Por: Bernardo Moncada Cárdenas…
«Pero si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento» G. Orwell
«Todo extremismo destruye lo que afirma» María Zambrano
Los sinónimos estrictos no existen, cada palabra ha nacido por una necesidad precisa. Entre las falsas sinonimias que ponen de manifiesto nuestra falta de precisión y prolijidad al escribir, algunas revisten un daño tan grave como inconsciente. Un ejemplo es la confusión entre “ejecución” y “ajusticiamiento”. Ejecutar a una persona es acabar con su vida de manera violenta, y el término es independiente de que medie o no una sentencia legal; el ajusticiamiento, en cambio, implica en sí una condena a muerte basada en algún tipo de ley correctamente sancionada. Indicar que una persona ha sido ajusticiada, cuando se ha tratado de un simple y vil asesinato, distrae del fondo moral del hecho. Otro ejemplo que llama la atención es equiparar radicalismo con extremismo, falsos sinónimos especialmente confundidos en estos tiempos de terror, cuando hasta determinadas creencias religiosas son invocadas como justificación de actos inhumanamente crueles.
El radicalismo ha sido desacreditado por los planteamientos relativistas que hoy son reivindicados en el mundo de la filosofía. Basándose en el escepticismo moderno y posmoderno, la negación de lo verdadero, y la moda del pensamiento débil, la radicalización es acusada de fanatismo integrista. Ello no es extraño, pues un mundo como el que se nos presenta, aplanado, de dos dimensiones, excluye las direcciones hacia la profundización y la trascendencia. El célebre uso “politically correct” del lenguaje muestra cuán lejos se ha llegado al expresar esta corrupta banalización de valores y principios.
Lo radical –como el término lo indica- es lo relativo a las raíces, a ahondar y buscar bases, a afirmar con contundencia. Ser radical, en ese sentido, no es bien visto en el mundo bidimensional y virtual, cuando se ha pregonado el fin de las ideologías para que, en la desprotección resultante, lo ideológico florezca y se difunda sin prevenciones, imponiéndose cubierto con múltiples disfraces. La nueva izquierda, ante la impotencia de sus predecesores para resolver los grandes problemas sociales que prometieron zanjar, crea continuamente nuevas utopías extremistas que la sostengan: los llamados nuevos derechos, el ya mencionado “políticamente correcto”, la ideología de género, por ejemplo, se presentan como valores supremos a defender mientras la injusticia, el hambre, y las enfermedades campean en la mayor parte del globo. Los defensores extremos de estos ideales se autodenominan activistas, y se plantan ante quienes no los compartimos cual jueces indignados.
Este activismo puede alcanzar niveles de violencia pasmosos, cuando un aspecto de la realidad, divorciado del complejo tejido que la forma, es tenido como único factor importante, junto al cual todos los demás se consideran despreciables. Estamos entonces ante el fenómeno que a veces se confunde con radicalismo, siendo en cambio extremismo o fanatismo. Lo radical debe ser afirmativo, en búsqueda constante de su esencia fundamental para afianzar y defender su identidad; el extremismo es siempre negativo, definiéndose por discriminación y rechazo. El radical, el verdadero radical, afirma y defiende; el verdadero extremista contraría y ataca hasta creerse con el derecho de eliminar a quien, no viendo las cosas en igual perspectiva que la suya, le parece históricamente insignificante o de hecho dañino. El activista puede pasar a ser terrorista, actuar psicopáticamente contra el otro. Cristo fue y es radical, dicen que Judas fue un extremista.
El extremismo siempre existió, pero usualmente se había mostrado en grupúsculos clandestinos, precariamente mantenidos. Los tiempos, sin embargo, han ido dando paso a la institucionalización del extremismo agresivo. Un extremismo financiado fuertemente por proyectos políticos (y proyectos religiosos o hasta económicos que esconden trasfondos político-ideológicos), aparece difusamente incorporado a estrategias oficiales. En el caso de grupos extremistas islámicos hemos visto llegar la tendencia al paroxismo homicida-suicida, produciéndose hechos que nos horrorizan a distancia. Sin embargo, se puede decir sin alarmismos que Venezuela sufre dentro de sus fronteras de la oficialización del extremismo violento, financiado con dineros públicos, ejercido por entes del gobierno, y justificado bajo pretextos ideológicos. Se teme, incluso, que elementos del terrorismo de Medio Oriente colaboren con el proyecto político hegemónico que pretende enseñorearse de Venezuela.
Frente al extremismo excluyente, vengativo y violento, cualquiera sea su bandera, la opción no es ser “moderados”; es mejor declararnos radicales: radicalmente demócratas, abiertos e incluyentes, afirmando nuestra raíz cultural y religiosa y atendiendo a la razón más profunda y trascendente, donde está la raíz del bien común y el corazón de la radical paz.