La crónica menor: Tres años con el Papa Francisco

Cardenal Baltazar Porras

Por: Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo…

Hace tres años, una fuerte sacudida de encontrados acontecimientos convertía a Roma, centro de la cristiandad, en objeto de atención: después de muchos siglos un Papa renunciaba, libre y voluntariamente a seguir conduciendo la nave de Pedro. Adujo falta de fuerzas y estar abrumado por serios escándalos en las dependencias de la Curia Romana. A la par puso en alto la figura de Benedicto XVI, por lo que una decisión de ese calibre supone en lo personal y en lo institucional. Se tejieron muchas conjeturas sobre el desarrollo del siguiente cónclave; pocos fueron los que atinaron la duración del mismo y las quinielas de los posibles candidatos fracasaron en sus pronósticos.

Al caer de la noche del 13 de marzo del 2013, la fumatabianca anunciaba que había un nuevo Papa. La aparición de Jorge Mario Bergoglio en el balcón vaticano dejó atónito al mundo entero. Un nuevo tiempo se abría para la Iglesia: por primera vez un latinoamericano venido del fin del mundo; por vez primera un jesuita; y, en muchos siglos, aparecía con un nombre inédito en la extensa lista de sucesores de San Pedro. Francisco, para emular al poverello de Asís, sin arreos pontificales con la sola sotana blanca, en extenso silencio con la mirada en el horizonte como quien ora en paz serenamente. Nada de discurso sino una conversación familiar, saludando, pidiendo que lo bendijeran, sin otro título que el de obispo de Roma…

Quien había ido a Roma con la convicción de que su tiempo había pasado, por lo que apenas llevó consigo una pequeña maleta para regresar pronto a Buenos Aires, encontró en la Capilla Sixtina aquella tarde, su propio “quo vadis”. Tu puesto estará de ahora en adelante, aquí en Roma, para que apacientes y confirmes en la fe a tus hermanos, y más allá, para que seas luz y esperanza en la Iglesia, pero más allá de sus fronteras a todos los hombres de buena voluntad.

Desde sus primeros gestos, marcados por la sencillez y la cercanía con todos, le ha dado un nuevo rumbo a la Iglesia. Y en el tiempo ha permanecido igual. Tal como vivió en su querido Buenos Aires, en medio de la gente, sin privilegios ni protocolos, rodeándose de todos: colaboradores, fieles, creyentes y no creyentes, con una palabra sincera de amor a Dios y al prójimo, con un lenguaje entendible por todos… Cuando le han señalado que todo eso es “virtud”, él, sencillamente ha dicho, “no, es que los latinoamericanos somos así”.

Ese nuevo sello, propio de la fe y religiosidad de nuestro continente, lo plasmó en su Exhortación “la alegría del Evangelio”. Es su carta de navegación, su aporte a la fe bimilenaria de la iglesia universal. Un nuevo Juan XXIII, un enamorado del Concilio Vaticano II todavía inconcluso. Lo que bebió hace cincuenta años como estudiante, lo quiere actualizar en este tercer milenio. Sin prisas pero sin pausas, con mano firme y con la ayuda de muchos, conduce la reforma de las estructuras de la Iglesia; no le huye a reconocer errores y pecados, pero con el dinamismo de la misericordia sabe que la convicción puede más que la imposición. Por eso, algunos se impacientan y otros quisieran que todo siga igual o que no se meta en temas espinosos como en “laudato si”. Pero la inmensa mayoría anónima de creyentes y ajenos a la Iglesia, ven en él, una esperanza para la humanidad, marcada por la ternura y la misericordia.

En el recogimiento y la oración, en estos días previos a su tercer aniversario, Francisco está en Ariccia, en ejercicios espirituales, para llenarse más del amor de Jesús que le ha confiado conducir la barca de la Iglesia. ¡El Señor nos lo conserve y lo guarde!