Conmemoración de los Fieles Difuntos

Los insensatos pensaban que los justos habían muerto

(Sabiduría 3, 2)

El título de esta reflexión lo signa esa expresión de la primera lectura de la misa de este día, perteneciente al libro de la Sabiduría.

Los que de tal modo hablan afirman una opinión altanera, insegura y dudosa, pues el temor y la desilusión ante la muerte, inevitable, no deben exceder en nosotros los términos de la fe católica. Esta fe nos permite esperar en Dios no cual juez, severo, implacable, vengador; al contrario, en ÉL, misericordioso, porque su Hijo dio su vida por nosotros (cfr. 1Jn 3, 16), además, celoso y justo, o sea, cuidadoso y honesto, ya que nos envía a lidiar en el mundo orientados por la Pasión de su Hijo, y a la vez, aleccionados en la amplitud de una caridad que, tanto en las obras pequeñas como en las grandes, el principal objetivo sea el de mantener la armonía entre Dios, el prójimo y nosotros.

En este sentido, Jesús no delimita científicamente el marco de una caridad eficaz, puesto que, de los destinatarios, hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, encarcelado (cfr. Mt 25, 34-36), no hay escasez en ninguna región del mundo, ni mucho menos tenemos absoluta escasez de tiempo o de algo en concreto para poder ampararlos. Al Evangelio lo consultamos en las páginas sagradas de la Biblia, pero también con seguridad lo estudiamos y forjamos de él una hermenéutica encarnada, viviente, en el rostro donde Cristo ha asegurado la permanencia y diafanidad del suyo; en efecto, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron (v.40).

De ellos, como lo oyó la muchedumbre que está gozando con Dios del banquete celestial, los justos que están en paz (cfr. Sb 3, 3), percibimos esta sincera, profunda y convencida súplica, oye, Señor, mi voz y mis clamores, y tenme compasión (Salmo 26), la cual de ningún modo es un ruego concluyente, porque también nosotros en los momentos de necesidad, desconcierto y perplejidad, entonamos su cadencia.

La profundidad del argumento de la muerte, aunque nuestras definiciones son insuficientes al momento de abordarlo con rotundidad, nunca nos deja sin palabras, sino en la situación de examinar sensatamente las que empleamos, con el fin de no plantearlas pesimista o soberbiamente, de hecho, repasamos en la primera lectura: los insensatos pensaban que los justos habían muerto, que su salida de este mundo era una desgracia y su salida de entre nosotros, una completa destrucción (Sb 3, 2-3). Sin duda, la esperanza de la resurrección a la que nos hemos adherido fehacientemente, no ha procedido de una autoridad sospechosa, sino de la de quien el salmista describe, el Señor es mi luz y mi salvación (Salmo 26), y del cual escuchamos, vengan benditos de mi Padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo (Mt 25, 34).

Entonces, demostrémosle olímpica y afectivamente al Hijo del Hombre (v.31), con la honestidad caritativa de las acciones y de los términos, que Él es nuestro Rey (v.34), cuando sin reparo lo identificamos de esta manera: «a aquel que es nuestra cabeza coronado de espinas, nosotros miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión» (San Bernardo, «Sermón 2», Liturgia de las Horas).

Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.

horaraf1976@gmail.com

02-11-24