El caminante: Oasis

Por: Valentín Alejandro Ladra…

Todos buscan encontrar un sitio donde poder liberarse del oprobio, la esclavitud mental y la degradación humana que lleva irremediablemente hacia la servilitud.

Pero, ¿qué es un oasis? En los desiertos sin límites donde el horizonte de dunas gigantescas de arena se une ficticiamente con cielos azules, la inclemencia del sol calcina piel, carne y pulveriza los huesos de quien se atreva a caminar por esos predios de cruentas historias.

Las huellas que van dejando sus pies arrastrados por el sufrimiento, el “náufrago del desierto”, terminan justo allí donde se desploma, su piel apergaminada y carne agrietadas, ropa hecha jirones, donde el hambre atenazó su estómago hasta comprimirlo como una tenaza, sediento, donde mil espejismos lo llevan casi hasta el borde de la locura.

Las frías, heladas noches donde miríadas de estrellas titilantes de una porción de miles de millones de galaxias de la Vía Láctea le dan un atisbo de esperanzas de que, al día siguiente, pudiera encontrar una señal de vida, una aldea de barro y adobe donde sobrevivir y olvidar sus penurias.

Al amanecer, tiritando aun de frío, hambre y sed, todo sigue igual, y sus esperanzas se desvanecen aún más. Una zigzagueante serpiente cruza sus botas desmembradas, y no le hace caso. Le da igual. Si le clava sus afilados colmillos y el veneno penetra en su sangre la tortura se habrá acabado, fiebre y  delirio que, según él cree, le dará la paz final. Pero no. La serpiente, segura de sí misma al saber que lo tiene a su merced, hace una mueca de pavoroso sadismo y lo deja que continúe su sufrimiento.

Intuye que no le queda mucho tiempo antes de sucumbir al desierto, donde él es rey y reina a la vez.

Los recuerdos bullen en su afiebrada mente. Ve fantasmas por doquier. Aparecen sus seres queridos, sus amores, logros de antaño. Ya no tiene lágrimas que corran por sus agrietadas mejillas. Los ojos están secos y polvorientos. ¿Cómo pudo llegar hasta ese cruel extremo? ¿Un accidente? ¿Un engaño? ¿Inocencia o ignorancia? ¿Demasiada confianza de una vida, un país, un mundo mejor? ¿Por qué se dejó embarcar en ese espejismo que le prometía el oro y el moro? ¿En esa aventura donde ahora, moribundo, arrastra los pies por la dantesca arena?

Apenas le quedan fuerzas para seguir adelante. Su voluntad está puesta a prueba. ¿Qué le motiva para no desplomarse sobre una de las ondulantes dunas y abandonarse a su destino? ¿La fe? ¿Esperanzas que las divinidades celestiales lo salven y protejan con sus halos de santidad, alas de energía espiritual? ¿El recuerdo de sus seres queridos, su familia? ¿Su amante? ¿La gloria de un triunfo que no fue?

Casi arrastrándose por la caliente arena que le va quitando su último aliento, muy dentro sabe que no puede dejarse vencer por los infortunios que él mismo se ha buscado. En forma irreverente y casi clandestina. Es su orgullo. Estoicidad. Aún hay esperanza. Aunque cada minuto que pasa ésta se convierte en mera ilusión. Como los espejismos que ve a lo lejos, el sol iluminando los vahos calóricos reflejados en las arenas del aire.

Pero, ¿qué es un oasis?

La salvación para los navegantes del desierto y de los camellos que sólo necesitan poca agua para convertirse en barcos de lujo.

Entre verdeantes palmeras un pozo, una laguna de agua bebible que es la salvación y descanso de quienes se atreven a cruzar los desiertos. Es casi una iniciación. Sufrir para alcanzar la paz y la gloria. Salvar no sólo el cuerpo sino también la misma alma y renovar el espíritu de vida.

Y nuestro sediento, torturado personaje de esta historia, apenas con sus nebulosos ojos puede divisar las lejanas formas de las palmeras. ¿Será otro espejismo, otra equivocación que siga truncando toda nueva esperanza? No le queda otra sino seguir avanzando, arrastrarse penosamente, continuar su sufrimiento.

Pero las palmeras están allí, cada vez más cerca. Son varias, muchas, y parece que lo estaban esperando. Quiero llorar pero no puede. Al borde de su aliento final logra tocar las anillas rugosas de una de ellas, y comienza a reír, bueno, es un decir, casi a carcajadas. ¡Agua! Y se sumerge en esa laguna. Permanece mucho tiempo allí, pero sabe que sólo puede beber el refrescante líquido por sorbos. De otra manera su estómago, intestinos y corazón estallarían por el esfuerzo.

Pasan las horas y la brisa de las hojas de las palmeras lo reviven. Unos dátiles caídos, dulces, mitigan su hambre. No sabe a quién agradecer, si a las bondades celestiales o que no se dejó vencer por el infortunio.

Su mente recupera la capacidad de pensamiento. Duerme, descansa. Al día siguiente se pregunta: “¿Ahora qué hago? Estoy sólo. ¿Cómo regreso?”

La respuesta, como por arte de magia, lo premió: del otro lado del OASIS estaba la aldea.

Cualquier semejanza con nuestra actual realidad es pura…¿coincidencia?

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