Con fundamento: Verdadera moralidad es construir

Por: Bernardo Moncada Cárdenas…

«Entre moralidad y moralismo hay una contraposición tajante, porque el moralismo establece las reglas para los demás, mientras la moralidad establece las reglas para uno mismo» (Italo Calvino)

La terminación “ismo” se ha vuelto una contrariedad. A menudo deforma el concepto al cual se adhiere como un virus, llevándolo a extremos. Para entendernos: existe la femineidad, lo femenino con toda su potestad, pero inventamos el “feminismo” y corre el peligro de deformarse en secta, partido, delirio conflictivo; la masculinidad, por su parte, se deforma como prepotencia violenta en el “machismo”; el trabajo acumulado produce un excedente llamado capital, algo natural, pero le pegamos el ismo y aparece el “capitalismo”, que exige la atención obsesiva a la acumulación de ganancia; existe la sociedad y lo social, y existe, como una tendencia ideológica, insistente y totalitaria, el “socialismo”, que llega al colmo de proponer como ideal de humanidad colmenas de abejas u hormigueros, menospreciando la libertad individual. Y así sucesivamente.

¿Cuál es la diferencia entre formalidad y formalismo? Evidente en el alto funcionario que exige la facha del cargo y pone atención a los detalles insignificantes de los trámites, pero es impuntual hasta lo inaceptable, se salta las normas cuando le conviene, irrespeta al público, incapaz al final de rendir un informe de gestión claro y bien sustentado. Quizá los venezolanos nos ganamos el premio a la informalidad y, al mismo tiempo, el del formalismo; sobre todo en funciones de Estado, donde esa combinación resulta ser un cobijo eficaz contra la transparencia y la fiscalización: Rio revuelto, ganancia de pescadores.

Existen la moral y el moralismo y, aunque parezca ilógico, el segundo nada tiene que ver con la primera.

Parafraseando a un gran pensador del siglo XX, el búlgaro Tzvetan Todorov, digamos que el moralismo es la lección moral dictada a los otros, de la cual cada quien se siente orgulloso de dictarla. Ser moralista no quiere decir en absoluto ser moral. Y prosigue Todorov: «El moralista vive en la buena conciencia, está animado de lo que se llama en inglés self-righteousness (auto-justificación). En consecuencia, vigila meticulosamente las faltas de los otros. El moralismo convertido en fuerza política se moldea en las tradiciones culturales de cada país y asume, por lo tanto, formas diversas.»

En Venezuela somos moralistas cuando achacamos siempre a un genérico “ellos” la culpa de los desastres nacionales, sin asumir nuestra propia responsabilidad, como si juzgásemos desde una nave extraterrestre, o cuando criticamos mientras practicamos, en situaciones concretas, la llamada viveza criolla, burlando por comodidad toda norma de convivencia ciudadana. Moralistas, juzgamos despiadadamente la acción de un dirigente, como el “técnico de gradas” maldice su equipo por no jugar como creemos debería hacerlo, negando aciertos y resaltando solamente lo que condenamos.

En política, moralista es un hipócrita que sobre todo arrima la brasa a su sardina, ya sea para defender virulentamente su sacrosanta posición ideológica o dedicándose arteramente a la descalificación de los demás. Históricos actos de moralismo fueron la labor de aquellos notables de los ’90 que apoyaron a Hugo Chávez a partir de su fracasado intento de golpe (como poderosos medios que entonces abrazaron la cruzada pro-chavista) y la votación multitudinaria que lo llevó a la presidencia.

El nuevo moralismo es ya una hoguera de inquisición más fiera que la original, y es en medios y redes sociales donde suele campear, basado en la absurda autoridad que hemos dado al infundio: a un individuo condenado en las redes le será difícil defenderse, limpiar las acusaciones apoyadas en dudosos valores supuestamente intachables.

Pero la moralidad no condena; la moral busca construir, convocar. Es hora de tomar conciencia de nuestra conducta moralista donde la encontremos, para abrazar la necesaria moralidad  y avanzar.