Discurso de Incorporación del Cardenal Baltazar Porras como Individuo de Número, Sillón P de la Academia Nacional de la Historia

Discurso de Incorporación del Cardenal Baltazar Enrique Porras Cardozo como Individuo de Número, Sillón P de la Academia Nacional de la Historia. Palacio de las Academias, Caracas, miércoles 4 de diciembre de 2024.

Felipe Rincón González, Arzobispo de Caracas, Testigo de La Cruz

PÓRTICO

Me honra grandemente, y de la misma manera a la comunidad eclesial que represento, la elección unánime de esta ilustre Academia, para ocupar el Sillón vacante por el sentido fallecimiento del distinguido Numerario Don Guillermo Morón. La grata noticia me fue comunicada el día 23 de mayo del presente año, al término de la Junta General correspondiente.

El que se me haya asignado el sillón letra “P” prestigiado por mi querido y admirado Don Guillermo Morón, me llena de sano orgullo, pues para mí fue, primero, un maestro y con los años un amigo con quien creció una amistad que compartí con él y sus más cercanos hasta el momento de su fallecimiento. Pero, por otra parte, me invade un temor reverencial, pues es casi una desmesura verse situado en la estela de uno de los historiadores venezolanos más sabios y fecundos de los últimos tiempos. Su sentido crítico de la vida, sin imposición, sino en actitud de respeto y diálogo, incluidas sus observaciones a la vida de la Iglesia, me enriqueció en los desayunos y otros encuentros familiares que se prolongaban largo rato, confrontando ideas y puliendo coincidencias.

Su amor a la patria se volcó en su vasta obra en la producción y difusión de la historia, con su aporte personal y con la animación a muchos para hurgar, investigar y escribir sobre el alma venezolana. Muchos jóvenes se formaron en contacto personal con él y/o con sus manuales. A la labor académica unió el trabajo en los medios, prensa, radio y televisión, en los que ha dejado una obra de su etapa juvenil y lo mejor, el fruto sazonado de la madurez, como los buenos vinos, que se añejan con el tiempo y el buen cuidado. Es sin duda uno de los paladines del pensamiento humanista venezolano de la segunda parte del siglo XX y de algo más de la primera década del actual. No es exagerado afirmar que ha sido nuestro historiador más conocido en Hispanoamérica y más importante del siglo XX. Sus obras están publicadas en varios idiomas, incluido el chino. A los noventa, nos dijo, me retiro de la escena pública. Su rica biblioteca es parte de la herencia que deja a las actuales y futuras generaciones.

Deseo dedicar esta incorporación a la memoria de quienes, a lo largo de mi vida, me llevaron de la mano para cultivar la historia patria desde la vertiente eclesiástica a la que he dedicado parte de mi obra, en la que se ha entrecruzado con la rica variedad de las ciencias humanas. Entre mis maestros y amigos, en esta disciplina, estuvieron: mi papá, hombre sencillo y amante de lo genuino venezolano; Mons. Miguel Antonio Salas Salas y el Profesor Adolfo Ostos Bohórquez, en mis años de seminarista en Caracas; el Cardenal José Humberto Quintero Parra, Don Guillermo Morón, Don Carlos Felice Cardot, Rafael Fernández Heres, Ermila Troconis de Veracoechea, José del Rey Fajardo sj, Hermann González Oropeza sj, en Venezuela; y de mis años salmantinos D. Gaspar Vicente Sánchez, D. Lamberto de Echeverría, D. Casiano Floristán Samanes, D. Luis Maldonado y D. Juan de Dios Martín Velasco, por no citar sino algunos de los ya fallecidos, a quienes debo buena parte de lo que soy y he podido hacer, sin omitir lo mucho que no he hecho.

No soy historiador de oficio, pero en mis casi seis décadas de ejercicio ministerial, como sacerdote y como obispo, la historia ha sido una de las disciplinas auxiliares de primer orden -pero ella es, obviamente, mucho más-, para comprender la amplitud y valores antropológico y social de la religiosidad popular, nuestro patrimonio eclesial, gráfico, arquitectónico y artístico, la fenomenología religiosa latinoamericana, y la íntima relación entre la cultura y la fe, desarrollados ampliamente desde la teología latinoamericana a partir del Concilio Vaticano II (1962-1965). “La historia de la Iglesia nos ayuda a ver la Iglesia real, para poder amar a la que verdaderamente existe, y que ha aprendido y continúa aprendiendo de sus errores y de sus caídas” como nos señala el Papa Francisco, en su reciente Carta sobre la renovación del estudio de la historia de la Iglesia. 21-11-24).

Ella ha sido parte integrante de mi especialización en Teología Pastoral, ciencia que abarca todas las facetas de la vida humana en diálogo permanente con el mensaje evangélico, así como de mis estudios de Historia y Geografía en el Instituto de Mejoramiento Profesional del Magisterio, porque considero que son temas fundamentales a investigar, la vida cotidiana como objeto de las ciencias sociales y la referencia a la manera como se la ha asumido en nuestro pueblo, desde la perspectiva religiosa venezolana.

En algunas de mis publicaciones, y en las del equipo que me acompañó durante mi prolongado ministerio en Mérida, fueron trabajadas desde la documentación existente en el Archivo y Museo Arquidiocesanos ylos de otros archivos del extranjero; junto a ello, el trabajo de campo desde la fenomenología y la etnología, constatando la conexión con los problemas de la realidad latinoamericana. La historia de las mentalidades nos ha llevado a estudiar las formas del pensamiento, las creencias, los sentimientos específicos de las sociedades y pueblo en cada época, lo que ayuda a definir a una sociedad en un tiempo determinado, y así explicita la manera de aprehender la realidad que tienen sus miembros.

PROLEGOMENOS DE UNA LARGA HISTORIA POCO CONOCIDA

He escogido para esta memorable ocasión la figura de Mons. Felipe Rincón González, noveno Arzobispo de Caracas y Venezuela. Lo hago convencido de que es un tema de actualidad no solo para refrescar la memoria histórica de la Iglesia, sino también porque es una lección institucional para todo el país, con consecuencias significativas en el presente.

Repetidas veces le oí decir al Cardenal Quintero que los arzobispos de Caracas tenían detrás del pectoral sus propios cuerpos crucificados por las penalidades que sufrieron. La política chocó con las actuaciones de Narciso Coll y Prat, Ramón Ignacio Méndez, Ignacio Fernández Peña, Silvestre Guevara y Lira, José Antonio Ponte, Críspulo Uzcátegui y Juan Bautista Castro; unos sufrieron la incomprensión y el destierro, otros el deterioro de la salud. Pero el caso de Mons. Felipe Rincón González presenta características distintas: la difamación por malversación de fondos fue una calumnia tramada por un pequeño grupo de clérigos a la sombra con el soterrado propósito de enfrentar al gomecismo, y buscar suplantarlo. Tales acusaciones no resistieron la investigación, incluso pontificia. El tiempo permitió decantar la situación y poner en alto la integridad moral del calumniado y mostrar la magnitud de la maldad humana. Desde su muerte en 1946 ha ido en aumento el aprecio de sus atributos hasta el presente, como testimonio de la veracidad de sus virtudes[1].

La investigación sobre su persona y actuación se ha centrado principalmente en la Visita Apostólica, especie de investigación romana, a la que fue sometido el Arzobispo Rincón González entre 1937 y 1940. La presente disertación quiere ser un primer acercamiento, es decir incompleto, a su figura y al hecho de la Visita, pues ambas requieren un trabajo de investigación más a fondo, consultando con mayor acuciosidad diversas fuentes todavía inexploradas, trabajo que espero llevar a cabo con mi equipo, pese a la extensión y complejidad de fuentes primarias existentes en diversos archivos, y a la necesidad de cotejarlos con otros testimonios personales directos e indirectos.

Me limitaré en esta ocasión a destacar la personalidad y la actuación del mencionado Arzobispo, antes, durante y después de la Visita Apostólica, para calibrar sus virtudes y carencias, y sus efectos o consecuencias sobre su actuar como ministro de la Iglesia y actor en la vida pública de su tiempo. Esto es lo importante, y no su vida psicológica o religiosa, para la Academia de la Historia, ya que está en marcha la causa de beatificación de dicho prelado, a petición de un grupo de laicos, remitida a Roma para contar con la “buena pro” para abrir el proceso diocesano aquí en Venezuela. Requisito que ha sido satisfactoriamente cumplido por lo que EL Dicasterio de la Causa de los Santos ya que dio el placet para que se inicie dicha fase diocesana.

Para todo este empeño acudiré en primer término, a las principales fuentes documentales existentes o a disposición, incorporando otros testimonios acudiendo a la memoria personal o a la de testigos de excepción.

JUSTIFICACIÓN

Señalé antes que no soy historiador de oficio como mis ilustres colegas y por eso me permito simplemente evocar, no tanto para bien de este trabajo, la obra del francés Paul Ricoeur, “la memoria, la historia, el olvido”, sino para apuntar a evitar el impasse sobre la memoria del olvido, lo que lo llevó a postular la necesidad de la “justa memoria” como tema cívico imperativo, sin las mutilaciones o exaltaciones que deforman la realidad. En la obra nos recuerda que la historiografía es la dialéctica entre la fenomenología -a la manera de Husserl- de la memoria, a partir del recuerdo recibido, la epistemología entre explicación y comprehensión de la obra escrita como representación del pasado, y la hermenéutica de la condición histórica, incluidos el olvido y el perdón, para que sea “memoria fiel, creadora y peligrosa”, con incidencia en el presente.

Por todo lo anterior y aunque sólo sea de modo incoativo, me mueven, además, otros motivos que deseo señalar. El primero, vivimos en un país en el que desfigurar la historia, ocultar la verdad y manipularla bajo coacción y represión parecieran imponerse como norma absoluta de lo que debemos acatar mansamente. No podemos dejarnos robar la ética, y la rectitud, camino indispensable para la equidad, la justicia y el bienestar colectivo.

Por otra parte, es lícito y conveniente denunciar fallos de personas o instituciones, -incluida la Iglesia-; pero, en el caso de esta última, acusarla por no reconocer sus errores, -los de antes y los de ahora o no darlos a conocer-, es hoy opinión difundida, y que trata de imponerse, en algunos sectores, producto más bien de preconcepciones insostenibles. Lo cierto es que ella está compuesta de personas y no de ángeles: fallos, errores, distorsiones y hasta aberraciones, los hubo, hay y habrá, pero pocas instituciones como en su caso tienen la convicción -y la practican- cada vez mayor, de “tolerancia cero” ante cualquier desaguisado de algunos o no pocos de sus miembros y no cualesquiera. En estos momentos esta lección debe ser ejemplarizante para toda la sociedad venezolana, a fin de que no se convierta en cómplice o encubridora de toda mentira, en particular la encarnada en la opinión oficial, mayoritaria y dominante.

Otra razón, muy personal, me acercó a la persona de Rincón González, de manera fortuita e inesperada, y me atrevo a afirmar, de manera privilegiada, a la causa que tenemos entre manos. El Cardenal Quintero y la sobrina nieta de nuestro autor, Mariana Blanco Rincón, y sus obras, me convirtieron en confidente de datos inéditos, de algunos de los cuales iré dando razón.

JOSÉ HUMBERTO QUINTERO PARRA Y MARIANA BLANCO RINCÓN

Ambos trabajaron exclusivamente sobre la documentación del Archivo Personal de Mons. Felipe Rincón González. Ellos son la base documental más importante, a la que agregaré los recuerdos orales que el primero me confió y sobre los cuales no quiso dejar nota escrita por delicadeza, ya que varias personas, clérigos y laicos, vivían cuando escribió o tenían familiares cercanos, que quedarían manchados por su nefasta actuación. En particular, la obra de la sobrina nieta del arzobispo, Mariana Blanco Rincón recoge el sentimiento familiar que lo acompañó en la última década de su vida y que se mantuvo vivo después de su desaparición física.

Me detendré en destacar, en particular, su trayectoria sacerdotal y episcopal para descubrir su personalidad, sus cualidades en el desempeño de sus obligaciones, la promoción de iniciativas en el campo pastoral, para servicio social subsidiario, en la educación y el servicio sanitario, su desprendimiento en atender a los pobres, la firmeza de espíritu, el discreto silencio, y la altura espiritual que le hizo vivir con espíritu sereno, aunque herido, durante los años dolorosos de su vejez, en la que no faltaron las dolencias físicas y la merma de la salud. A ello añadiré algunos datos tomados del Archivo Apostólico Vaticano que requieren un análisis más detallado, pues abarcan varios miles de folios.

EL CARDENAL JOSÉ HUMBERTO QUINTERO Y FELIPE RINCÓN GONZÁLEZ

Al comienzo de mis estudios seminarísticos fui designado “familiar” del recién nombrado Cardenal Quintero. Se trataba de una figura del protocolo preconciliar que contemplaba que los cardenales debían ser acompañados en los actos públicos y solemnes, por una especie de corte formada por tres personas: un sacerdote capellán, Mons. Jesús María Allegreti, un gentilhombre, el Dr. Miguel Torres Ellul y un seminarista, cada uno con un atuendo especial para escoltar al purpurado. Este singular encargo me permitió gozar de la cercanía de nuestro primer cardenal y me permitió escucharle sus largas charlas, muy amenas y curiosas, -que forman parte de mi acervo personal-, sobre su experiencia de sacerdote y obispo en Mérida, y su contacto epistolar con personas del mundo eclesiástico y civil de todo el país, recogidos en libretas escritas a mano, en las que hacía gala de una memoria prodigiosa y de la que se sentía orgulloso.

José Humberto Quintero fue hombre de fina sensibilidad y la injusticia y la calumnia lo hacían vibrar en lo más íntimo de su ser. Así lo reflejan varios de sus discursos y su escrito “Para la historia” sobre los años difíciles del Arzobispo Juan Bautista Castro a comienzos del siglo XX. Él, como Felipe Rincón González procedían del clero de Mérida, por lo que seguramente no le eran extrañas a Quintero su persona y actuación como cura párroco y Vicario Foráneo en la extensa diócesis andina que abarcaba el Zulia, parte de Falcón, los tres estados andinos, buena parte de Barinas y Apure.

Una vez retirado de la responsabilidad de gobierno de la arquidiócesis de Caracas, escribió sobre nuestro tema: “…he estudiado los documentos referentes a la Visita Apostólica a que fue sometido el Arzobispo Felipe Rincón González. Se trata de un episodio bastante doloroso de nuestra historia eclesiástica reciente[2]. Se valió para ello de la documentación del archivo personal del arzobispo que le facilitó el sobrino que se llamaba igual que su tío-padre, Felipe Rincón. En el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Caracas son pocos los papeles relativos a los años de la Visita Apostólica. Se intuye que el arzobispo Rincón González guardó en su archivo personal la mayor parte de esos legajos.

La figura del Arzobispo Felipe Rincón González cautivó el espíritu del Cardenal Quintero y su destino hirió sus delicados sentimientos. El libro que escribió con la condición de que se publicara después de su muerte, hilvana documentos con una secuencia tal, que hablan por sí solos dejando descubrir o reconocer los personajes que protagonizaron tan doloroso trance. Tuve la dicha de escuchar de labios del propio cardenal, mucho antes de mi nombramiento episcopal, la lectura de los originales manuscritos, sin tachaduras y en elegante caligrafía inglesa.

MARIANA BLANCO RINCÓN Y SU TÍO PADRE

Recordemos que en la tradición venezolana era costumbre llamar al familiar sacerdote u obispo con el calificativo de “tío padre”. La segunda fuente de información oral y documental la recibí años más tarde. Recién llegado a Mérida conocí al arquitecto José “Pepe” Blanco Rodríguez. Uno de sus hermanos, Carlos Blanco casó con la hija del mencionado sobrino de Mons. Rincón González, Felipe, de cuyo matrimonio nació Mariana, quien obtuvo el título de licenciada en historia por la Universidad Católica de Lovaina la Nueva en 1988, con su trabajo titulado “Cuentas de un obispo. El arzobispado de Monseñor Felipe Rincón González”, publicado por el Acervo Histórico del estado Zulia en el 2006. Según su propio testimonio, desde niña los recuerdos de su tío padre eran objeto de continuos comentarios en la familia. Esta circunstancia la llevó a estudiar historia para reivindicar la figura de su pariente, pues era recordado por los suyos como hombre de profunda espiritualidad, amor a la Iglesia y víctima de calumnias sin fundamento. En el archivo conservado por su sobrino Felipe hay otra serie de documentos que se prolongan hasta después de la muerte de Mons. Rincón.

Cuando corrió la noticia de que la joven Mariana estaba a punto de graduarse en Lovaina, tanto el Cardenal José Alí Lebrún como el Dr. Carlos Felice Cardot, albaceas del original del Cardenal Quintero, consideraron conveniente publicar dicho libro póstumo. La Academia afirmó que no era conveniente su edición en las colecciones de la Corporación pues quedaban mal parados varios protagonistas que tenían dolientes. Varias de las más prestigiosas editoriales caraqueñas se excusaron por las mismas razones para no incluirla en sus fondos.

En conversaciones del Cardenal Lebrún con el Padre Cesáreo Gil, se quedó en que la editorial “Trípode” lo publicaría, pero fuera de colección. Quedaba por designar quién haría la presentación de la obra. Varios obispos declinaron la invitación del arzobispo caraqueño, quien recurrió a mi persona, alegando mi amistad con el anciano Cardenal difunto. Así fue. El único que me recriminó haber escrito la presentación fue el Sr. Nuncio del momento, Mons. Luciano Storero, pues la persona del Secretario de la Nunciatura de entonces, Basilio de Sanctis, fungió de protagonista principal en la trama contra el arzobispo. Le respondí que se dirigiera al Cardenal Lebrún el cual me había solicitado tan delicado encargo. Fueron más, gracias a Dios, las salutaciones por haber contribuido a difundir la verdad de tan “enojoso asunto”.

VENEZUELA A COMIENZOS DEL SIGLO XX. RELACIÓN IGLESIA-ESTADO

Las tres primeras décadas y media del siglo XX tienen el sello del dominio político de los andinos Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez. Durante la década del “Cabito” gobernaba la arquidiócesis de Caracas el caroreño Mons. Críspulo Uzcátegui Oropeza (1885-1904), quien en el último quinquenio de su vida se vio impedido de estar al frente de los asuntos de la arquidiócesis por una severa afección cerebral que lo inhabilitó del todo, quedando al frente el Provisor y Vicario General, Juan Bautista Castro.

Las trabas patronistas, la postura de algunos clérigos, la ausencia de representación pontificia en el país y el nuevo gobierno marcaron unos años difíciles en la conducción arquidiocesana que encontraron solución definitiva con el nombramiento de Mons. Castro como arzobispo coadjutor, tomando posesión de la mitra caraqueña al morir Mons. Uzcátegui el 31 de mayo de 1904[3]. El nuevo arzobispo tuvo al comienzo una relación amistosa con el General Cipriano Castro, pero las discrepancias surgieron al poco tiempo, por las pretensiones de intromisión del gobierno en los asuntos eclesiásticos, lo que los distanció y enfrentó. El juicio de Mons. Castro, en carta dirigida a Roma una vez fuera del poder Cipriano Castro, lo dice todo: “…daba gracias por haber finalizado una etapa nefasta para la Iglesia augurando mejores tiempos con el nuevo dueño del poder”.

Como sabido, la permanencia del Patronato Regio pasó a los gobiernos independientes de la corona española. Lo relativo a los nombramientos episcopales al igual que otra serie de asuntos eclesiásticos, debían pasar por los acuerdos entre los gobiernos de turno y la Santa Sede. Al no existir relaciones diplomáticas directas entre Venezuela y el Vaticano, fungían como delegados pontificios prelados que residían en Haití y/o Santo Domingo, quienes tenían escaso conocimiento de la realidad del país y debían confiarse en los informantes, clérigos o no, que se relacionaban epistolarmente con ellos. Los trámites eran lentos y tocaba al único metropolitano venezolano, el arzobispo de Caracas, preparar los informes respectivos, consignados ante el Delegado de turno.

Los primeros años del Benemérito Juan Vicente Gómez coinciden con la llegada del primer Delegado Apostólico con residencia en Venezuela Mons. Giuseppe Aversa (1909-1911); lo sucedió Mons. Carlo Pietropaoli (1911-1917) quien desde 1913 ostentó el cargo de Delegado Apostólico[4]. A Pietropaoli le tocó estar presente en la muerte y exequias de Mons. Juan Bautista Castro y hacer los trámites para el nombramiento del sucesor, según la vigente ley de Patronato Eclesiástico, y moverse en medio de las apetencias de algunos posibles candidatos y los intereses de miembros del gobierno.

EL NOMBRAMIENTO DE MONS. FELIPE RINCÓN GONZÁLEZ

No era extraño ni para la delegación pontificia ni para el gobierno que Felipe Rincón González figurara como posible candidato al episcopado. La diócesis del Zulia estaba vacante desde 1904 a la muerte de Mons. Francisco Marvez. Transcurridos seis años, en 1910, el Delegado Apostólico Mons. Giuseppe Aversa trató de proveer la vacante. El General Gómez había manifestado que no tenía candidato y dejaba a la Iglesia plena libertad en la escogencia. Al Pbro. Rincón González, a la sazón cura y vicario foráneo de San Cristóbal, se le propuso aceptara la mitra zuliana a lo que contestó: “soy nativo de la Cañada de Maracaibo. Fui vendedor de sombreros y tenedor de libros de la Casa Christern. Me salí de Maracaibo porque el clima no me presta. De Obispo de Maracaibo no pasaría de ser Felipe. No puedo aceptar”. Fue nombrado Arturo Celestino Álvarez del clero de Calabozo.

Cinco años más tarde, se inició la consulta para dotar a Caracas de nuevo prelado. Los nombres propuestos para ser considerados por el Congreso Nacional incluían entre otros, al Obispo de Mérida Antonio Ramón Silva quien estaba en desavenencias con el gobierno regional y nacional[5]; al Vicario Capitular de Caracas, Buenaventura Núñez, quien contaba con el apoyo del Delegado Pontificio, y Mons. Nicolás Eugenio Navarro apoyado por el Presidente Provisional Victorino Márquez Bustillos. Lo ordinario era presentar una “terna” para ser discutida en el Senado.

El General Gómez cortó por lo sano y propuso únicamente a Felipe Rincón González, a la sazón párroco de San Sebastián y Vicario foráneo de San Cristóbal. El Benemérito lo conocía de antaño, pues coincidieron ocasionalmente en la capital tachirense. Prefirió confiar en uno de la querencia de su terruño con quien podía entenderse mejor, que con los candidatos propuestos. El Gobierno eligió al señalado por el omnipotente general y fue el presentado a la Santa Sede para su confirmación y expedición de las bulas respectivas que requerían, además, la aprobación del gobierno nacional para que surtieran efectos civiles.

La designación de Rincón González no fue recibida con regocijo por parte del clero y algunos miembros del mundo civil. La razón para este rechazo hunde sus raíces en la animadversión hacia los habitantes procedentes de la montaña andina, y, en general, a los que hacían vida en el interior del país. Sirva de ejemplo: el Colegio Sagrado Corazón de Jesús de La Grita regentado por el Padre Jesús Manuel Jáuregui Moreno durante las últimas décadas del siglo XIX, generaba dudas y sospechas a los capitalinos que se preguntaban si del interior podía surgir algo bueno.

Recordemos que de dicho colegio salieron medio centenar de buenos sacerdotes, y connotados militares y civiles de nombre, que destacaron en el gobierno y en la vida pública a diversos niveles. Algunos clérigos y laicos le trasmitieron sus dudas al Delegado Pontificio Mons. Giulio Tonti en su visita a Caracas en 1892, quien las trasmitió al Vaticano. Veinte años más tarde, Mons. Giuseppe Aversa en su permanencia en Venezuela (1909-1911), describió la persona del General Juan Vicente Gómez, en la correspondencia que envió al Vaticano, “…como un iletrado incapaz de ser hombre de estado y de echar adelante el país”.

El haber sido vocación tardía y ejercido el oficio de comerciante no eran títulos a favor del Padre Rincón ante los clérigos de peso de la capital. No es de extrañar, pues, la opinión nada favorable de Mons. Nicolás Eugenio Navarro y de algunos de sus amigos más cercanos, sobre el sucesor de su mentor, Mons. Juan Bautista Castro. Estos juicios negativos circularon en pequeños conciliábulos, cuidando no ofender el ánimo del dueño del gobierno, pues las consecuencias podían ser “La Rotunda o el exilio”.

¿QUIÉN FUE FELIPE RINCÓN GONZÁLEZ?

Las biografías no deben circunscribirse a un elenco o hitos de la vida de un personaje. Es necesario ahondar en las circunstancias que acompañan al “yo”, en palabras de Ortega y Gasset. En Felipe Rincón González descubrimos una formación humana y religiosa de hondo calado que le permitió vivir con sencillez, sin protagonismos, pero con clara conciencia del papel que le tocó vivir en el ejercicio de su vida cotidiana en los que puso en alto los valores trascendentes como laico, sacerdote y obispo que se curtió de la palma martirial en las horas grises en las que se le acusó sin razón, por envidias y perversiones.

Como el Zulia perteneció a la Diócesis de Mérida de Maracaibo hasta 1897, los candidatos al sacerdocio antes de esa fecha recibían formación en la capital emeritense, en el Seminario Tridentino de San Buenaventura y en la Universidad de los Andes. Felipe Rincón González nació en San Francisco de la Cañada, en las inmediaciones de Maracaibo, el 20 de febrero de 1861 hijo legítimo del humilde hogar de Ceferino Rincón y Lucía González.

Desde joven trabajó como dependiente en diversas casas de comercio tanto en Maracaibo como en Puerto Cabello, por lo que tenía experiencia en el manejo de los asuntos mercantiles, lo que dio pie a la maledicencia capitalina. Sintió el llamado al sacerdocio a los veinticinco años de edad. Regresó a Maracaibo dedicándose a los estudios y decidió abandonar el trabajo que le servía de sustento para iniciar la preparación al sacerdocio. Los estudios primarios y secundarios los había realizado entre Maracaibo y Puerto Cabello, graduándose de bachiller en la Universidad del Zulia en 1892.

Antes, según testimonio del Cardenal Quintero, hizo estudios de castellano y latín bajo la dirección del Doctor Antonio Acosta Medina, y griego con el bachiller Orángel Rodríguez. Vistió la sotana a finales de 1892 en la Escuela Episcopal de Caracas, y en 1895 marchó a Mérida, donde continuó los estudios de teología en la Universidad de los Andes, acompañando al recién nombrado Obispo, Antonio Ramón Silva, quien lo ordenó sacerdote en la catedral el 19 de septiembre de 1896. Obtuvo la borla doctoral el 15 de agosto de 1897.

El Obispo Silva, hombre exigente y buen observador, intuyó que el recién ordenado “calzaba puntos” para responsabilidades mayores. Ocupó los cargos de Vicario Cooperador de San Miguel del Llano, párroco de El Sagrario y Secretario de Cámara, en Mérida. Ante los acontecimientos que llevaron al Pbro. Jesús Manuel Jáuregui Moreno, primero a la cárcel en el Castillo de San Carlos en Maracaibo, y posteriormente al exilio, se debía nombrar a uno con la responsabilidad de estar al frente del curato de San Sebastián y de la Vicaría Foránea de San Cristóbal. Fue designado el Pbro. Felipe Rincón González para ocupar la vacante y manejarse con tacto ante la actitud del General Cipriano Castro contra algunos clérigos del Táchira, apenas llegado a la capital.

El acertado tino del Padre Rincón en el manejo de situaciones complejas le dieron fama de buen negociador. Mons. Silva lo llamó a Mérida en 1913 para que aceptara ser su Vicario General e intercediera por el Padre Evaristo Ramírez acusado de conspirar contra Gómez. En esas mismas fechas se le propuso ir como Obispo Coadjutor a Guayana por lo que se trasladó hasta Caracas donde conoció a Mons. Pietropaoli y conversó con el General Gómez. Rechazó el ofrecimiento, pues Guayana le era desconocida y no tenía deseos de prebendas. Volvió a su curato de San Cristóbal donde era apreciado por la población.

Dos décadas de experiencia presbiteral y dos negativas a aceptar el episcopado, curiosamente lo prepararon para lo que nunca buscó. La tercera oferta, para ser el candidato al arzobispado caraqueño, lo hizo reflexionar; pidió consejo a su superior Mons. Silva quien le indicó que aceptara, pero que lo hiciera en conciencia. Ante la designación oficial, el 23 de mayo de 1916, por el Congreso Nacional, aceptó el cargo “…porque me creí obligado a ello como asunto de conciencia, no porque me guiara ningún interés particular, ni porque sintiera gusto, pues en San Cristóbal estaba muy contento y era muy querido[6]. Contaba entonces con 55 años.

En julio de 1916 salió de San Cristóbal para Caracas. Recibió la ordenación episcopal en la Catedral de la capital de manos de Mons. Antonio Ramón Silva, Obispo de Mérida, acompañado del Delegado Pontificio Mons. Carlo Pietropaoli y de Mons. Arturo Celestino Álvarez, Obispo del Zulia, el 28 de octubre de 1916.

La amabilidad, sencillez y dedicación al clero, y a la formación de los futuros ministros, unidas al contacto en las visitas pastorales con la realidad de la extensa arquidiócesis caraqueña, su buen relacionamiento con el gobierno y más directamente con el General Juan Vicente Gómez, le permitieron conseguir una serie de beneficios para la Iglesia. Bien lo retrata el Cardenal Quintero: “…no descollaba desde luego con el vuelo mental, la ilustración y la elocuencia de su inmediato predecesor, Mons. Castro; pero, además de las virtudes anotadas, poseía un don precioso, que sustituía ventajosamente esas dotes intelectuales, a saber, la sindéresis, mediante la cual logra el acierto en su tarea quien tenga responsabilidades de gobierno. Y con esta sindéresis empezó el Arzobispo Rincón su labor pastoral[7].

Mons. Navarro, antiguo Vicario General de Mons. Castro, no congenió con el nuevo arzobispo desde que se propuso su nombre como candidato. En diversos apuntes deja constancia de ello. Prefirió dedicarse exclusivamente a su cargo de Deán del Cabildo Catedralicio y a la investigación histórica descollando como miembro de la Academia Nacional de la Historia. Sin embargo, dada su verticalidad y rectitud de conciencia, no avaló nunca las calumnias contra el arzobispo cuando surgió la Visita Apostólica.

Fue muy activa la participación de Mons. Rincón durante la “Gripe Española”, esmerándose para que los sacerdotes prestaran atención espiritual a los contagiados, y personalmente colaboró con la Junta de Socorros con medicinas y visitas a los diversos lugares, captando así el aprecio y afecto de Caracas. Al cumplir en 1921 sesenta años, Monseñor Rincón planteó en la Nunciatura la conveniencia de pedir un arzobispo coadjutor, pero el asunto no pasó entonces a mayores; fue asomado quince años más tarde como la mejor solución a la sucesión arzobispal cuando contaba con setenta y cinco años a cuestas.

La preocupación pastoral no se circunscribió a su arquidiócesis. De común acuerdo con la Nunciatura amplió sus miras para fortalecer la estructura eclesial venezolana. Su discreción y cercanía con el General Gómez dieron frutos, más allá de las exigencias patronatistas y de las leyes guzmancistas vigentes sobre la organización de la Iglesia. La instalación de la Compañía de Jesús al frente del Seminario Metropolitano y el pedirles atención espiritual y formación para el clero, así como el permiso gubernamental para que ingresaran al país congregaciones religiosas masculinas y femeninas, -dedicadas a la atención de parroquias, colegios y pastoral sanitaria-, sin modificar el estatuto legal vigente, fueron algunos de sus logros innegables.

Le escuché a un anciano fraile agustino recoleto, siendo yo seminarista, que él había sido de los primeros de su Orden que vinieron a Venezuela, ingresaron sin hábito religioso y declarando tener diversos oficios manuales para no tener problemas con las autoridades aduanales. En total catorce congregaciones masculinas, entre ellas, los jesuitas, los agustinos recoletos, los padres eudistas, los padres paúles, los Hijos de María Inmaculada o los Padres Franceses, se dedicaron al trabajo pastoral parroquial, pero sobre todo a la creación de colegios privados, novedad importante en un campo tan necesitado como el de la educación de la juventud.

Entre las congregaciones femeninas, las Hijas de María Auxiliadora o Hermanas Salesianas, las de San José de Tarbes, dedicadas al campo sanitario y a colegios y patronatos. Varios de estos colegios están celebrando en estos años el centenario de su fundación. Todos ellos han marcado un hito importante en la presencia de la educación católica de calidad y creciente servicio popular en nuestra patria.

Venezuela contaba, entrado el siglo XX con seis diócesis, insuficientes para las dimensiones del país. La preocupación por las misiones hizo firmar en 1916, convenios con los Padres Capuchinos para el Caroní hasta los límites con Brasil. En 1922 se crearon cuatro nuevas diócesis: Cumaná, Valencia, Coro y San Cristóbal y al año siguiente 1923, Caracas dejó de ser la única arquidiócesis, al ser elevada a metropolitana la diócesis de Mérida. En 1931 a los Padres Salesianos se les confió la atención misionera de todo el Territorio Federal Amazonas. Ello repercutió en una mejor atención a la población católica. Hay que reconocer en todo ello la visión de futuro, de servicio pastoral y presencia civilizatorio-cultural, del Arzobispo Rincón González.

El viejo Seminario Metropolitano caraqueño funcionaba en los estrechos espacios contiguos a la Catedral. Se adquirió, con ayuda oficial, un amplio terreno en el norte de Caracas, en el sector de Los Mecedores, al lado del antiguo cementerio de los Hijos de Dios, donde construyó el amplio edificio que sirvió de Seminario Menor y Mayor bajo la dirección de los Padres Jesuitas, inaugurado en 1921 y sede hoy de la Universidad Católica Santa Rosa. Esta mención intraeclesial se hace porque denuncias sobre manejos dolosos de los fondos recibidos para dicha obra serán la base de la acusación de malversación contra el arzobispo una vez desaparecido el caudillo de La Mulera.

No hay que dejar de mencionar que los acontecimientos políticos de 1928 y la expulsión del Obispo Salvador Montes de Oca en 1930 fueron manejados con prudencia por el Arzobispo y el resto de los obispos, quienes se escudaron en la preparación del centenario de la muerte del Libertador para adelantarse a tratar el espinoso asunto del exilio y posible regreso del obispo de Valencia.

Lo anterior es prueba del buen desempeño, como pastor solícito, del manso arzobispo caraqueño, al que hay que situar en el contexto civil y eclesiástico en el que desarrolló su ministerio episcopal, lo que permitió a la institución religiosa católica mejorar su situación respecto al pasado. En el imaginario de la época, por eso, se acusó a la Iglesia, y más en concreto al arzobispo, de ser cómplice de los males heredados del gomecismo.

HACIA UNA VENEZUELA DISTINTA

La ausencia física de Juan Vicente Gómez a finales de 1935 marca el fin de una época y el comienzo de otra. Un cambio cualitativo se operó en la vida venezolana, cuya historia forma parte de la memoria colectiva aún vigente. 1936 asomó con dolores de parto una nueva Venezuela que se gestó y creció a la sombra del régimen hermético del general andino. “Los vientres de la creatividad y del progreso estaban secos, pero afloró de pronto el espíritu nacional, como un volcán incontrolable, reclamando su derecho a la fecundidad” como escribió Domingo Alberto Rangel. La elección del General Eleazar López Contreras, Ministro de Guerra y Marina del fallecido, consolidaba la continuidad del régimen gomecista, pero abría una rendija a la esperanza de un nuevo orden de cosas. Comenzó entonces una agitada y turbulenta etapa de transición en el país, del régimen autocrático gomecista a la democracia.

El ansia colectiva y la muy justa consigna de “liquidar al gomecismo”, encontraron cauce en los partidos políticos que se formaron entonces, en los sindicatos obreros, en la combativa Federación de Estudiantes y en las organizaciones magisteriales que, de inmediato, comenzaron a tener vida activa. En este clima las fuerzas políticas anticlericales se dedicaron a descalificar al arzobispo por su amistad con el General Gómez. Publicaron algunas cartas cruzadas entre el arzobispo y el gobierno. Así, lo satirizó la revista “Fantoches”. Desde los tiempos de Guzmán Blanco la correspondencia de civiles o eclesiásticos dirigida a los presidentes de turno no es raro que estén plagadas de lisonjas y alabanzas que rayan en el servilismo. De ello no se libró el arzobispo Rincón González dando pie a ataques y burlas de políticos, humoristas y hasta clérigos.

LA VISITA APOSTÓLICA

El 1 de marzo de 1936 aparecieron en la prensa los primeros ataques que desprestigiaban al arzobispo. El Nuncio Fernando Cento estaba terminando su servicio en Venezuela (julio 1936), pues había sido trasladado a Perú y quería dejar solucionado el nombramiento de un arzobispo coadjutor. Ante los artículos contra el arzobispo, varios amigos le propusieron a éste que se les permitiera defenderlo dando respuesta a las difamaciones que corrían por la prensa capitalina. La respuesta del Prelado fue tajante: “Agradezco sobremanera el testimonio de filial afecto y el homenaje de religioso respeto a la sagrada dignidad de que estoy investido…pero quiero al mismo tiempo significar a todos mi deseo de que no se lleve adelante…”. La serenidad de espíritu y la búsqueda de no crear divisiones, pues a todos los consideraba sus hijos, lo hacían evitar todo conflicto escandaloso para la Iglesia.

Sin embargo, el Arzobispo recibió numerosas cartas de sacerdotes, religiosos y laicos, conscientes de la gravedad e inconsistencias de las acusaciones. El 21 de abril de 1936 el superior de los Padres Paúles, el Padre R. Gaude le escribe: “…por esta cartita portadora de mi afecto y de mi admiración a Su Excelencia deseándole la más perfecta paz de espíritu y la más constante alegría de corazón, en medio de esos sufrimientos que le han ocasionado “sus hijos malos. Dios que tanto le quiere, le llene de su santísima paz…-qué carta tan hermosa la de Su Excelencia, perdonando de corazón a sus ingratos hijos y no queriendo satisfacción alguna, para protestar de esa ingratitud, de parte de sus hijos buenos,…”[8].

En septiembre de 1936 fue nombrado el nuevo nuncio Luigi Centoz quien tardó ocho meses en llegar y vino cargado de prejuicios, pues no conocía la realidad del país ni la personalidad del arzobispo. En este tiempo quedó Encargado de Negocios el Secretario, Mons. Basilio de Sanctis, hombre intrigante y hábil en el manejo de los asuntos eclesiásticos, a quien históricamente se le atribuye maquinar la destitución del arzobispo Rincón González, porque no le tenía mayor aprecio de tiempo atrás, pues no lo había favorecido en varios asuntos personales.

Ante los crecientes ataques a su persona y la insistencia de la Nunciatura, el arzobispo accedió a la idea de pedir un coadjutor, tal como se lo habían sugerido Mons. Antonio Ramón Silva y Mons. Sixto Sosa. El candidato de consenso era Mons. Tomás Antonio Sanmiguel, obispo de San Cristóbal, quien no aceptó porque ya había presentado la renuncia a su obispado ya que deseaba retirarse para trabajar en las misiones. No hubo tiempo para más pues falleció el 6 de julio de 1937 zanjando dicha posibilidad[9].

Cerrado el camino para nombrar un arzobispo coadjutor había que buscar otros argumentos para que Roma decretara abrir un expediente en contra del arzobispo. De común acuerdo el Secretario de la Nunciatura y el Canónigo Rafael Peñalver redactaron un escrito, que enviaron a Roma, con acusaciones por negligencia en la administración de los bienes eclesiásticos, y en no llevar las cuentas con claridad y puntualidad.

El 2 de abril de 1937 la Sagrada Congregación del Concilio decreta la apertura de la Visita Apostólica y nombra a Mons. Miguel Antonio Mejía, Obispo de Guayana, Visitador Apostólico “para que se rodee de sacerdotes idóneos que se encarguen de hacer las averiguaciones del caso”. De hecho, no fue así. El Nuncio Centoz tenía apenas un mes de llegado al país y no hizo sino seguir lo que había preparado el Secretario. Es muy probable que el nombramiento del obispo de Guayana haya sido sugerido desde Caracas, pues siendo su hermano ministro del Gobierno, podría facilitar los trámites legales a que hubiere lugar.

El Arzobispo, por su parte, expresó su “inaudita sorpresa”, pues en veinte años de episcopado “nunca había recibido la más leve advertencia de que tales “insistentes rumores” existiesen”. Aceptaba someterse a la Visita Apostólica, pero esperaba que ella se desarrollara según el derecho. No fue así, porque en ningún momento se aceptaron las explicaciones dadas por el Arzobispo, y los libros de cuentas que se sacaron de la Curia nunca se los devolvieron.

El comportamiento de Mons. Mejía con el Arzobispo fue al principio respetuoso y cortés, pero al poco tiempo dejó de ser comedido y falto de caridad, hiriendo los sentimientos de Mons. Rincón, quien no quiso polemizar públicamente, por tratarse de hermanos sacerdotes, evitando así un escándalo mayor en el pueblo fiel. Entre los sacerdotes nombrados cedieron a las intrigas contra el Prelado, Mons. Basilio de Sanctis tras bastidores, el P. Rafael Peñalver, canónigo, y los párrocos de La Victoria (José de Jesús Crespo), de Santa Rosalía (Pedro Pablo Tenreiro, más tarde obispo de Guanare), de Santa Teresa (Manuel López), de San Juan Bautista (Gregorio Adam, más tarde obispo de Valencia), y el joven sacerdote Alejandro Fernández Feo (más tarde obispo de San Cristóbal), quien firmó como secretario, los informes de la visita.

Entre los contrarios a la conducta de los miembros de la Visita Apostólica se cuentan Mons. Nicolás E. Navarro a quien se le pidió testificara en contra del arzobispo, a lo que respondió que, aunque lo había adversado, lo que estaban haciendo era una vil calumnia. Junto a él Mons. Pacheco, rector de Santa Capilla y el Padre Marcos Tortolero, canónigo. El Padre Críspulo Benítez Fontúrvel (más tarde arzobispo de Barquisimeto), fue secretario del anciano arzobispo y estuvo siempre fielmente a su lado; también salió en su defensa el Padre Jesús María Pellín (más tarde obispo auxiliar de Caracas) quien entre otros cargos estuvo al frente del diario La Religión.

Para el mes de junio se daba por terminada la visita a la espera del veredicto de Roma, que nunca llegó. Intentó Mons. Rincón dirigirse en secreto y personalmente a Roma para expresar su parecer. Enterado el Nuncio, le refirió al arzobispo que había recibido un cablegrama de Roma en el que se le prohibía viajar. No consta la existencia de esta misiva. Tampoco se recibió respuesta de la Secretaría de Estado ni de la Sagrada Congregación del Conciio a los informes enviados por el arzobispo y por el episcopado. ¡Curioso proceder en justicia!

El 24 de julio de 1937, Mons. De Sanctis se embarcó para Roma y nunca más volvió a Venezuela. Pero fue el promotor de las acusaciones no solo contra el arzobispo, sino también contra todo el episcopado, asunto que se ventilaba por la prensa y de la que los grupos anticlericales supieron sacar partido. En Roma este secretario de marras se dedicó a propagar su opinión sobre el arzobispo y el resto del episcopado entre los alumnos venezolanos que cursaban estudios en el Colegio Pío Latino Americano, y en las dependencias vaticanas. Flaco servicio para la Iglesia venezolana. Años más tarde, siendo Nuncio en Venezuela Mons. Pietro Parolin (2012), hoy Secretario de Estado, fue invitado a Maracaibo a La Cañada con motivo del bicentenario de la creación de la parroquia del lugar de nacimiento de Mons. Felipe Rincón González. En su homilía pidió perdón a nombre de la Nunciatura por la conducta incorrecta e inaceptable de dicho diplomático vaticano.

A finales de 1937 el episcopado escribió una carta colectiva al Secretario de Estado, Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, en la que manifestaban la situación de la Iglesia en Venezuela, los efectos de la Visita Apostólica y la torcida conducta de Mons. Basilio De Sanctis. El portador de la carta fue Mons. Acacio Chacón en viaje a la ciudad eterna donde se entrevistó con el Secretario de Estado. Producto de este encuentro se comisionó a Mons. Maurilio Silvani, a la sazón Nuncio en Haití, para que viniera a Caracas a informarse de la situación. En el mes y medio que estuvo en la capital se entrevistó con clérigos y con el Presidente López Contreras pero no con el Arzobispo. Le propuso al ejecutivo la candidatura de Mons. Navarro para Caracas, asunto que no prosperó. Dicha visita no tuvo mayor trascendencia.

Como el cuestionamiento al episcopado continuó a lo largo de 1938, surgió de nuevo la idea de someter a la consideración del Papa la conveniencia, o no, de la renovación total del episcopado. El Cardenal Quintero me confió lo que trasmito a continuación. No quiso escribirlo, por la veneración a su arzobispo Mons. Chacón era grande, quien como único metropolitano en ejercicio firmó y envió la carta, asunto con el que él no estuvo de acuerdo.

Mons. Chacón tenía una manera muy curiosa de consultar a su vicario general, el P. José Humberto Quintero. Una mañana lo llamó para tratar asuntos de gobierno. Adrede, le pidió al Padre Quintero que por favor le trajera las gafas, (los lentes), que estaban en su escritorio para que viera el borrador de una carta dirigida a Pío XI en la que el metropolitano, a nombre de todos sus hermanos obispos, ponían a disposición del Papa sus diócesis. Su parecer, de inmediato, fue que era del todo inconveniente. El arzobispo no hizo ningún comentario. Cuando me lo comunicó, añadió el anciano Cardenal: ¡Dios quiere mucho a Venezuela!, porque esa correspondencia no podía ser del agrado del Papa, y a Dios gracias, al poco tiempo falleció el Papa Ratti. Lo sucedió Pacelli, su Secretario de Estado, quien con seguridad estaba enterado de la carta y se había hecho a la idea de que este asunto no se había manejado correctamente. Pero, Pío XII, no tuvo tiempo de ocuparse del asunto porque comenzó la segunda guerra mundial, y el caso venezolano cayó en el olvido. ¡Dios quiere mucho a Venezuela!

En los dos años controvertidos, (1937-1939), Mons. Rincón no dio declaraciones públicas sobre lo que se decía en la prensa sobre él. Se limitó a escribir al Secretario de Estado, y a la Sagrada Congregación del Concilio dando su opinión en un tono de gran altura. En su archivo personal reposan numerosas cartas y esquelas de sacerdotes, religiosos y amigos laicos solidarizánse con su causa, en las que hacen referencia a sus virtudes y le ofrecen su afecto y oraciones.

Entre ellas, la del Pbro. José Rafael Pulido Méndez quien le escribió desde Mérida el 15 de julio de 1939 a su “Señor y Padrino”. En ella, entre otros asuntos, le expresa sus sentimientos: “…Añada ahora V.E. el conocimiento que tengo de todos los asuntos eclesiásticos nacionales, a partir de 1936. Yo he presenciado el escarnio a que fue sometido V.E. ante la impasibilidad de la Nunciatura…he observado la incapacidad para colocarse a la altura del momento de la misma Nunciatura, pidiendo fácilmente a la Santa Sede normas…la difamación del Episcopado; la división e insubordinación de algunos elementos del clero, unos de los cuales se han quitado la sotana; las trapacerías del Sr. De Sanctis…¿Qué sentimientos debe despertar en cualquier ánimo todo este intrígulis de pasiones?…”.

Las respuestas del Arzobispo fueron siempre parcas en palabras, de gran cercanía y agradecimiento. No rezuman resquemor ni venganza. Se duele de la malicia humana y de la capacidad de mentir de algunos de ellos. Hombre curtido, lleno de años y con su conciencia limpia, fue un ejemplo de reciedumbre, de hondura espiritual, de amor a la Iglesia y a los desasistidos de la sociedad. Se le puede aplicar la enseñanza de San Gregorio Magno en su Regla Pastoral: “El pastor debe saber guardar silencio con discreción y hablar cuando es útil, de tal modo que nunca diga lo que se debe callar ni deje de decir aquello que hay que manifestar[10].

DE MONS. MIGUEL ANTONIO MEJÍA, OBISPO AUXILIAR DE CARACAS (1938), AL NOMBRAMIENTO DE MONS. LUCAS GUILLERMO CASTILLO HERNÁNDEZ, ARZOBISPO COADJUTOR (1939)

La vida de la Arquidiócesis de Caracas siguió convulsionada por las incongruencias de las partes en encontrar una solución acertada y definitiva a la sucesión del Arzobispo Rincón González. Si el clima político era agitado, el eclesiástico no se quedaba atrás. La insistencia de la Santa Sede en nombrar a Mons. Miguel Antonio Mejía, Obispo Auxiliar de Caracas, manteniendo la sede de Guayana, y con poderes de obispo residencial, trajo una serie de inconvenientes. En primer lugar, Mons. Rincón aceptó el nombramiento por venir de Roma, pero señaló que no garantizaba que Mons. Mejía compartiera con él las decisiones a tomar. Y así fue. En segundo lugar, la presencia de él en Caracas no favorecía la unidad del clero por la actitud que había tenido durante la Visita Apostólica. En tercer lugar, fue visto por el gobierno y los enemigos de la Iglesia como una jugada para burlar las exigencias de la ley de Patronato.

La conducta de Mons. Mejía con este nuevo nombramiento no fue la correcta; Mons. Luigi Centoz quien había sido trasladado a otra nunciatura, fue enviado para encontrar un avenimiento entre la Santa Sede y el Gobierno para nombrar arzobispo coadjutor. Tuvo que superar divergencias entre los candidatos que proponía Roma, los que señalaba el gobierno y la postura intransigente de Mons. Mejía. El buen olfato del Presidente Eleazar López Contreras intervino para que en definitiva se aceptara la venida a Caracas de Mons. Lucas Guillermo Castillo Hernández, obispo de Coro. El 29 de mayo de 1939 el Congreso lo eligió por mayoría calificada de 75 votos, aunque las bulas tardaron más de siete meses en ser expedidas y recibidas en Caracas por reclamos “diplomáticos” de menor monto de la Santa Sede.

Mons. Rincón reconoció que “Mons. Castillo ha procedido en el desempeño de su cargo con bastante prudencia y ha sido caritativo conmigo”. Solucionado el impasse de la sucesión arzobispal no tenía sentido mantener el conflicto. Se cerraba así, al menos en la forma y sin ahondar en causas y responsables, uno de los episodios más bochornosos en la vida de la Iglesia venezolana. En efecto, cuando las pasiones producen heridas, estas no se borran sin más, y menos por vía administrativa, pues su sombra permanece a través de la luz.

La década del cuarenta del siglo pasado estuvo marcada por la segunda guerra mundial y el reacomodo de las grandes potencias, y, en lo interno por la búsqueda de una democracia más real superando las secuelas del gomecismo. La jerarquía eclesiástica de aquellos años muestra un episcopado anciano, a la espera de un relevo que no llegó sino a finales de la década. Un signo suplementario de deficiencia institucional fueron las cartas de la Nunciatura en tono no muy diplomático, en términos imperativos y poco amigables, cuando solicitaban información o reclamos en el envío de las colectas imperadas.

LOS ÚLTIMOS AÑOS DEL ARZOBISPO RINCÓN GONZÁLEZ

Cargado de años, con salud cada día más precaria, en la soledad, quietud y oración que le brindó la familia, transcurrieron los últimos años de su vida. Conservó el título de Arzobispo de Caracas, pero toda la carga pastoral estuvo en manos de Mons. Castillo. En 1941, en ocasión de sus bodas de plata episcopales recibió muestras de cariño y reconocimiento. El Coadjutor publicó un auto, reseñado en la revista oficial del arzobispado, Adsum, en el que invitaba a los fieles a: “…manifestar su unión de fe y de caridad, mostrando la gratitud que corresponde a tan sagrada paternidad y elevando al cielo los votos más fervientes porque sean allí recompensadas sus labores por la gloria de Dios[11]. El buen arzobispo dirigió a su Coadjutor carta de agradecimiento por el gesto, recalcando que recibía el homenaje, pero sin presidir ningún acto público, y pedía que fuera estrictamente espiritual; de su peculio daría un almuerzo a veinticinco pobres, a los que él mismo serviría en los predios del palacio arzobispal acto en el que lo acompañó Mons. Castillo.

El 30 de octubre de 1941 los Padres Jesuitas conmemoraron los 25 años de haber tomado las riendas del Seminario. En el discurso pronunciado por el Padre Montoya sj, puso especial empeño en destacar en justicia el protagonismo del arzobispo, lo cual generó varias salvas de aplausos. La Nunciatura se conformó con dejar en la residencia familiar de Mons. Rincón una tarjeta de visita.

El Pbro. José Humberto Quintero, Vicario General de Mérida le envió sentida carta en la que le manifestó: “Dios ha querido que, al cumplirse esos cinco lustros, V.E. se halle bajo el dolor de la prueba. Pienso que Nuestro Señor ha querido que V.E. dé a su clero y fieles una lección de obediencia ilimitada a la Silla Apostólica. Y V.E. ha dado esa lección en forma tan clara y espléndida que viene a constituir un nuevo y altísimo mérito de su episcopado”.

El resto de sus días los vivió bajo el cuidado de su sobrino Felipe quien se ocupó de atenderlo en los achaques que iban minando poco a poco su salud. Mons. Navarro apunta en sus Efemérides que lo visitó con motivo de su onomástico el 1 de mayo de 1945, notándolo con sus “ribetes de abuelo” y en estado de “moribundez[12]. Mons. Felipe Rincón González entregó su alma al creador el 13 de mayo de 1946 a la una menos cuarto de la madrugada[13].

GLORIA DESPUÉS DE LA PASIÓN

Mons. Rincón falleció el 13 de mayo de 1946. La Junta Revolucionaria de Gobierno decretó tres días de duelo y prestó toda su colaboración para los actos fúnebres. Los restos fueron velados en la Catedral Metropolitana siguiendo las normas del ritual romano para las exequias de un obispo. Sacerdotes y seminaristas se turnaron para las guardias de honor y la recitación de las oraciones prescritas. Presidió Mons. Lucas G. Castillo y la oración fúnebre corrió a cargo de Mons. Jesús María Pellín.

Tanto el Cardenal Quintero como Mariana Blanco Rincón transcriben el comentario de Mons. Navarro, el cual, salido de su pluma tiene mayor valor: “El entierro resultó de una solemnidad verdaderamente grandiosa. La Junta Revolucionaria de Gobierno se ha portado admirablemente bien y los homenajes rendidos oficialmente al cadáver del Prelado no han dejado nada que desear. El pueblo y la gente de Caracas han honrado del modo más reverente estos fúnebres obsequios, cual mejor no la habría hecho el varón más eminente por sus capacidades y méritos. Ni puede ello atribuirse sólo al móvil de la vulgar curiosidad, pues la edificante actitud mostrada revelaba bien un sentido de profunda religiosidad y la sencillez genuina de la fe, que no atendía sino a la sagrada condición del personaje extinto, sin parar mientes ni por asomo en las excelencias o fallas individuales que pudieran enaltecerlo o amenguarlo. Gracias a Dios[14].

El ejemplo de la gente sencilla, el del gobierno revolucionario nada afín a los intereses religiosos, del clero secular y regular, los variados artículos en la prensa, debieron estremecer a los que fueron autores de las calumnias contra el arzobispo. Uno de ellos, le platicó a Mons. Navarro al concluir los oficios de sepultura que “abominó de la maldita visita apostólica” de la que fue víctima, ingenua o inocente de lo que tramaron Mons. De Sanctis y el Padre Rafael Peñalver. Con el tiempo Mons. Gregorio Adam atribuyó los desagrados que le tocó sufrir en su pontificado como castigo de Dios por su conducta durante la Visita Apostólica. Dejamos al juicio divino escudriñar las conciencias de quienes intervinieron en la elaboración de aquellos informes forjados[15].

Diez días después, el 25 de mayo de 1946 se abrió el testamento escrito por el difunto el 7 de febrero de 1944. En él deja constancia de los escasos bienes que tenía pues todo lo que manejó durante su episcopado lo invirtió en bien de la Iglesia y de los pobres. Mons. Navarro lo calificó como “…una manera hábil de vindicarse póstumamente de las difamaciones de la visita apostólica y rebotar sobre ella las injurias de que le hizo víctima en nombre de la Santa Sede[16].

Al día siguiente del fallecimiento del Prelado, Mario Briceño Iragorry escribió una columna titulada “En alabanza al Arzobispo Muerto”, que refleja a las claras el verdadero rostro de la vil calumnia vivida por quien se distinguió por ser amigo y benefactor de todos: “…Ya está dormido para siempre aquel que fue modelo de paciencia y de bondad, “alter Christus”, a quien una larga penitencia silenciosa erigió en mártir incruento de un calvario inenarrable. Ya descansa el anciano dulce y, contra cuyo corazón se rompieron las olas de un tempestuoso océano de pasiones sin que por nada se hubieran quebrantado su recia fortaleza y su desmedida caridad…ya ha cesado para siempre su larga agonía de tantos años, ya ha concluido definitivamente la lucha tremenda que soportó con resignación y aun con alegría… ha sido su último sacrificio en una causa contra él promovida y alimentada por sus propios hermanos, por sus propios protegidos, por los mismos a quienes él ayudó a subir… el Señor Arzobispo ha sido tratado en una forma por demás inmisericorde…la misma Iglesia, interesada en que se normalizara lo que pudo adolecer de faltas menores, ha sufrido el escándalo de ver sometida al menudo juicio común la conducta de quienes se miran por sus defensores y sustentadores…Todo ha pasado. Todo se lo llevó la muerte. Pero concluidos los homenajes que pueblo y Gobierno rinden a sus despojos, quedará por siempre entre las páginas gloriosas del episcopologio venezolano el ejemplo manso del Obispo que supo sonreir en medio de la soledad y la amargura de la tormenta[17].

LA MEMORIA DE MONS. RINCÓN GONZÁLEZ SE AGIGANTA CON EL TIEMPO

El tiempo rige los espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en constante crecimiento, sin caminos de retorno[18]. El tiempo ha servido para purificar y aquilatar la vida, pasión y muerte del noveno arzobispo de Caracas. En estos tiempos de fronda su ejemplo es luz en el camino de la esperanza. “El reino de Dios crece en medio de los conflictos del mundo. Su desarrollo no ocurre al margen de la historia de los hombres sino en el núcleo mismo de esta y se relaciona con todo lo que se hace, se busca, se construye o se destruye[19]. La parábola de la cizaña y la buena semilla se repite en la vida de los hombres y de los pueblos. “Paciencia y largo tiempo consiguen más que fuerza y rabia” (La Fontaine). Rincón González es paradigma de paciencia, prudencia, misericordia, practicadas con humildad para los tiempos recios que vivimos. Hay que dejar madurar la cosecha. La calidad de la semilla depende de nosotros.

EPÍLOGO

Finalizo dejando para la reflexión las inquietudes que genera lo descrito con anterioridad, para que la historia se convierta en maestra de vida tratando de señalar algunos elementos subyacentes y operantes que sobresalen en el entramado de la existencia concreta de Mons. Felipe Rincón González.

En primer lugar, las relaciones jerarquía-gobierno: durante todo el tiempo de la vigencia del patronato eclesiástico, condujeron a potenciar las ambiciones del poder. Los intereses de los gobiernos no coinciden con las exigencias de los postulados de la fe. Cuando se entremezclan sale perdiendo fuerza el valor ético, para dar paso a las intrigas del poder, de la envidia, de la mentira, del carrerismo. Esto se hizo presente desde la independencia hasta 1964 cuando se firmó el Convenio con la Santa Sede, sobre todo para el nombramiento del arzobispo de Caracas interés máximo de los gobernantes de turno.

Al día siguiente de la firma del Convenio, el 8 de marzo de 1964, el Cardenal Quintero le escribió al Papa Pablo VI: “Aunque entre la Iglesia y el Estado, exceptuados solamente algunos pocos casos, hubo y hay paz y amistad, sin embargo existía un permanente peligro de discordias a causa de la así llamada ley de “Patronato”, si alguna vez la Autoridad civil intentara llevarla a la práctica. Este peligro con la convención ahora fiarmada enteramente desaparece. Por lo cual, tanto los Sagrados Pastores como los fieles sienten no pequeño júbilo[20].

En segundo lugar, llama la atención que a las irregularidades del proceso interno de la Visita Apostólica, se suma la incomunicación de las instancias vaticanas ya que contestaron esporádicamente a los interesados y en ocasiones, en tono poco amistoso. La única correspondencia que he encontrado es una carta del Secretario de Estado Cardenal Eugenio Pacelli, dirigida directamente al Sr. Arzobispo y fechada el 13 de diciembre de 1938 en la que le manifiesta: “La Santa Sede no ha, en efecto, olvidado nada de lo que V.E. ha hecho por el bien de las almas y en favor de la Arquidiócesis de CaracasY como prueba de este reconocimiento de parte de la Santa Sede, me es grato comunicarle que el Augusto Pontífice le envía, por mi órgano, su paternal Bendición Apostólica, a fin de que le sirva también de confortación y alivio en sus presentes aflicciones”. Es una misiva delicada y fraterna, en contraste con la dureza e intransigencia de la correspondencia de la Sagrada Congregación del Concilio.

Es lo que postula la Constitución Praedicate Evangelium acerca de la reforma de la Curia Romana: “La curia romana,o está en función y al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia o no sirve….no es sino un instrumento del que se vale el Pontífice para el ejercicio de su autoridad en la Iglesia al servicio de la evangelización”… “dar a la Iglesia el rostro de la sinodalidad; es decir, una Iglesia de la escucha recíproca en la cual cada uno tiene algo que aprender[21].

En tercer lugar, abundaron las manifestaciones de solidaridad del clero, religiosos y laicos ante los desmanes de la Visita Apostólica. Pero, fueron testimonios “privados”. Solo después del fallecimiento del Prelado encontramos escritos públicos. Cabe preguntarse las razones de ese silencio. Salir a la palestra pública en medio de la diatriba era jugársela a favor de una de las partes. El hecho es que eso no se dio. Es lo que todavía ocurre , cuando la gente pide que hable la “Iglesia”, indicando que debe ser la palabra o el gesto de la jerarquía, y no el de otros sectores, en particular del conjunto o representación calificada del pueblo fiel de bautizados. Caminar juntos, sinodalmente, exige corresponsabilidad. “Reconozco”, -nos dice el Papa Francisco-, “…que necesitamos crear espacios motivadores y sanadores para los agentes pastorales…donde compartir las propias preguntas más profundas y las preocupaciones cotidianas…[22].

En cuarto lugar, estar a la altura de las exigencias espirituales y éticas, antes y ahora, en particular ante situaciones dramáticas, límites, requiere una actitud colectiva de discernimiento, de diálogo entre la fe, la filosofía, las ciencias humanas y físico-naturales y con el pueblo, para beneficio mutuo al servicio de todos, con el perfil específico inculturado en la realidad venezolana. Esto exige un trabajo de reflexión y estudio para poder anunciar, denunciar y ofrecer un compromiso humanizador. El capital moral del que, pese a todo, dispone la Iglesia, en frágiles vasijas de barro, debe ayudar a renovar su fidelidad, el compromiso, la esperanza que dinamiza y transforma.

Por último, vale la pena preguntarnos cómo tratar la maledicencia y la calumnia cuando ésta aparece promovida por sectores interesados. Máxime cuando los avances de la tecnología y la profusión de las redes favorecen crear matrices de opinión en función del poder[23]. La calumnia es acusación falsa, hecha maliciosamente para causar daño. La maledicencia, por su parte, es la costumbre o actitud de difamar y hablar mal de los demás. Esto se hizo presente en la vida de Mons. Felipe Rincón González. Ante ello, ¿qué debemos hacer? La respuesta no es fácil, pero ineludible con la verdad y la justicia.

En Fratelli tutti el Papa Francisco nos dice: “No existen el bien y el mal en sí, sino solamente un cálculo de ventajas y desventajas. El desplazamiento de la razón moral trae como consecuencia que el derecho no puede referirse a una concepción fundamental de justicia, sino que se convierte en el espejo de las ideas dominantes[24]. Y en, Evangelii gaudium: “… la mayor amenaza es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad. Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo[25].

La historia nos enseña que si deseamos provocar un auténtico impulso humanizador en el seno de nuestra sociedad, tenemos que prepararnos para dar razón de nuestra esperanza humana trascendente, con una conciencia sana e iluminada acerca de lo que la fundamenta, con mansedumbre y respeto, abierta a la crítica, para que no nos sintamos mejores, pensando que no hemos caido tan bajo como otros. La esperanza no crece silvestre, se construye como promesa cumplida hacia la que hay que caminar. Es don que acompaña a la vocación humana; es el desafío y la tarea para nuestra libertad hoy.

Señores.

FUENTES CONSULTADAS

Archivo Apostólico (Secreto) del Vaticano (AAV)

Archivo Histórico Arquidiocesano de Caracas (AAC)

Archivo Particular de Mons. Felipe Rincón González (APFR)

Blanco Rincón, Mariana. Cuentas de un obispo. El arzobispado de Monseñor Felipe Rincón González. Maracaibo. Acervo Histórico del estado Zulia. Venezuela.

Esta obra concluida en 1988 no se publicó hasta 2006. Conservo fotocopia de la tesis original de licenciatura en historia por la Universidad Católica de Lovaina (UCL).

Quintero Parra, José Humberto. El arzobispo Felipe Rincón González. (Apuntes sobre su pontificado). Caracas. Ediciones Trípode. 1070-A. Venezuela, 1988.

Nota: varias de las citas documentales van sin pie de página. Los papeles revisados están en proceso de clasificación y forman parte de numerosos folios que requieren ser puestos en orden, trabajo todavía por hacer.

[1]Véase, Tomás Polanco Alcántara. “La Iglesia en las Presidencias de López Contreras y Medina Angarita”. Ponencia presentada por el Dr. Tomás Polanco Alcántara en las II Jornadas de Historia Eclesiástica Venezolana, organizadas por el Centro de Investigaciones de Historia Eclesiástica del Instituto Universitario Seminario Interdiocesano Santa Rosa de Lima Caracas, 30 de mayo de 1995:Comenzó entonces el proceso más grave, delicado y terrible que haya pasado en la Historia de nuestra Iglesia. Se trató de destruir y hasta de asesinar moralmente la personalidad del Arzobispo de Caracas, acusándole de robar al patrimonio de la Arquidiócesis para enriquecer a su persona y a su familia. Nunca antes se había visto algo semejante y ojalá nunca después se vuelva a ver. Y lo más serio fue que el movimiento no partió de afuera de la Iglesia o desus adversarios o enemigos sino de su propio seno. Fue un caso que comprueba la frase admonitoria del Evangelio: Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.

11

[2]J.H. Quintero. El Arzobispo Felipe Rincón González, p. 11.

[3]Carlos Rodríguez Souquet. El Arzobispo Críspulo Uzcátegui (1884-1904): crónica menor de una época y un Obispo”. Universidad Católica Andrés Bello. Instituto de Investigaciones Históricas. Montalbán: Revista de Humanidades y Educación. n°54. 2019.

[4]Cfr. Peñalver Rubén. La obra de Monseñor Pietropaoli: en el marco del proceso de restauración de la Iglesia católica venezolana, 1913-1917. Caracas, Venezuela: Universidad Católica Andrés Bello, 2000. 87p.

[5]Cfr. Rondón Nucete Jesús. Los años difíciles del obispo Silva 1913- 1916. Mérida, Venezuela. Universidad de los Andes. Publicaciones del Rectorado. 2004.

[6]Libreta de asuntos particulares del archivo personal de Mons. Rincón González.

[7]Quintero J.H. o.c. p.23.

[8]Archivo Personal Mons. Rincón. Carpeta correspondencia 1934-1936. Ver también, Quintero J.H. “La miseria humana y la riqueza arzobispal”, del Dr. Juan Antonio Gonzalo Salas, o.c. pp.299-300.

[9]cfr. García Mora Carlos Javier. Monseñor Tomás Antonio Sanmiguel. Primer Obispo de San Cristóbal: Biografía del Siervo de Dios. San Cristóbal, Edo. Táchira. Fondo Editorial Sanmiguel, 2017.

[10]San Gregorio Magno. Regla Pastoral, 2,4.

[11]Adsum, n. 101, p.121.

[12]Efemérides. Libreta XIX, p. 96v. y 97.

[13]Efemérides. Libreta XXII, p. 46.

[14]Efemérides. Libreta XXII, p. 46.

[15]Efemérides. Libreta XXII, p. 47 y siguiente.

[16]Cfr. Efemérides. Libreta XXII, p. 55.

[17]Recorte de prensa de la columna Al día, del 14 de mayo de 1946, sin referencia al periódico donde fue publicada. Probablemente diario El Universal.

[18]Evangelii Gaudium, 223.

[19]André Dupuy. Cuentas del Rosario 2. p. 112.

[20]José Humberto Quintero. El Convenio con la Santa Sede. p. 93.

[21] Card. Oscar A. Rodríguez Maradiaga. Papa Francisco. Praedicate Evangelium, p. 20 y n.4 de la Constitución Apostólica.

[22]Papa Francisco. EG. 77.

[23]Cfr. Concilio Plenario de Venezuela. Documento “la contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad”, n. 81: “Las expresiones concretas del amor son el signo de un discipulado auténtico. El compromiso solidario de la Iglesia con los pobres, con los marginados, con los oprimidos, con los débiles, con los tristes, con aquellos cuyos derechos han sido violados o amenazados, es también motivación, invitación y argumento para la fe del mundo en Cristo. En consecuencia, la necsidad que tiene el mundo del testimonio de los cristianos requiere la participación de estos en comunidades concretas de fe, que hagan presente la praxis del amor y la renovación eclesial en la comunión”.

[24]Fratelli tutti, n. 210.

[25]Evangelii Gaudium, n. 83.

05-12-2024