Por: Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo…
En el marco de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, una imponente procesión del episcopado mundial con el Papa Pablo VI, desde la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén hasta Santa María la Mayor, daban inicio a la cuarta y última etapa del Concilio Vaticano II. Los meses precedentes de aquel año 1965 habían estado marcados por el febril trabajo de las comisiones preparatorias de los documentos que faltaban por aprobar y que habían tenido un largo recorrido desde los esquemas iniciales hasta los muy renovados y en otro tono más positivo que esperaban por la aprobación definitiva.
El famoso esquema 13 era el relativo a la Iglesia y el mundo moderno. El texto definitivo, la Constitución Gaudium et Spes, es un canto al respeto a la autonomía de lo temporal y a la acogida cordial que el pensamiento cristiano tiene del mundo actual a pesar de sus luces y sombras. El tema de la paz y el de las relaciones con el complejo mundo oriental, judío y musulmán, dio pie también para los documentos relativos al diálogo interreligioso. Las competencias de los obispos y de las conferencias episcopales, la vida de los religiosos, los nuevos esquemas de las celebraciones eucarísticas en lengua vernácula y con el altar mirando de frente a la comunidad, generaron comentarios y expectativas en su mayor parte contestes pero sin que faltaran voces reticentes a los nuevos aires que soplaban en la Iglesia alentados por el timonel Pablo VI.
El mundo entero siguió con avidez el desarrollo de las sesiones otoñales que debían concluir felizmente el 8 de diciembre en la fiesta de la Inmaculada como de hecho así fue. Pablo VI resumió en un Breve Pontificio lo que significó aquel magno acontecimiento el más grande por el número en toda la historia bimilenaria de la Iglesia. …”fue el más oportuno, porque, teniendo presentes las necesidades de la época actual, se enfrentó sobre todo con las necesidades pastorales, y alimentando la llama de la caridad, se esforzó grandemente por alcanzar no sólo a los cristianos todavía separados de la comunidad de la Sede Apostólica, sino también a toda la familia humana”…que los documentos aprobados “sean permanentes y continúen firmes, válidas y eficaces; que se cumplan y obtengan plenos e íntegros efectos y que sean plenamente convalidadas por aquellos a quienes compete o podrá competer ahora o en el futuro”.
América Latina fue y sigue siendo pionera en su puesta en marcha. Desde Medellín (1968) hasta Aparecida (2007) se ha encarnado el mensaje esperanzador del Vaticano II. Los diversos mensajes del Papa Francisco hacen alusión permanente a retomar el espíritu y la letra de los documentos conciliares a cincuenta años de su clausura. Los tiempos han cambiado pero las exigencias de renovación, de encarnación, de perdón y misericordia para todas las realidades humanas, siguen siendo un llamado urgente para ir y estar en las periferias, en los desechos de la sociedad actual.
En momentos de crisis profunda como la que vivimos los venezolanos, los creyentes debemos retomar con alegría y coraje el mensaje conciliar para ser discípulos misioneros de la paz, la justicia y la reconciliación de nuestra sociedad, único camino para que la fraternidad brille por encima del odio y la exclusión.