HOMILIA DEL SR. CARDENAL BALTAZAR PORRAS CARDOZO, ARZOBISPO DE MÉRIDA, EN LA ORDENACIÓN EPISCOPAL DE MONS. LUIS ENRIQUE ROJAS RUIZ
Queridos Hermanos:
Bienvenidos, queridos hermanos, a esta singular celebración en la que se unen un haz de intenciones que nos hace dar gracias a Dios por el don de la vida, por la fuerza que el ejemplo de Jesús y su Evangelio nos confiere; por el regalo del bautismo que nos configura como hijos de una iglesia servidora y fraterna; por la fortaleza para asumir con pasión y entereza las contrariedades de la vida y las limitaciones que nos quieren robar la libertad y la creatividad. Gracias por el calor y entusiasmo que trasmite el testimonio de quienes nos han precedido, y de tantos que en la vida cotidiana pasan a nuestro lado y nos dejan la estela y el buen olor de sus buenas obras. Y, gracias porque esta iglesia particular emeritense ha sido en tiempos pasados y en el presente, faro de luz y de esperanza que nos hace redoblar el compromiso de ser alegres y constantes evangelizadores portadores de la buena nueva de Jesús nuestro Señor.
Hoy, la liturgia nos invita a alabar al Señor desde la intercesión de los santos arcángeles. La tradición tiene mayor peso que la ley que los une a todos en una única conmemoración, y se detiene en nuestro medio en la figura de San Miguel, quién como Dios. Como nos cuenta San Gregorio Magno, dicho nombre designa la función no el ser, a quien le correspondió cumplir la misión especial de dar a entender por su actuación y por su nombre que nadie puede hacer lo que sólo Dios puede hacer. Custodiar las puertas del paraíso es una invitación a salir, a buscar las ovejas perdidas, a la actitud misionera de abrirnos a los demás, de trasmitir el mensaje sanador del evangelio amasado en el tiempo por tantos hombres y mujeres, testigos de la fe recibida de sus mayores.
Ciertamente, la acción de Dios, cuando encuentra terreno abonado, multiplica su potencial en las acciones de hombres de carne y hueso, como la del Siervo de Dios Miguel Antonio Salas, cuyos ángeles custodios son el santo de Padua que le dio la sombra protectora de ser buen predicador y asiduo en la preocupación por los pobres; y el valiente arcángel Miguel en su feroz lucha contra el dragón, que no es otro que los males sociales que nos tientan para olvidarnos de los demás. Pero como oímos en el Apocalipsis que acabamos de escuchar, fue vencido y arrojado para siempre, porque “ha sonado la hora de la victoria, de la victoria de nuestro Dios, de su dominio y de su reinado, y del poder de su Mesías”.
Nuestro insigne predecesor rigió esta porción del pueblo de Dios por doce años procedente de la diócesis de Calabozo donde estuvo dieciocho años. Antes había sido formador de clero en los seminarios de San Cristóbal y Caracas por su vocación de hijo de San Juan Eudes. A la vera de su tumba, su sobrina y el nuevo obispo auxiliar han depositado un cirio y un ramo de flores, ofrenda sencilla en agradecimiento a la abundante siembra y cosecha de sus afanes pastorales, regados con entrega total y desprendimiento de bienes y halagos. El crecimiento vocacional por donde pasó fue grande y la estela de hijos suyos espirituales, sacerdotes y laicos, fue y es notable. La presencia numerosa de servidores del altar venidos de todas las parroquias es una cálida ofrenda en esta mañana. Esta celebración tiene un marcado sello vocacional y confiamos a su intercesión los adolescentes y jóvenes que buscan acrecentar los valores cristianos como guía de sus vidas.
Pero, además, sobresalió en su permanente actitud de hombre en salida, a las periferias existenciales, en contacto con todos en el que siempre tuvo preferencia la gente humilde y sencilla. Aquí en Mérida optó también por un atinado acercamiento al mundo de la cultura, de los medios y de la universidad, iniciando una nueva etapa que ha cristalizado en el tiempo en intercambio fecundo entre la ciencia y la fe en vistas al bien común integral.
Muy querido Luis Enrique, la corona de bautizados, obispos, sacerdotes, familiares y fieles que te rodean, lo hacen en actitud de oración y de fraterna compañía. Asumir una nueva responsabilidad eclesial exige revestirse de la fuerza de lo alto, ante la indignidad de cada uno de nosotros. San Bernardo señala que “el ministerio de los ministros de Cristo ofrece tres aspectos diversos: esclavitud, amor y dignidad. El ministerio de esclavitud es la mortificación corporal; el del amor, el fervor espiritual; y el de la dignidad, consagrar el cuerpo de Cristo. El primero se realiza con dolor, el segundo con gozo y el tercero con humildad. El primero es el sacrificio del temor, el segundo el del amor y el tercero de la alabanza” (sermón 120).
El trozo de la carta a los Filipenses que has escogido te acompañe siempre: la alegría de la que te llenará el Señor que nos enseña a bastarnos con lo que tengo. “Sé lo que es vivir en pobreza y también en la abundancia. Estoy plenamente acostumbrado a todo, a la saciedad y al ayuno, a la abundancia y la escasez”. Y esta alegría es posible porque “Todo lo puedo en aquel que me conforta”. Que todos los que aquí estamos sepamos mostrarnos solidarios en medio de los sufrimientos. Que esta enseñanza del Apóstol sea como bitácora que marque la ruta en las horas grises. Porque, escribía Mons. Ramón Inocentes Lizardi, “hay que pensar en el obispo que va por dentro, detrás del pectoral sin crucifijo, porque él es quien va cosido a la cruz con el triple clavo de su responsabilidad” (Palabra y circunstancia, p. 251).
El Señor escoge a los que él quiso y ellos le siguieron. También a ti, y a todos los que hemos sido llamados al ministerio sacerdotal, la selección brotó del amor misericordioso del Señor, como a los doce. Lo nuestro es la prontitud en el seguimiento para que la acción del Espíritu obre en nosotros. Debemos decir sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo. “El ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual”, “porque los desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada”, ejercitando el discernimiento en compañía de nuestros colaboradores sacerdotes y laicos (EG 88 y 109).
Vas a ejercer el ministerio episcopal, querido Luis Enrique, en esta ciudad y diócesis que bien conoces, donde se hermanan dos realidades, la universitaria y la del campo productivo. En el encuentro que recientemente tuvo el Papa Francisco hace apenas dos semanas con los obispos de reciente nombramiento les recomendaba “una delicadeza especial con la cultura y la religiosidad del pueblo. No son algo que tolerar, o meros instrumentos para maniobrar, o «una cenicienta» que hay que tener siempre escondida porque es indigna de entrar en el salón de los conceptos y de las razones superiores de la fe. Al contrario, hay que cuidarlas y dialogar con ellas, ya que, además de ser el sustrato que custodia la autocomprensión de la gente, son un verdadero sujeto de evangelización, del que vuestro discernimiento no puede prescindir. Tal carisma, donado a la comunidad de creyentes, no puede por menos que ser reconocido, interpelado e involucrado en la trayectoria ordinaria de discernimiento realizada por los pastores” (14 de septiembre de 2017).
Muchas otras consideraciones podríamos hacer, pero dejemos lugar a la oración pausada y compartida. Siento un inmenso gozo y un alivio en la carga pastoral, tenerte a mi lado y en el del presbiterio y fieles, pues tu trayectoria es prenda de copiosos frutos. Invoquemos a María Santísima Inmaculada, patrona de nuestra arquidiócesis para que bendiga y acompañe tu nueva andadura. Querida madre de Dios, sé bálsamo y consuelo de tu hijo Luis Enrique en esta hora en que se compromete más íntimamente con la causa del Señor Jesús. Acompáñalo en su caminar, en salida, en búsqueda de las periferias existenciales en las que las semillas del Verbo esperan quien las fecunde con la buena noticia de Jesús. Sé su refugio en las horas recias. Tú, Virgen de la escucha y la contemplación, llévalo a la oración silenciosa y sonora en la que el arrullo de tu ternura le dé mayor fuerza para servir, fe ardiente y generosa para que la alegría del Evangelio lo Acompañe siempre. Amén.
Catedral Basílica metropolitana de Mérida, 29 de septiembre de 2017