Por: Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo…
En febrero de 1961 regresaba al país procedente de Roma, el primer cardenal venezolano, José Humberto Quintero Parra nombrado por el Papa Juan XXIII. El protocolo vaticano de aquellos años en vísperas del Concilio Vaticano II, era complejo y pomposo. Los cardenales debían ser acompañados en los actos solemnes por un gentilhombre, el Dr. Miguel Torres Ellul, con frac y sombrero de estilo, un sacerdote capellán, el Padre Allegreti, y un familiar, seminarista que en las funciones litúrgicas debía sostener la larga cauda con la que ingresaba a los templos antes de las ceremonias religiosas.
La sotana que mandó a hacer en Roma, lo trajo a Venezuela y el Sr. Cardenal le pidió al Rector del Seminario Interdiocesano que al seminarista caraqueño que le quedara a la medida, ocuparía dicho cargo. Quien escribe estas líneas fue el afortunado. Ello me permitió conocer de cerca al imponente cardenal y gozar con frecuencia de la sabrosa conversación que el agudo purpurado mantenía escrita a mano en cuadernos de pasta dura. El día que apareció mi nombramiento de obispo auxiliar de Mérida, su tierra natal, me obsequió el anillo y el pectoral que usaba a diario, y una gruesa capa romana de invierno que reposa en el Museo Arquidiocesano de Mérida.
En enero de 1983 se dio a conocer la noticia del nombramiento del segundo purpurado venezolano, el arzobispo de Caracas, José Alí Lebrún Moratinos. Un servidor estaba al frente del Seminario San José de El Hatillo, y fui escogido para acompañarlo a Roma en calidad de secretario. La proverbial sencillez de Mons. Lebrún quiso celebrar el día de su elevación en la intimidad familiar, en compañía de su hermano Luis, diplomático de carrera y mi persona. La cena de ese día tan especial la compartimos en una modesta “tavola calda” en las cercanías de la Casa Internacional del Clero. Cuando entramos el local estaba lleno. Los tres nos sentamos en una mesita y me paré para buscar las bandejas y servirle al cardenal lo que me había pedido. El dueño del local miraba con curiosidad y me hacía preguntas que yo evadía, hasta que me dijo asombrado: “no es ése uno de los nuevos cardenales?”. No me quedó más remedio que asentirle.
Se puso las manos en la cabeza y sin decir nada le echó llave a la puerta del local para que no entrara nadie más. A los que iban terminando les abría, hasta que en el establecimiento quedamos solamente nosotros. Tomó una botella de vino espumante y se sentó con nosotros, no sin antes hacer los típicos ademanes romanos y expresiones tales como: “increíble”, “un cardenal en mi tavola calda”, “mamma mia”… Degustamos el exquisito vino y oímos anécdotas del dueño relativa a altos eclesiásticos, pues este restorancito quedaba en frente de la residencia sacerdotal arriba mencionada. Así fue el talante de hombre sencillo y de Dios del cardenal porteño que solía repetir que él era hombre amplio porque había nacido a orillas del mar Caribe.
Muchas otras anécdotas se agolpan en mi cabeza de los tres cardenales criollos restantes. Pero una crónica menor no da para más. Oro por los cuatro que nos han dejado, y pido por el actual titular de Caracas con quien he compartido desde las aulas del Interdiocesano el ser condiscípulos y compañeros de camino a lo largo de más de medio siglo.
53.- 31-10-16 (3338)



