La crónica menor: José Gregorio peregrino mundial

Por: Cardenal Baltazar Porras Cardozo…

Según la normativa canónica el culto a los beatos se circunscribe a su ambiente natural: el país donde vivió, trabajó y murió; o en ámbito de una región o de una congregación religiosa o movimiento apostólico. Toca a sus devotos darle notoriedad a quien es considerado como santo y a quien la Iglesia a través de la Congregación de los Santos le reconoce dicha condición. Es una sana tradición que busca, primordialmente, evitar manipulaciones o excesos en quienes de una u otra manera tienen mayores medios para difundir la santidad de sus miembros.

 

En el caso de José Gregorio Hernández nos encontramos con algo que se ha dado en muchas ocasiones a lo largo de la historia de la Iglesia. Su devoción y culto, mejor el reconocimiento de sus virtudes no ha sido objeto de una bien llevada campaña publicitaria. Fue su propia vida, su comportamiento cristiano normal en medio de una sociedad plural, lo que le dio notoriedad y le imprimió sentido trascendente a la hora de su muerte. Los primeros que reconocieron en él algo especial, trascedente, más allá de ser buena gente, fueron el Dr. Luis Razetti y Rómulo Gallegos, amigos a pesar de sus posiciones filosóficas y religiosas. El pueblo, por su parte, condujo su cadáver a hombros hasta el Cementerio General del Sur, porque lo consideraron “suyo”, les pertenecía, se sentían unidos a él en todo. De allí en adelante, el recurrir a la intercesión del médico de los pobres, como remedio saludable en medio de la enfermedad o la angustia, se extendió como reguero de pólvora llevado por el viento.

 

La beatificación en medio de la pandemia mundial del coronavirus es signo indeleble de un mensaje que trasciende fronteras. Hemos recibido mensajes de salutación y agradecimiento al beato de los lugares más recónditos. Las misas de acción de gracias se han multiplicado en el continente americano desde Canadá hasta la Patagonia, en Europa, África y Asia. Las solicitudes de reliquias para ser veneradas en capillas y ermitas levantadas hace muchos años, se multiplican. De paso para Roma, en Madrid y Valencia, me ha sorprendido los testimonios de gente, no solo venezolana, que tienen alguna anécdota de sus vidas relacionadas con el beato. El nombre de “José Gregorio” que llevan algunos es prueba de ello.

Lo más curioso, en el centro de la bella ciudad del Turia, la Valencia mediterránea, hay una sastrería muy elegante, llamada Miralles, que tiene en la vidriera de exhibición de su mercancía una estatua de José Gregorio con su típico traje negro, su bigote y su sombrero. Nos cuentan que el dueño es español y nunca ha estado en Venezuela, compró esta imagen porque le parecía que le daba realce a su negocio, y se entera ahora, de quien se trata. Es el primer sorprendido. Así que José Gregorio es también signo de elegancia y sencillez, él era su propio sastre y se hacía sus trajes, virtud que no está reñida con la necesidad de que pongamos la belleza en buen lugar, pues todos, pobres o ricos, tenemos derecho a disfrutarla.

El Papa Francisco nos pide que pensemos y reflexionemos sobre la postpandemia. No puede ser volver atrás, sino ver hacia adelante para reconstruir un mundo mejor, más amigable y fraterno, en el que el servicio al prójimo y el cuido de la salud integral, jueguen un papel de primer orden. Esos son los santos de hoy que necesitamos. ¡Bendito sea el Señor! Y que ¡Viva José Gregorio!

51.- 2-6-21 (3447)