Mateo 15, 33-34
El único fin de Jesús en las tres primeras palabras es el de reivindicar el perdón para quien lo lesiona.
En las dos sucesivas exclama el rigor de su padecimiento.
Se trata de quejidos que brotan hacia el cielo. El evangelista ha rememorado la crucifixión, el reparto de las indumentarias, el rótulo de la inscripción, las sátiras de los transeúntes, de los doctores de la ley y de los ladrones. Desde la hora sexta, esto es, al momento del mediodía, la lobreguez envolvió la tierra. Esto da a entender que luego de las tres primeras palabras, sobrevino un prolongado silencio.
A la hora nona, Jesús advierte la proximidad de la muerte; eleva la voz y habla de forma más abrumada.
Los jefes del Sanedrín, arguyendo la actuación de Jesús como quien altera el orden religioso y civil, habían planteado: «… este hombre hace muchos milagros. Y si lo dejamos así, todos creerán en Él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación» (Jn 11, 47-53).
Para estos patronos del riguroso orden, les fue cómodo trocar a Dios en socio de su determinación, respaldados en la aserción de los testigos que invierten el sentido de las palabras de Jesús.
Luego, ante el crucificado, estaban los que meneaban la cabeza de modo mordaz, «¡a otros ha salvado, a sí mismo no puede salvarse! ¡El Mesías, el Rey de Israel! ¡Que baje ahora de la Cruz para que lo veamos y creamos!» (Mc 15, 31-32).
Es en ese momento cuando emerge de la Cruz un grito, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Fue culpado por los dirigentes, como insubordinado e irreverente, argumentando el resguardo de la religión y el territorio.
Fue escarnecido por el gentío. Expuesto al proceder de los extranjeros, equiparado a los malhechores.
Vendido por uno de sus seguidores, negado por otro, desamparado por la gran mayoría.
Ahora, como si la aflicción fuese descomunal y su firmeza pareciese haber llegado al punto de desgajarse, en un esfuerzo sobresaliente, azuza todos sus vigores y grita con dicción fortísima, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? No indicó “Padre”, como en la primera palabra. Detalló: “Dios mío, Dios mío…”
Radica en una palabra imprescindible; mas, ¿por qué la ha acentuado? ¿Cómo van a elegir sus oyentes en este hombre fatigado por el martirio, al Mesías que rescataría al pueblo de sus ultrajes? ¿Cómo entender a aquellos que ulteriormente encontrarán en ella un posible argumento para desestimar su divinidad? Si es Dios, ¿cómo consigue exclamar que su Dios le abandona? En parte, es una palabra aciaga, que coexistirá hasta el final como un pasmo para la fe de muchos.
Sin embargo, para quienes creen, consiste en una palabra amable. En ella se nos confiesa el cimiento último de la discreción de la Encarnación y los abatimientos del Verbo hecho carne.
El Evangelio es escándalo para los que de él se desvían; pero para los que se abandonan a su Verdad, es la salvación de Cristo aplacando el mal comportamiento del mundo.
¿Por qué contraría al mundo?
Porque el todopoderoso se hace debilidad; la palabra infinita vive en este niño que emite sonidos vocales propios a su edad; el esplendor de Dios se une personalmente a una naturaleza vulnerable sin abandonarla al deslucimiento.
En Jesús actúa a un mismo tiempo el Dios que atiende y el hombre que implora.
La herejía de los docetas, reconoce en Jesús un Dios impávido y su sufrimiento, una escueta ficción; la de los nestorianos, ve un sufrimiento efectivo, pero rechazan su divinidad.
Únicamente la fe ejercitada, ni hipotética ni egoísta, confiesa en Jesús, hombre y Dios verdadero, aquel por quien y para quien todo ha sido creado (Col 1, 16), y que, no obstante, padece tan rudamente en la Cruz que llega a gritar: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
En la aflicción invocaba: ¡Abba! ¡Padre!
En la hora de su pasión, ya no implora, sino que dolorosamente exclama de haber sido abandonado.
En la agonía, «se le apareció un ángel del cielo, que le confortaba» (Lc 22, 43).
En la Cruz, el cielo parece quedar silencioso a su súplica; los soldados, que no aciertan, imaginan que llama a Elías y afirman: «Veamos si viene Elías a salvarle» (Mt 27, 49).
El arribo del ángel en la agonía instaura un momento impregnado de reserva:
¿Qué puede ofrecerle un ángel a Jesús que, aun como hombre, es soberano de los ángeles, a quien todo está sujeto, a quien adoran miríadas y miríadas de ángeles?
¿Puede acaso este espíritu celestial confortar al Rey de reyes y de los ángeles?
¿Cómo entendemos todo esto?
El envío del Ángel indica que la divinidad de Jesús es abrigo de su humanidad.
Desde el momento de su encarnación, la multitud de ángeles constituyen una coral en torno a Él, regocijándose en el resplandor de su contemplación bienaventurada.
La divinidad consiente que uno de ellos, nombrado posteriormente el Ángel de la agonía, comunique en la congoja de Cristo, a las marcas abatidas de su naturaleza, un destello de esa luminosidad que aferra de la bienaventuranza del espíritu de Dios.
Jesús, como vemos, se solidarizó con nuestra situación de pecado. No la apartó de nosotros, sino que la sostuvo en sí mismo con amor. Y viviéndola en Él, la tragedia de nuestra condición, ha sido transformada y transfigurada por su caridad.
Su amor sobrepasa incomparablemente el exceso de la ofensa hecha a Dios por el pecado de los hombres.
El grito de Jesús, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, es también el del viviente humano que, en medio de sus miserias, sabe abandonarse al poder misericordioso de la divinidad, como principal y último apoyo de su existencia.
13-04-25
Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.
horaraf1976@gmail.com