San Lucas

16 de febrero de 2025

La Palabra de Dios en el VI Domingo del Tiempo Ordinario

El tema del Domingo

Hay palabras bíblicas que nos golpean como piedras. A primera vista parecen piedras destinadas a arruinar y destruir, pero una mirada más profunda revela una sabiduría que, si subvierte los esquemas mentales establecidos. Si subvierte los esquemas mentales establecidos y la respetabilidad consolidada, lo hace para desenmascarar las apariencias y las ilusiones, y para abrirnos a toda la verdad. Algunas de estas palabras están presentes en las lecturas de hoy. «Maldito el hombre que confía en el hombre», con la que se abre la lectura de Jeremías, y «ay de vosotros» del evangelio lucano son verdades incómodas, que nos cuesta aceptar, pero que si llegamos a su fondo resultan fecundas.

Hemos crecido con plena confianza en las posibilidades del hombre, que está llamado a diseñar, a construir, modelar el mundo y la vida con su inteligencia y sus manos, procurando bienestar y riqueza… Sin embargo, cada día sentimos más que la confianza en las posibilidades humanas ha llegado a su límite y que la propia confianza depositada en tal o cual proyecto, en tal o cual hombre, corre el riesgo de convertirnos en náufragos zarandeados por las olas, en busca de un trozo de madera al que agarrarse. ¿Cuál es la verdad? La Palabra de hoy es una invitación a redescubrir nuestra condición humana y la verdad de Dios sobre nuestras vidas.

El Evangelio: Lc 6,17.20-26

Las bienaventuranzas y el «¡ay!» encajan maravillosamente en el tema que acabamos de esbozar, porque Lucas enraíza el discurso sobre los bienes en el contexto de un discurso sobre la idolatría. Es un discurso de fe sobre lo que constituye el fundamento de una vida: un discurso sobre Dios y el hombre, sobre las cosas de Dios y las cosas del hombre. En un paralelismo antitético, Lucas sitúa a los pobres y a los ricos, a los hambrientos y a los saciados, a los que lloran y a los satisfechos, a los rechazados y a los integrados.

Hay que decir de una vez que «¡ay!» no es una especie de condena, del mismo modo que «bienaventurado» no expresa la beatificación de un estatus socioeconómico. Por el contrario, es una afirmación clara sobre la inversión de los criterios con los que se juzgan las personas y las situaciones humanas. Se introduce a los creyentes en otra perspectiva de evaluación distinta de la del mundo.

Lucas ancla el discurso sobre pobres y ricos en una perspectiva global y profunda que atañe al sentido mismo de la vida: ¿están los discípulos al servicio de Dios y de su Reino o son esclavos de sus posesiones? El criterio básico del discurso sobre las riquezas es el lugar primordial que se concede al «Reino de Dios» (Lc 12,31): el buen uso de las posesiones es signo de la primacía de Dios y de su Reino; la acumulación y el mal uso de las posesiones son signo de incredulidad. El propio término «mammona», que Lucas utiliza con frecuencia, pone de relieve el parentesco entre el uso de las riquezas y la fe: ‘aman’ («estar estable», «descansar») pertenece al vocabulario de la fe. Vuelve el discurso del Antiguo Testamento sobre el fundamento de la vida.

Desde esta perspectiva, el modelo de Lucas ofrece mucho material para interpretar la situación actual y actuar en consecuencia. Se trata de reproponer el discurso sobre los bienes abandonando las pistas engañosas del ascetismo y el estoicismo.

Ciertamente, Lucas no ofrece cartas constitucionales sobre la organización de las naciones y las relaciones entre ricos y pobres. Pero tampoco deja el campo completamente vacío, pues llama a los creyentes y a las iglesias a dar testimonio de que el fundamento de su existencia no son las riquezas, sino Dios mismo. Lo hace con un vigor sin precedentes, despejando en primer lugar el terreno de ciertas viejas interpretaciones ascéticas de desprendimiento interior, que tenían más de estoico que de evangélico. También obliga a las iglesias a reinterpretar el problema del uso de los bienes en términos de fidelidad al Evangelio de Cristo.

Se comprende entonces cómo la pobreza y la riqueza en Lucas tienen una profundidad humana y cómo la koinonía, la «comunión de bienes», de la que se habla en los Hechos de los Apóstoles, se presenta como signo de la comunión espiritual. Ésta no existe sin ella. Las referencias a la limosna son una constante del evangelio de Lucas, y esto significa que el verdadero peligro de la riqueza no es sólo el de perjudicar a la primacía del Reino, sino también el de crear divisiones en el pueblo de Dios (cf. Hch 6,1). Contra este peligro, Lucas contrapone un axioma firme: la riqueza que no se pone al servicio de los pobres es un «dinero injusto» (mammona iniquo), signo de injusticia y de pecado (cf. Lc 16,9-13). En este contexto se inserta el discurso sobre la verdadera comunión espiritual, que no puede separarse del compartir las riquezas. Un pueblo de Dios que debe contar a sus pobres es un pueblo que no cree.

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Pbro. Dr. Ramón Paredes.

16-02-2025