25 de Mayo de 2025
La Palabra de Dios el VI Domingo de Pascua
El tema del domingo
La lectura del Apocalipsis presenta una ciudad pacificada -la nueva Jerusalén- descrita en sus componentes fundamentales. No se trata sólo de la ciudad, por supuesto, sino de todos los que la habitan. Tantos elementos simbólicos para presentar la nueva situación del ser humano y su nueva relación con Dios, introducida por la muerte y resurrección del Cordero. Una condición que se recoge en el texto evangélico, en las palabras que Jesús deja como testamento a los suyos, antes de su partida definitiva. Palabras intensas, que abren el espacio a la espera, a la esperanza de que también en la ciudad de los hombres crezcan brotes de consuelo y de paz, y de que también la Jerusalén terrena goce finalmente de la paz que tiene su origen y su fundamento en Dios.
El Evangelio: Jn 14,23-29
La promesa de la permanencia de Dios es también el pilar de la palabra del Evangelio. El contexto en el que Jesús pronuncia lo que se nos propone en el Evangelio de hoy es absolutamente decisivo para su comprensión. Es el último discurso largo, que tiene lugar en la noche, antes de la partida definitiva de Jesús de los suyos. La noche es el tiempo de la oscuridad, de la angustia, pero también del descanso y de la intimidad. Antes de su hora, Jesús dirige por última vez palabras muy íntimas a sus discípulos: para consolarles y apoyarles, para tranquilizarles. El contexto de la partida ofrece otros motivos de reflexión, porque la situación de partida o de muerte es un momento de recuerdos, pero también de liberaciones, de deseos finales que uno quisiera que permanecieran para siempre. Bajo esta luz, el texto de Juan que tenemos ante nosotros puede comprenderse mejor, teniendo en cuenta también el discurso sobre la ciudad de Dios, que los creyentes están llamados a testimoniar en medio de los hombres.
En primer lugar, Jesús invita a sus discípulos a leer la ausencia no como una desgracia, sino como una manera distinta de estar presentes: «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada con él». Es interesante observar que, en este lugar, Juan no utiliza el verbo menein / «morar» para decir que el Padre y Jesús morarán con el discípulo que observa la Palabra, sino la expresión «fijar la residencia» (monè). La palabra griega monè (de ahí «monasterio») es el espacio donde cada uno encuentra el lugar que le conviene: un espacio de gratuidad y libertad, de intimidad y paz. Si Jesús se va, ciertamente ya no estará donde los discípulos lo vieron antes, pero sí estará -junto con el Padre- en todas partes donde ellos estarán: en los caminos polvorientos de Oriente y en las ciudades helenísticas de Occidente, donde se construirán palacios y casas, donde vivirá alguien que se esfuerce y luche por la justicia y la paz. Los discípulos serán constructores del mundo, en la serena confianza de que donde dos o tres guarden la Palabra, allí hará Dios su morada.
Otro aspecto emerge con fuerza del texto: el tema del Paráclito, cuya función no es sólo consolar y dar fuerza a los discípulos perdidos tras la muerte de Jesús, sino también hacerles recordar y comprender su mensaje. Romano Guardini comprendió muy bien la función indispensable del Espíritu en la Iglesia, cuando, en su lecho de muerte, le pidió que permaneciera entre nosotros, en nuestros ambientes -decía- «resuenan de vacío, como si estuvieras lejos». Sólo el Espíritu ofrece a los creyentes la clave para discernir los rasgos de Dios en la ciudad de los hombres. Porque la fe no es ocuparse de otra cosa, sino ocuparse ‘de otra manera’.
El creyente está inmerso en los problemas que aquejan al hombre, de pie ante Dios. Tal como leemos en la carta de Santiago: «Esta es la piedad pura y sin mácula ante Dios Padre: visitar a los huérfanos y a las viudas en su aflicción y mantenerse inmune de la corrupción del mundo» (1,27).
La paz/shalôm que Jesús otorga, inmediatamente después de evocar al Espíritu, no es simplemente un deseo o una promesa, sino una prenda y un compromiso, que los discípulos deberán custodiar y hacer crecer, para que las ciudades habitadas por los hombres no se parezcan cada vez más a cementerios construidos por la sabiduría mortal sino a la Jerusalén que desciende del cielo, «vestida como una novia adornada para su esposo».
Pbro. Dr. Ramón Paredes Rz.
25-05-25