Por: Bernardo Moncada Cárdenas…
«Mejor tener amigos que tener plata» Don Edduar Molina Escalona, párroco de Santiago de La Punta, Mérida, y canagüero universal
Cuando preguntan “¿Porqué no te has ido, si puedes desenvolverte donde sea?”, me brota espontáneamente “¿dónde estaría mejor?, aquí me necesitan, tengo el mundo y me encanta Mérida”.
Mi padre, Francisco Moncada Reyes, narró con franca oratoria, en discurso conmemorativo, cómo decidió residenciarse en esta ciudad: Integrante del primer grupo de neumólogos (otrora eran llamados tisiólogos), formados por el ilustre médico José Ignacio Baldó en el Sanatorio Antituberculoso El Algodonal en la capital, y siendo excelente cirujano torácico, tenía sin duda un gran futuro profesional. Comentaría en sus palabras que inicialmente no deseaba dejar Caracas, donde contraería nupcias con una bella capitalina, pero su jefe y mentor, conociéndolo, lo envió a supervisar el Sanatorio Venezuela, con pocos años de construido en Mérida.
Admitió en sus palabras que el Doctor Baldó, necesitando un cirujano tisiólogo en este baluarte antituberculoso que fue el que ahora “Ambulatorio Venezuela”, sabía que se enamoraría de la ciudad y del hermosísimo centro de salud proyectado por Carlos Raúl Villanueva, con cierta reminiscencia de la Bauhaus. Así pues, regresó con un cambio de parecer y, en 1951, se trasladó permanentemente a Mérida, recién casado y con su primer hijo, enamorado de su nueva familia y de su nuevo destino.
Semejante seducción fue narrada, en esta columna, acerca de Manuel Mujica Millán; aseguro que se cuentan por miles los grandes profesionales que pueden igualmente decir que fueron seducidos por Mérida, su universidad, su clima y su gente.
El lunes mostraba el centro de la ciudad, con ese tranquilo contento que este ambiente me produce, a una insigne visitante proveniente de Varsovia. Exclamaba gratamente sorprendida: “Aquí mucha gente camina, no es como en otras ciudades”, extasiada tomaba fotos de un sinnúmero de situaciones y detalles que los transeúntes pasamos por alto. Igual era su sorpresa cuando me saludaban desde el borrachito en la acera de la catedral hasta personajes de todo nivel social e intelectual.
Cuando indiqué que conocería la bellísima Aula Magna de la Universidad, exclamó: “¿Pero nos dejarán entrar?” y una vez más abrió los ojos con sorpresa al informarle que me conocían y que la amabilidad emeritense siempre abría las puertas para mostrarla. En el vestíbulo de la que he llamado corazón de la universidad, el vigilante saludó cordialmente con gran respeto, estrechó mi mano y, diciendo, “lo que Usted quiera, profesor”, abrió la puerta. Y ello me satisface, me emociona captar el asombro y la admiración en los rostros cuando, al esplendor de ese espacio, se suma la cultura del personal.
Además, minutos antes, finalizando su interesantísima descripción analítica del proceso de democratización en Polonia ante nutrido auditorio en la Facultad de Humanidades, reconoció su sorpresa por la información que en este rincón del mundo se tiene sobre su patria.
Y es que Mérida, con todos los tropiezos, sinsabores, decaimientos, que ha sufrido, sigue siendo así. Cuando digo tener el mundo aquí, es porque ha sido, es y será, una ciudad cosmopolita, en gran parte por su vocación de centro de saber y por la extraña energía que siente quien está atento a ese tipo de sensaciones.
He tenido sin salir de la ciudad excelentes amigos españoles, alemanes, lituanos, polacos, italianos, hindúes, británicos, norteamericanos, franceses, argentinos, chilenos, y no continúo porque tendría que nombrar cerca de la mitad de los países del orbe. En mis viajes me ha ocurrido ser saludado en cualquier lugar por amigos de Mérida. Llegando a Frankfurt, un acompañante decía que por fin estaríamos en un sitio donde no me conocieran; no habían pasado cinco minutos sin que surgiera un “¡Hola! ¿pero qué haces aquí?”, del que extendía su mano entusiasmado, y, llegando a Firenze, en el estacionamiento de turistas, una pareja, francés él y venezolana ella, salieron de la nada a saludar a su amigo de Mérida.
De la ciudad que me adoptó (y adopté), he sido lanzado a varios países y, cuando algún colega académico inquiere “Pero dónde te formaste así”, respondo naturalmente que se lo debo a Mérida y su universidad. No puedo dejar de admitirlo, alegrarme y agradecer infinitamente.
Sí, Mérida es una plataforma de lanzamiento a donde se desea volver y, hoy, más bien deprimida y empobrecida, guarda el tesoro de la esperanza en el rostro de sus gentes, disponible para quien lo quiera percibir. Aquí reposan reservas para resurgir. Además, todavía se hacen amigos del mundo entero y es «Mejor tener amigos que tener plata».
3 agosto 2022