La palabra de Dios en el XXV domingo de Tiempo Ordinario

El tema dominical

El tema de la verdadera grandeza se repite con frecuencia en la Biblia, siempre inserto en un discurso más amplio que compara la lógica divina con la lógica mundana. El motivo vuelve también, con insistencia, en la carta de Santiago y en el Evangelio, que hoy se proponen a nuestra atención. No es un tema secundario, porque concierne a la orientación básica de la vida, como lo demuestra el propio pecado de los orígenes, que en la Biblia se describe como codicia, avaricia. Al fin y al cabo, el discurso bíblico remonta la lucha por el poder a un problema teológico, que atañe a la visión misma de Dios. Mientras el ser humano, con su sed de poder, sube la escalera hacia el cielo, la sabiduría divina muestra el camino del abajamiento como el que conduce a la vida. La distancia entre el reino del hombre y el reino de Dios está, después de todo, aquí mismo.

El Evangelio: Mc 9,30-37

La lucha por el poder por parte de los Doce tiene lugar en el camino a Jerusalén e inmediatamente después del segundo anuncio de la pasión. Dos veces se menciona el camino como el lugar donde tiene lugar la discusión sobre el más grande. Una vez más, Marcos elige la paradoja para sacudir e inducir a la reflexión: ese camino, que el Hijo del hombre recorre por amor, el camino que simboliza el don de sí mismo y el «perder la vida», se convierte para los discípulos en el gimnasio donde luchan por el primer puesto.

Mientras que, tras el primer anuncio de la pasión, fue Pedro quien mostró que no entendía nada, tras el segundo anuncio la incomprensión se hace general. El contexto muestra claramente que, en este punto, la no comprensión de los discípulos corresponde más bien a un «no querer comprender» y el silencio avergonzado, sin preguntas aclaratorias, encaja perfectamente en el contexto de incomprensión e incredulidad de los seguidores de Jesús.

Ante la pregunta planteada por Jesús, los discípulos callan y, en este silencio «hablador», pero avergonzado, resuena la convocatoria de los doce (v. 35). Es singular que la convocatoria tenga lugar en Cafarnaúm, en la casa. La ciudad y la preposición delante del sustantivo remiten quizá a un lugar conocido y Marcos se refiere probablemente a la casa de Pedro (cf. 1,29), que tendría entonces una función eclesial aún más evidente. A la comunidad eclesial, familiarizada con las luchas por el «más grande», Jesús dirige su instrucción sobre el niño.

La enseñanza comienza con un logion sobre el servicio (v. 35), seguido del gesto del niño colocado en medio (v. 36) y de un segundo logion sobre la acogida (v. 37). En la homilética cristiana, el abrazo del niño se ha entendido comúnmente como una consagración de la inocencia o como una apelación a la pureza original, pero hay que señalar que el cristianismo no consagra ninguna idealización romántica del estado o de la inocencia de la infancia. En el paralelo de Mateo 18, el sentido profundo del gesto queda ilustrado por las palabras que exigen conversión y pequeñez a los discípulos. En Marcos no tenemos la misma secuencia de Matías, pero el significado del niño colocado en medio de los discípulos queda ilustrado por los logia que preceden y siguen: «si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Primero y último designan aquí el grado de dignidad y el rango social. Jesús afirma así algo paradójico: la salvación del mundo no pasa por el camino del poder codicioso y destructor, sino por el camino de los últimos, que aceptan por amor el don y el servicio. Es la misma paradoja del Hijo del hombre, que eligió el camino de los últimos en la diaconía de la cruz. El niño se convierte así en el símbolo de la impotencia de la cruz. Una impotencia que salva.

El segundo logion que aclara el gesto de Jesús se refiere a la hospitalidad, que evidentemente no es un tema de salón: «Quien acoge a uno de estos niños en mi nombre, me acoge a mí…». El niño se convierte aquí en símbolo del hombre necesitado, carente de medios y de prestigio. La hospitalidad, si ha de ser tal, va a la raíz del problema y acoge al otro como necesitado. La defensa de los propios privilegios, intereses y poder destruye cualquier posibilidad de hospitalidad. El otro o los otros siempre se sentirán en el círculo de los extraños y los marginados. Servir a los niños necesitados (y a los que son como ellos) es una recomendación constante en religiones e iglesias, pero el lector cristiano capta en el texto un matiz más incisivo: la equivalencia entre el niño y Cristo, el siervo sufriente rechazado por los hombres. Esta es la verdadera grandeza de una comunidad eclesial: poner al necesitado en el centro de su atención. O -pero es lo mismo- poner en el centro a Jesús, el necesitado por excelencia. El niño, en definitiva, es la imagen del camino de Cristo y de su paradójica opción: estar del lado del amor y no en el pedestal de la autoafirmación.

Pbro. Dr. Ramón Paredes Rz.

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22 de sep-2024