José de Arimatea, hombre influyente que en secreto seguía a Jesús, logra prontamente el permiso para rescatar el cuerpo del maestro. Debe salvaguardarlo de esa infamante situación dándole sepultura adecuada antes de que llegue la noche de pascua.
Los discípulos aún siguen retraídos, temerosos, después del desbordamiento de ferocidad y odio que han visto abatirse sobre Jesús. El descendimiento de la cruz y el sepelio proceden en soledad y silencio, pocos ayudan con el peso exánime y pocos lloran con la madre, María, sobre el despojo mortal del Señor.
El cadáver es rápidamente lavado del exceso de sangre y envuelto en el sudario. En la noche la losa que cierra definitivamente la tumba parece sellar el destino de aquella esperanza. Y sin embargo, apostar guardias del sanedrín en el sepulcro muestra que sus homicidas no están tranquilos, le han visto obrar prodigios nunca vistos, han escuchado que hizo volver de la muerte a varios niños y a Lázaro, su amigo. Han escuchado que hablaba de volver según las Escrituras… Ningún cuidado está de más.
Mientras tanto el mundo que no le conoció continúa en la inconsciencia, como el pueblo judío que lo vio morir, ajetreado en los preparativos de esa noche, siguen su rutina como si nada hubiese ocurrido. Una muerte más… “Todos los hombres son mortales, Jesús es hombre, Jesús es mortal”.
Así se vive la Semana Santa en una cultura moderna y neopagana: mitad tranquilos porque ese gran perturbador ha sido quitado de en medio; mitad tranquilos porque se vive en una ignorancia animal. Es indeseable una luz que venga a romper la oscuridad, a despertar los durmientes. Y sin embargo…
La luz vino y viene. El silencio del Sábado Santo es el de la enorme orquesta filarmónica que, ya afinados sus instrumentos, espera quieta la primera indicación del director para llenar el espacio se sonido, totalmente lleno.
Sólo quienes salen de la sala o se tapan los oídos se “libran” de la más bella sinfonía.
Bernardo Moncada Cárdenas