Ésta es una armonía constante.
Realmente la comunicación, aun en las conversaciones más sencillas, las del día a día, persiste en descubrir lo que es ineludible hacer; así éste no queda relegado al mutismo de la inoperancia.
La armonía “decir y hacer”, “comunicación y esperanza”, además de pertenecerle y fraguarse en una centena de hombres, igualmente pertenece y es fraguada por todo el género humano. Nadie debería expresar que la comunicación cesa cuando la esperanza germina. Si desapareciera la comunicación, cosa de por sí inaplicable, la virtud de la esperanza “no significaría” nada en absoluto. Y, desde luego, algo atañe a las multitudes de todo el orbe cuando ellas han sabido de testimonios de personas particulares como de países, que no han comprado determinada porción o dosis de esperanza, sino que la han experimentado en un “saberla vivir bien” incluso en situaciones intempestivas. ¿Qué sería que la pudiéramos enajenar, o sea, cederla o venderla cual mercancía? Quizás alarmados exclamaríamos: ¡No sabemos que nos queda por conservar de ella!
En la armonía comunicación y esperanza no vivimos en una especie de antro, aguardando insensibles el momento de sentir en la integridad de nuestra persona, los sápidos efectos del positivo entusiasmo.
En verdad, comunicación y esperanza, aun teniendo una teoría que las define, están íntimamente enlazadas al “ser del hombre”, pues, él en todo acto que realiza demuestra en su formación la expresión de lo más sublime: su deseo de triunfar y, por supuesto, desde su laurel transmitir, con palabras y hechos, energía a quien está atareado o atareándose en tal faena.
El evangelio de este domingo (Juan 2, 1-11) es clarísimo en este objetivo: a un determinado momento de la fiesta de bodas de Caná de Galilea faltó el vino. Es un intervalo en donde maría se mueve hasta Jesús preocupada por la continuidad de la alegría de la ceremonia. Así nos sucede muchas veces. Sentimos finalizada la fiesta de la esperanza, pero, sin duda, hay alguien que, como María, busca reanimarnos, y sustancialmente busca a Jesús, quien ningún precio pone en socorrer tal exultación, mucho menos la suprime; su interés en amparar la comunicación hecha por su Mamá no está distanciado de nuestras comunicaciones, por eso, en éstas no lo privatizamos a egoístas caprichos, al contrario, nos abandonamos confiadamente a la generosidad de su corazón.
De este modo, en medio de estas situaciones tan complejas y decepcionantes que vivimos, tornemos la mirada y el oído a estas palabras, «sé que hallaré un pueblo joven lleno de esperanza», rubricadas en el mensaje de Juan Pablo II del 19 de enero de 1985, una semana antes de su viaje a nuestra querida Venezuela (VV. AA., TRIPODE, 1985, 3).
Bibliografía:
AA., Lo que dijo el papa a los venezolanos, TRIPODE, Caracas, 1985.
Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.
horaraf1976@gmail.com
19-01-25