17 de noviembre de 2024

El tema dominical

Especialmente en la literatura y el cine, el género apocalíptico se ha convertido en uno de los lenguajes preferidos para describir las catástrofes pasadas y las que nos esperan. De lo apocalíptico, el hombre contemporáneo ha captado el aspecto disuasorio, sin entrar realmente en la riqueza de un género que, ante todo, quiere despertar las conciencias del letargo e inculcar la esperanza en una nueva creación. Apocalipsis no significa, en efecto, desgracia suprema, sino «desvelamiento» y, por tanto, significa, ante todo, la necesidad de descorrer un velo para comprender el sentido del mundo y de la historia. Las páginas de Daniel y Marcos no son ante todo el anuncio de una catástrofe final, sino una buena noticia, que el hombre está llamado a hacer suya, convirtiéndola en acción de gracia para sí mismo y para la creación. Si la Palabra de este domingo se lee en esta perspectiva, se convierte en una Palabra fecunda como pocas, porque en ella se encuentra lo que realmente importa, lo que permanece, cuando las ilusiones se desvanecen. ¿Cuál es entonces la función del lenguaje apocalíptico en la vida de la Iglesia? Sin ánimo de agotar la cuestión, y basándome en las lecturas del domingo, quisiera intentar dar alguna indicación sobre la riqueza del género apocalíptico.

Primera lectura: Dan 12,1-3

Tanto las páginas de Daniel como las de Marcos leen su presente a la luz de la meta definitiva. El hombre de hoy, apresurado y a menudo incapaz de planificar el futuro, incapaz de la gradualidad y marcado por la aceleración, ha desaprendido a captar el principio y el fin y, por tanto, el sentido de la vida. Ciertamente, el ser humano echa de menos intrínsecamente el misterio profundo de las cosas y, por tanto, también el principio y el fin de la creación. Esta misma limitación, sin embargo, debería darle la sabiduría del corazón, que nunca es una sabiduría miope, esclava de la sensación inmediata y fugaz. El apocalipsis le dice al hombre, ante todo, que la vida ha de mirarse y juzgarse por la meta. Esto permite escapar a la tentación del «todo y ahora»; permite adquirir una mirada que no agota la vida en el rendimiento y la eficacia momentáneos.

Daniel lee la historia de su tiempo -el poder tiránico del rey helenista Antíoco IV- con el trasfondo del fin de los tiempos, el de la resurrección de los muertos y el triunfo de la vida para los justos. Esta amplitud de miras ofrece esperanza a la situación actual, que parece enfriada por la ciega tiranía de gobernantes insensatos. No se trata de la esperanza de que mañana las cosas vayan bien. No, esto podría ser un opio que adormece las conciencias. La esperanza viene del hecho de que no todo acaba en lo visible y que el instinto de muerte que parece dominar la historia no es la última palabra. Esto nos introduce en el segundo aspecto del apocalipsis.

El Evangelio: Mc 13,24-32

A menudo, quien lee el Apocalipsis o un pasaje de la literatura apocalíptica es invitado por el autor a comprender: «¡que entienda el que lee!». ¿Qué hay que entender? A veces el texto no es explícito. Sin embargo, el propio Jesús recomienda a sus discípulos que aprendan a leer entre líneas: «de la higuera aprended la parábola: cuando su rama ya está tierna y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros…». Curiosamente, el capítulo de Marcos del que procede esta imagen está salpicado de escenarios de destrucción y referencias al fin. Justo al principio del capítulo 13, se menciona la destrucción del templo y, a continuación, un signo bastante tenebroso en su indescifrable ambigüedad, un signo presentado con la expresión de Daniel «la abominación desoladora» y, por último, se evocan las imágenes clásicas de la literatura apocalíptica: el sol que se oscurece, la luna que ya no brilla por la noche y las estrellas que caen…

En este panorama más bien sombrío, ¿qué significa la higuera que brota, se pone tierna y echa hojas…? Unos capítulos antes, Marcos había hablado de la higuera, que no daba fruto, y a la que Jesús había maldecido, haciendo que de repente se marchitara de raíz, ante los ojos atónitos de los discípulos. En nuestro contexto, sin embargo, se habla de la higuera que brota, con la perspectiva de dar fruto.  Parece que asistimos a un renacimiento y, de hecho, el sentido de la parábola de la higuera es precisamente éste: la muerte de la higuera no es la última palabra de Dios sobre un pueblo infiel y el «juicio» final de condena no responde al ser de Dios.

 A la naturaleza de Dios pertenece la transformación de la historia, su renacimiento, su camino hacia la plenitud. La meta última es la Jerusalén celestial, donde el hombre será acogido y encontrará morada, en la presencia del Señor. A esta meta última se refiere la parábola de la higuera, con la rama tierna y las hojas nuevas que crecen. Ciertamente, en comparación con las tribulaciones y las catástrofes, la imagen de un retoño en ciernes es un signo insignificante. Sin embargo, los creyentes -hoy más que ayer, cuando aún existía la «societas christiana»– están llamados a reconocer los pequeños signos de esperanza, en un mundo cada vez más invadido por la amenaza y el miedo. El apocalipsis devuelve al hombre a su vida cotidiana, a la alternancia de las estaciones y al cambio de la naturaleza, con sus árboles y sus brotes. Porque es precisamente aquí, en lo cotidiano, donde hay que captar los signos de la esperanza.

La última observación sobre el lenguaje apocalíptico de las lecturas de hoy se refiere a una cuestión fundamental, con la que los cristianos deben medirse especialmente en nuestro tiempo: la cuestión de la esperanza. La venida del Hijo del hombre -de la que se habla a menudo en la literatura apocalíptica- es objeto de esperanza, no sólo para los lectores de Marcos, sino también para los creyentes de hoy. Todos vivimos a la espera de su venida. Pero, ¿qué significa esperar?

Para responder a esta pregunta, hay que señalar en primer lugar que, en los textos apocalípticos, junto con el movimiento hacia el futuro, también es perceptible un movimiento inverso: como si el autor, tras haber transportado a sus lectores hacia la meta, quisiera luego conducirlos de vuelta a su vida cotidiana actual. Es cierto: la apocalíptica parece posponer la victoria a un futuro indeterminado que ni siquiera el Hijo conoce, mientras que en el mundo actual parecen prevalecer el pecado y el instinto de muerte. La propia imagen de la higuera que brota o de la mujer embarazada -otra metáfora clásica del estilo apocalíptico- remiten a un futuro que contrasta con la realidad presente. Sin embargo, no es cierto que la apocalíptica distraiga al hombre de su responsabilidad. Al contrario: la intervención futura de Dios pone el mundo en manos del hombre, que está llamado a colaborar en el proyecto de una vida nueva. Porque Dios no quiere vencer al hombre, sino que quiere vencer el mal «junto» con el hombre. La alienación del presente no pertenece al hombre y a la mujer de fe.

Pbro. Dr. Ramón Paredes Rz.

pbroparedes3@gmail.com

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