Por: Bernardo Moncada Cárdenas…
En enero de 1969, Jan Palach, un estudiante de filosofía, murió al prenderse fuego en la Plaza de Wenceslao como protesta por la invasión de los tanques soviéticos. A diferencia de la mayoría de sus compañeros disidentes, Havel no reaccionó a la muerte de Palach con lágrimas, exasperación o ira desesperanzada. En cambio, como el político en que habría de convertirse, dio una entrevista televisiva en la que declaró, con extraña y, hasta ese momento, poco característica bravura: “Para nosotros hay un solo camino abierto: llevar nuestra batalla política hasta el final. Entiendo la muerte de Jan Palach como una advertencia contra nuestro suicidio moral.” Michael Ignatieff, “Vaclav Havel, el héroe que Europa necesitaba”
Tales palabras son hilachas de una epopeya que todos, especialmente los venezolanos de hoy, deberíamos conocer mejor. No porque encontremos en la liberación de Checoslovaquia la receta para recobrar nuestra libertad, pues los hechos no son recetas, sino que por sus momentos de alta y baja moral, el relato nos inspira, o nos previene. Havel, sorprendente líder de la caída del comunismo checo, con aplomo pero sin frialdad, libre de emocionalismos pero profundamente conmovido, extrae del drama el impulso para elevarse y pedir altura a sus coterráneos. La tragedia del joven estudiante es “una advertencia contra nuestro suicidio moral”, ha sido un llamado a tomar en serio el momento y dar todo lo que se pueda.
Participamos en el despertar de un pueblo a su verdad, un pueblo que abre los ojos a su ser nacional y su dignidad individual y colectiva. No es un despabilarse apacible, éste; es turbulento y cruento porque salir del letargo de la mentira chocará siempre con los defensores de la falsedad, y estos harán lo imposible para preservar el poder que la mentira les da. Perpetrarán cualquier atrocidad. Lo están haciendo a diario en Venezuela. Y puede ser que la opinión pública, expresada en las redes, se desboque en “lágrimas, exasperación o ira desesperanzada”, pero muy diferente es el accionar cada vez más masivo de la protesta callejera. Al dolor o el miedo les vemos superados por un coraje, una decisión, que sobrecogen.
No se trata de la tensión violenta de las llamadas guarimbas del 2014. Aquella supuesta táctica de “tranca, detona y corre” no puede equipararse con el accionar abierto y desarmado de los muchachos, quienes por cuenta propia se lanzan, con un precario escudo de cartón o plástico, a enfrentar pelotones con armas de fuego entre los cuales más de uno ha hallado su despiadado verdugo. Y tampoco hablamos de un proceso puesto en marcha por la decisión política que titularon La Salida. Estamos ante la respuesta espontánea y popular a la situación desesperante, mantenida por el empecinamiento de una camarilla en mantenerse en el poder sin visible intención de rectificar ni de mejorar las condiciones del país. Estamos ante una Venezuela que se descubrió engañada y no acepta más embustes, “no come cuento”.
Por ello la represión no amedrenta como, normalmente, cabría esperarse dada su crueldad, arbitrariedad, y poderío. El “tun Tun” con que los déspotas amenazan acosar casa por casa a los manifestantes y líderes sigue suscitando el creciente “Tam Tam” de los escudos y de los pies en marchas. Una capacidad de respuesta de quienes cada vez tienen menos que perder y perciben, al mismo tiempo, el influjo inspirador de unos valores relacionados con algo mucho mayor, algo total, llámese democracia, justeza, patria, o en última instancia Dios.
Hay una magnanimidad desvelada en esta Venezuela, una grandeza no calculada por sus opresores, y que nosotros mismos no podíamos sospechar, que se ha convertido en la mayor y única arma que se esgrime contra el diluvio de lacrimógenas, los disparos a mansalva y los arrestos abusivos. Es la grandeza que guiará cualquier eventual compromiso final, cualquier plan de acción, hacia una mejor Venezuela para todos, como objetivo donde se enmarquen hasta los actos de justicia a que haya lugar.
Es un despertar convulso y nada tranquilo, y es un accidentado y largo camino hacia la paz. Pero vamos bien y llegaremos a construir futuro para todos. Porque, volviendo al testimonio de Havel, no muy diverso del de Mandela, con esa magnanimidad por delante, con esa moral, podemos decir como él: “Aquellos que durante años se han enfrascado en una revancha sangrienta y violenta contra sus adversarios ahora nos temen. Pueden quedarse tranquilos, nosotros no somos como ellos.”