamiento, en la búsqueda de una comprensión que nos ayude a todos a ser mejores, desde la especificidad de una creencia en el ser humano y su dignidad, como verdad, lo que nos mete de lleno en el ámbito filosófico de búsqueda, sentido, testimonio y compromiso con la verdad integral, sin reduccionismos.
La escuela salmantina del siglo XVI, con Fray Francisco de Vitoria a la cabeza, ha tenido un sello peculiar por asumir como propias la realidad del nuevo mundo y por los derechos humanos de aquellos nuevos especímenes, los indígenas, de quienes se dudaba incluso de su racionalidad e identidad con los seres del viejo mundo. Este acento ha sido una constante en el pensamiento renacentista hispano, de la vetusta Salamanca y de la Alcalá del Cardenal Cisneros, con una mirada particular desde lo jurídico, teológico y social por el excluido y pobre, marcando así una ebullición filosófica en la Península y poco conocida hasta nuestros días como nos lo describe la obra “Filosofía iberoamericana en la época del encuentro” (Editorial Trotta, 1992).
Cinco siglos después, esa preocupación sigue vigente, dándonos a quienes hemos tenido la dicha de ser discípulos de los grandes maestros de antaño y hogaño de la pontificia salmantina, ese gusanito inquisidor de las causas y efectos de la conducta humana. Así lo expresamos hace un año, cuando en compañía del Cardenal Carlos Osoro, Arzobispo de Madrid, fuimos hasta nuestra alma mater a agradecer lo que de ella habíamos recibido.
Los esfuerzos por elaborar una filosofía latinoamericana es antigua (Salazar Bondy, Zea), con pretensiones de pronunciar una palabra universal, lo que ha dado lugar a una conciencia y elaboraciones de un “logos universal”, pero desde y para América Latina, surgiendo una filosofía inculturada, que ha tenido desde el movimiento teológico de la liberación y de la llamada teología del pueblo, un claro exponente, entre otros, en el jesuita argentino Juan Carlos Scannone, contemporáneo y profesor de Jorge Mario Bergoglio, y ahora asesor y difusor del pensamiento social, con sus raíces filosóficas y teológicas, del Papa Francisco. Una filosofía inculturada, es decir, metida en el alma de nuestro subcontinente, en diálogo con lo racional y razonable, con el acento en la cultura del pobre latinoamericano.
Lo anterior puede parecer algo inútil, desfasado, conservador y ajeno a las necesidades reales de los tiempos modernos, que valoran más lo práctico, lo científico, lo tecnológico, menospreciando o ignorando las causas profundas del actuar humano. Asistimos a unos tiempos en los que se infravaloran los estudios humanísticos y sobre todo algunas disciplinas que parecen superfluas o superadas. Una de ellas es la filosofía. Pero todas las cosas, aun las que consideramos más productivas, requieren un porqué. Ganar dinero, pero para qué. Construir viviendas, para qué. Producir medicamentos, para qué. Dominar y tener el poder, para qué. Si el ser humano no tiene “un sentido”, un porqué de lo que hace puede convertirse en un monstruo que destruye a los demás y acaba autodestruyéndose. Los ejemplos abundan en nuestro mundo contemporáneo.
La filosofía es un saber “peligroso” porque es una escuela de libertad. Enseñar a pensar para que las motivaciones más hondas del ser humano se conviertan en armas para la solidaridad y la fraternidad, no para el odio, la violencia, la manipulación y la muerte, es un ejercicio necesario para ser protagonistas, ciudadanos cabales y no simples borregos de unos iluminados que pretenden conducirnos a donde ellos quieren. Asistimos a un fenómeno mundial, en el que la corrupción es un cáncer deseado y admitido, que se convierte en el paraíso buscado de unos pocos, a costillas del bien de todos, sustrayendo a la mayoría de unos bienes a los que tienen pleno derecho. Se pierde así el sentido de lo colectivo como bien común y se potencian nuevas formas de esclavitud social, política, económica y hasta religiosa.
El hombre cuando piensa, piensa lo que “es” y lo que “puede ser”. Desde allí puede construir el orden social y el progreso científico de la sociedad a la que pertenece. Eso fue lo que le dio a Grecia, el título de ser la madre de la cultura occidental. Aquellos helenos que indagaron el ser, no fueron exclusivamente especulativos, abrieron las puertas a multitud de ciencias prácticas y a otras “técnicas”, que influyeron en la organización social, política y ética de su entorno y de su época. No gozaron siempre de la aceptación general. Recordemos el episodio de Tales de Mileto, burlado hasta por la gente sencilla, pues por indagar el cielo cayó en un profundo pozo siendo el hazmerreír de la gente. Lo que no vemos, aun hoy día, es que la mayoría de los humanos están sumidos en el pozo de su propia ignorancia por no indagar sobre lo trascendente, lo inefable, lo mistérico. La aparente inutilidad práctica de la filosofía, esconde en su seno el enseñarnos a ordenar el pensamiento, – “sapientis est ordinare” – a buscar el bien y a descubrir lo que es realmente la libertad y la justicia, no sólo como acción, sino también como contemplación, belleza.
Hoy, se intenta, por inútil, suprimir de la enseñanza media y universitaria en no pocos países, cualquier contenido filosófico. La razón es muy sencilla, no conviene a ninguno de los controladores sociales, que son muchos y hermanados con los tentáculos de la manipulación y las nuevas tecnologías, que la duda metódica, el pienso luego existo, la permanente pregunta que nos debemos hacer: qué, por qué, para qué, cómo, cuándo, dónde y con qué, sea la que marque el rumbo de la vida. Los intereses políticos, económicos, religiosos se pueden convertir en medios de dominación y no de liberación. ¡Cuántos regímenes políticos tienen sumida a la humanidad en la pobreza y la esclavitud! La propaganda crea necesidades innecesarias para llenar los bolsillos de quienes trafican con la estulticia humana. Movimientos religiosos, como los radicalismos islámicos, tienen en vilo la vida de millones de seres inocentes. Estos cultores del antihumanismo con un discurso aparentemente popular, son los primeros responsables de muchas de las crisis que vive hoy la humanidad. Prefieren convertir a las personas en fanáticos que no piensen, que obren por la emotividad, la irracionalidad y la satisfacción del placer inmediato. Por el contrario, la filosofía nos conduce a ser sujetos, identidades “ipse” y no sólo “idem”, como afirma Paul Ricoeur, conscientes de sí, ciudadanos activos, no meros soldados, esclavos, robots, cumplidores de órdenes que vienen a aplastar las ansias de libertad y justicia que bullen de alguna manera en el interior de la mente y el corazón de los humanos.
La filosofía es en esencia, moralidad, búsqueda honesta y desinteresada de la verdad. Es formadora de hombres, educa para liberarnos del peso de muchas cosas inútiles. De la mano de Scannone como ejemplo de notable esfuerzo por asentar metodológicamente la especificidad filosófica de América Latina, cabe hablar de un “nuevo pensamiento” (Rosenzweig) como filosofía de la acción (Ladrière) y pasión históricas, con amplio legado fenomenológico (Husserl, Heidegger, Marion), hermenéutico (Ricoeur) y reflexivo (Blondel, Lonergan), así como la incorporación del discernimiento histórico (Fessard, Brito).
Existe una relación compleja entre cultura y filosofía. Son dos polos inseparables, ya que la filosofía es un producto cultural, inscrito en la dinámica propia de la cultura humana, pero, a su vez, “arjé” (fuente, principio, origen) y “télos” (fin, objetivo) de la misma. Es propio de la filosofía en general, un discurso argumentativo, con pretensiones de verdad, en el que el ejercicio crítico y reflexivo de la racionalidad constituye un ámbito de saber característico. Por eso, la Mérida universitaria se ha distinguido a lo largo de siglos por la excelencia en diversos campos; de allí su figuración nacional e internacional en diversas disciplinas; también, su carácter inquieto y crítico ante toda realidad social, le ha dado antes y ahora, esa insatisfacción permanente que se expresa en el pensamiento y en la acción, que la hace ser punto de referencia obligada para todo investigador o gobernante.
El cambio epocal que vivimos y caracteriza nuestro tiempo, cuestiona profundamente el pensamiento y la acción en todos los órdenes, obligándonos a buscar nuevos paradigmas que den sentido a esas nuevas realidades. La crisis es compañera inseparable de la postmodernidad y no nos acostumbramos a ello, pues el ser humano pretende vivir de seguridades o de inmediatismos que no supongan demasiado esfuerzo personal. De allí las filosofías del absurdo, tan en boga, pues nada tendría sentido, sino el presente sin memoria ni horizonte, tradición y utopía. Se adueñan de las voluntades, los que tienen ansias de poder y dominación, olvidando el sentido humanitario, de bienestar real, físico y espiritual, de las personas y comunidades.
En toda la historia de la humanidad nunca se habían reconocido tantos derechos como ahora, pero tampoco nunca se habían violado tan flagrantemente, como lo han demostrado las guerras, las torturas, los exterminios y el desprecio a muchos grupos humanos por razón de la raza, del pensamiento político o religioso, de la pobreza o de su nivel social tanto en el siglo que acaba de fenecer como en lo que va de este tercer milenio. Sigue siendo importante la pregunta sobre lo que es y puede ser el futuro del hombre. De allí el replanteamiento de las diversas tradiciones filosóficas predominantes, al menos en América Latina: la positivista-analítica; la marxista y la de la liberación, concretado en legitimación epistemológica con la ciencia-técnica como característica central del universo teórico y práctico; la intencionalidad política como ámbito de humanización de la realidad, tarea primordial del quehacer filosófico integral; y la “liberación de los pobres” como especificidad de la interpelación ética masiva de la “passio” histórica y apuesta de novedad y creatividad culturales.
La realidad humana es dinámica, como todo en este mundo y tiene un carácter procesual-dialéctico, (o mejor “ana-dia-léctica” según Dussel y Scannone). “La dinámica humana tiene su raíz última en la contradicción existencial del hombre, y su motor, en lo que son las condiciones específicas de su existencia. El conflicto originario exige una respuesta por parte del hombre en lo que a la configuración concreta de su existencia se refiere. Cada, uno, en su vida, va articulando esas respuestas, en una dirección u otra. En términos colectivos, las culturas humanas también son diferentes modos globales de respuesta ante la problemática existencial o, más bien, marcos globales de respuesta, pues es desde el seno de ellos desde donde los hombres concretos articulan la suya” (José Antonio Pérez Tapias. Filosofía y crítica de la cultura. Ediciones Trotta, 1995, p. 225-226).
El Papa Francisco nos ofrece en su Exhortación Evangelii Gaudium, un breve recuento del contexto en el cual nos toca vivir y actuar. Si bien él mismo nos dice que no se trata de un análisis sociológico, entre los desafíos del mundo actual, no hay que dejar de lado que junto a los enormes saltos cualitativos y cuantitativos, acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo científico, “no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas” (n. 52). Son ellos: una economía de exclusión, la nueva idolatría del dinero, no a un dinero que gobierna en lugar de servir, no a la inequidad que genera violencia; y entre los desafíos culturales los ataques a la libertad religiosa, el lugar predominante de lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio (ver todo el capítulo II). Es lo que J. Habermas afirma: quien tiraniza al sistema social moderno no es la cultura, sino los sistemas tecno-económico y burocrático (véase, José María Mardones. Postmodernidad y neoconservadurismo. Editorial Verbo Divino, 1991, p.20). Lo anterior explica, por ejemplo, que la posición del episcopado venezolano ante la situación actual, sea la consecuencia lógica de un sentido de la vida, personal y comunitaria, que responde a una concepción filosófica y teológica, más que a una postura política de aceptación o rechazo del statu quo.
Quizás por mi condición de hombre religioso, quiero cerrar estas disquisiciones con dos ejemplos en los cuales la filosofía, no solo la cristianamente motivada, inspirada o incluso articulada, sino cualquier otra, tiene un papel importante que jugar en la realidad actual venezolana. Hemos experimentado en estas últimas décadas una fuerte tendencia a no admitir al otro si no piensa y actúa como yo. La violencia ha penetrado el ámbito de las relaciones interpersonales y sociales. Nos hemos vuelto, mejor nos han vuelto, intolerantes. Sin una actitud de búsqueda en común de la verdad, de positiva colaboración con el otro, para fundar sobre ella una auténtica vida comunitaria, estamos entrampados en el conflicto sin posibilidad de solución. Lo estamos viviendo, mejor, padeciendo, por la desconfianza ante todo diálogo y entendimiento. El polo opuesto a la tolerancia es la manipulación, con la voluntad a ultranza de vencer sin convencer, de reducir a los demás a medios para sus fines, sometiéndolos a una devaluación envilecedora. “El manipulador es un ilusionista de conceptos que tergiversa el sentido de los vocablos para alterar a su antojo la escala de valores y conseguir que multitud de personas pierdan capacidad creativa y sean fácilmente dominables” (Alfonso López Quintás. La tolerancia y la manipulación. Ediciones Rialp, Madrid 2001, p. 15).
Es tarea de la filosofía política y de todo dirigente social conocer de cerca la capacidad constructiva de la tolerancia y el poder destructivo de la manipulación. Hay una labor educativa enorme por delante. Las relaciones humanas deben inspirarse en el amor a la verdad, pues es la que nos da salud espiritual, energía y sentido. La manipulación, por su parte, se apoya en la mentira, y ésta nos enferma, porque hace imposible el encuentro auténtico, que es el motor de nuestro desarrollo como personas. Esta tarea no la podemos dejar de lado, pues su ausencia nos conduce por el desfiladero de la irracionalidad, la violencia y la anarquía.
Filosofía, ética y religión tienen que ver con la cultura de la vida y de la muerte. Somos testigos a diario de sofisticadas formas de tortura que degradan a quien las ejecuta y destruyen a quien las padece. Las muertes violentas aumentan día a día con pasmosa celeridad dejando a la sociedad a merced del más fuerte y cohibiendo las posibilidades de creatividad, serenidad y paz, necesarias para el desarrollo integral de las personas. Las enfermedades crónicas se ocultan tanto al público como a quien las sufre. La cultura dominante vive una grave crisis sobre el sentido que hay que dar a la muerte, tanto en la existencia individual como en la colectiva. Padecemos una patología social que hunde sus raíces ocultas en una falta de reconocimiento de la muerte en la ámbito de la vida humana.
La muerte se está convirtiendo, día a día, en un acontecimiento solitario y privatizado; más aún, el hombre viene desposeído de su propia muerte. Esto tiene consecuencias en la vida social y política, pues con ocultarla, negarla o minimizarla, se pretende pase desapercibida para la inmensa mayoría. No es conveniente exhibir las penas, sino cuando se le puede sacar partido, convirtiendo en héroes y generando odios que sólo conducen a una mayor violencia. “La sociedad moderna, que está privando al hombre de su propia muerte, está prohibiendo a los vivos aparecer conmovidos por la muerte de otros. No se llora más que en privado, como no se desnuda uno más que en privado” (Javier Basurko. La cultura dominante ante el problema de la muerte. En, Iglesia Viva. N. 62(1976), p. 105). En nuestra sociedad asistimos a la muerte convertida en festín, en teatro donde la música y el licor campean. Y, además, en la manera como los organismos públicos manipulan y sortean esta lacerante realidad social. Hay que encontrarle sentido para superar una aceptación trivial de este fenómeno que nos acosa. Nos lo recuerdan los versos del poeta León Felipe: “Para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve, cualquiera…, menos un sepulturero”.
Un tercer campo en el que la filosofía de la creación nos interpela es el del cuidado de la “casa común”. La depredación que estamos sufriendo, por ejemplo, en el arco minero amazónico y la falta de una concepción más realista y humanista de la condición de país productor de energías fósiles contaminantes nos pone ante un enorme dilema: la degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la “anti-cultura” que modela la convivencia humana. “El ambiente natural está lleno de heridas producidas por nuestro comportamiento irresponsable. También el ambiente social tiene sus heridas. Pero todas ellas se deben en el fondo al mismo mal, es decir, a la idea de que no existen verdades indiscutibles que guíen nuestras vidas, por lo cual la libertad humana no tiene límites”(Laudato Si, n. 6).
El Papa Francisco añade que “las reflexiones teológicas o filosóficas sobre la situación de la humanidad y del mundo pueden sonar a mensaje repetido y abstracto si no se presentan nuevamente a partir de una confrontación con el contexto actual, en lo que tiene de inédito para la historia de la humanidad” (Laudato Si, n. 17). Esta carta Encíclica del Papa ha sido acogida con beneplácito por algunos sectores, pero no han faltado fuertes detractores de la misma, aduciendo incompetencia en un campo tan específico como el de la ecología; y, otros han tildado el concepto de ecología integral o la exigencia de un mínimo de austeridad y moderación en el uso de los bienes de la tierra, como ataques al progreso o simples consejos para pusilánimes.
La degradación de la calidad de vida de los venezolanos, evidente en muchos rubros de la existencia cotidiana, es un reto ineludible para quienes tenemos alguna responsabilidad social. «Para que pueda hablarse de un auténtico desarrollo, habrá que asegurar que se produzca una mejora integral en la calidad de vida humana, y esto implica analizar el espacio donde transcurre la existencia de las personas” (Laudato Si, n. 147). No podemos ser ajenos a esta exigencia de desarrollo humano integral.
Concluyo volviendo a los inicios de esta disertación. La aparente inutilidad de la filosofía queda superada, así lo espero, si le damos su verdadero puesto: “filos”, es amor, búsqueda; “sofía”, sabiduría, verdad. Es la machacona inquisición del ser racional por el sentido de su existencia. La filosofía es, en cierto modo, una ciencia irreverente, puesto que cuestiona todo para buscar lo que tiene de verdad. No olvidemos que ella “hizo posible la organización y sistematización del pensamiento científico, le proporcionó métodos, procedimientos y teorías, auxilió a las ciencias a integrar todos sus logros” (Localizable en internet. Rafael Resendiz Ramírez. ¿Es la filosofía una ciencia inútil?, p. 1-6).
Vale la pena convertirnos en cultores de la filosofía y ver en sus especialistas a forjadores de una verdad nunca acabada, que en la confrontación de las diversas tendencias, nos abren camino a la libertad y la justicia. Además, como ya apuntaban los medievales, uno de los trascendentales de la filosofía es la belleza, que no es otra cosa sino la armonía de la vida, que produce en nosotros alegría, admiración, contemplación y necesidad de compartirla con los demás. Mérida nos ofrece, por su entorno físico y humano, la oportunidad de crear un mundo mejor. La universidad que lleva por dentro una ciudad es una invitación perenne a volver a ella, no con la nostalgia de Don Mariano Picón Salas, sino con la convicción de que abrevar en sus caños nos hace creativos y solidarios con ese mundo mejor.
Reitero mi agradecimiento a todo el claustro de la Universidad de los Andes, a todos ustedes queridos amigos, que amablemente me acompañan en esta mañana. Perdono a mis buenos y entrañables amigos, los exrectores José Mendoza Angulo y Genry Vargas Contreras, por sus palabras. Las acepto no como un llamado a la vanidad sino como un reclamo a ponerlo todo al servicio del prójimo. Recibo como un don divino el vivir en medio de estas montañas, a la sombra acogedora del canto de los pájaros, del silbido del viento, de la música callada del murmullo del agua, de las jornadas de luz y de neblinas, de los momentos bellos y de los instantes tristes, pero sobre todo por estar más cerca del cielo, rodeado de gente buena y acogedora, porque el amor del Señor no se ha acabado, ni se ha agotado su ternura. Con Don Jorge Luis Borges exclamo: “Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría de Dios,/ que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche”.
Señores.
Aula Magna de la ULA, Mérida, 6 de diciembre de 2017