CICLO C – 1 de diciembre de 2024
El tema del domingo
Abba Arsenio, un padre del desierto, rezaba así: «Padre Santo, en mi vida no he hecho nada bueno, pero concédeme, por tu misericordia, volver a empezar». El Adviento es el comienzo: un nuevo comienzo, para todos aquellos que necesitan intentar de nuevo. Será el año de Lucas, el evangelista que quizás más que ningún otro ha encarnado la esperanza en el camino del hombre. Su obra (Evangelio y Hechos) narra el viaje de la Buena Nueva de Jerusalén a Roma, por los polvorientos caminos de Palestina y del imperio romano, empedrados de poder y sangre, y, sin embargo, capaces de acoger la semilla de la Palabra evangélica. El Adviento nos trae la buena noticia de que este camino de la Palabra continúa, siempre igual y siempre nuevo, a pesar de los tropiezos y las caídas, de la arrogancia y del embotamiento de las conciencias. El viaje continúa, sabiendo que la Palabra se nos ha dado para que hagamos brotar la vida en los desiertos de la existencia.
El Evangelio: Lc 21,25-28.34-36
La misma esperanza emerge de la página de Lucas sobre la parusía del Hijo del Hombre. Si ponemos en paralelo el texto lucano con el de Marcos (que es probablemente su fuente), no podemos pasar por alto un elemento que emerge con fuerza: al tema de la reunión escatológica de los elegidos (Mc) Lucas prefiere el tema de la liberación. Los signos que habrá en el sol, la luna y la tierra no deben ser motivo de consternación y temor para los creyentes, sino un signo de esperanza: «la liberación está cerca». Más allá del lenguaje típico del género apocalíptico, que no debe tomarse literalmente, por supuesto, sino interpretarse para captar su sentido, la sustancia del discurso es muy clara: más que Marcos y Mateo, Lucas hace del discurso apocalíptico una parénesis sobre la esperanza.
Lucas anima y estimula. Su parénesis está deliberadamente vinculada a una cristología que prefiere la imagen del Salvador a la del Juez. He aquí un tema que recorre toda la obra lucana: Jesús vino a liberar a los oprimidos y a dignificar a los pobres. Desde la primera página, el cántico de María y el de Zacarías cantan las alabanzas de Dios, que «nos ha suscitado una poderosa salvación… de nuestros enemigos y de las manos de los que nos odian». Para un creyente, la esperanza es el motor de la historia. Pero hay que tener cuidado de no confundir la esperanza con el optimismo: éste se basa en razones humanas, la esperanza en la promesa de Dios, que no falla.
Sólo un peligro puede sumergir esta esperanza: el sueño de las conciencias, nubladas por las preocupaciones excesivas de una vida cómoda, sumergidas por la angustia de tener siempre más, por la codicia (tema muy querido por Lucas) y por la hipertrofia del «ego». El «estar despiertos, orando en todo momento», ofrece un saludable antídoto contra el sueño de las conciencias. La oración dispone al hombre a ser capaz de reconocer los signos de los tiempos, de captar el sentido profundo de los acontecimientos, de no dejarse subyugar y confundir por el torbellino de palabras vacías que viajan en el mundo del sinsentido. La oración, dice Lucas – con una de las metáforas más bellas de su mensaje – nos enseña a «estar de pie» ante el Hijo del Hombre.
«Ponerse de pie» es la actitud de quien no teme al juez, porque Aquel que está delante no es un juez, sino un Dios que nos conoce a fondo, gracias a esa relación auténtica y sin miedo que se realiza en la oración. «De pie» no es la actitud arrogante del fariseo que, de pie, daba gracias a Dios por no ser como los demás (Lc 18,11), sino la de Zaqueo que, de pie ante Jesús, mostraba su rostro nuevo de hombre redimido, liberado de la esclavitud de la acumulación (19,8).
«Ponerse de pie» es la actitud del hombre de la espera, del hombre del advenimiento, que no se pone de pie para estar dispuesto a huir, sino para acoger, sin miedo, la novedad del mundo que germina bajo el manto de nieve. Erguirse es acoger la liberación abriendo los brazos a la vida humana, con todas sus contradicciones y esperanzas, como intuía Teilhard de Chardin: «Abre, pues, tus brazos y tu corazón; acoge, como tu Señor Jesús, el torrente de savia humana. Recíbela, esta savia, pues privado de su bautismo, te marchitarás como una flor sin agua; y sálvala, pues sin tu sol, se dispersará locamente en ramas estériles».
Pbro. Dr. Ramón Paredes Rz
Pbroparedes3@gmail.com
01-12-2024