Las palabras del Verbo: Et Verbum caro factum est

Juan 1, 14

Comienzo este miércoles, con esta introducción, una reflexión sobre cada palabra de Cristo en la Cruz. La prolongaré durante estos días, desde hoy miércoles 09-04-25 hasta el miércoles santo 16-04-25. Así, para el viernes santo, estarán ya escritas.

El Padre está en relación íntima con el Hijo. Uno es lo que también es el otro. El Padre entona la palabra, el Hijo la declama. El hombre habla la Palabra, porque en silencio la oye con el alma.

La palabra tomó nuestra condición, y en ella la guarecemos. María la sustentó desde el instante de la encarnación. Simeón la abrazó; también la abrazamos cuando comulgamos; por ella, le ofrecemos a Dios palabras sinceras, en lugar de las artificiosas. El verbo dona palabras reales, y, de tal modo, obtenemos la elocuencia y energía de la palabra Jesús y sus dicciones.

María, le instruyó al niño que él se llama Jesús. Él indicaba los bienes divinos como lo ejercitaban. Únicamente la fe forjaba en el corazón de María que Él era la Palabra Creadora.

Aquel ejercicio instructivo marcó el ingreso inesperado del servicio del Verbo en el trajín de la vida cotidiana. El Dios sublime, generado, viviente en el regazo de su Padre, acude a curtirnos con el Dios que nadie ha visto jamás (Jn 1, 18). José y maría no comprendieron sus palabras en aquel momento, las constatarán más tarde.

Juan lo bautiza después de haberle mostrado reverencia, y la primera palabra de su vida pública fue: «“Permítelo ahora, porque es conveniente que así cumplamos toda justicia. Entonces Juan consintió”» (Mt 3, 15). Su humilde honradez implica que Él, sin pecado, acogió el bautismo de enmienda de los pecados. La carga del pecado era perdurable, necesitaba un sufrimiento puro, honrado.

Este sufrimiento suprime la carga y sobrepasa la conflictiva situación de los hombres en relación con Dios. El bautismo congruente con toda justicia promueve la labor del Siervo de Yahvé, definido en Isaías: tolerante con nuestras maldades (53, 11).

La voz apreciada en el momento del bautismo: «“éste es mi Hijo amado en quien me he complacido”» (Mt 3, 17), había sido distinguida: «he aquí a mi Siervo a quien yo sostengo, mi elegido, al que escogí con gusto» (Is 42, 1). La misión del Siervo de Yahvé comunicada íntegramente en el “Hijo muy amado”, acogida formalmente en su palabra: “conviene que cumplamos toda justicia”.

En el lapso de las tentaciones, escenario en que el Evangelio también testimonia a Jesús dialogando, predomina la permanencia de su palabra.

En tres sucesiones (Mt 4, 4; 4, 7), Cristo contradice al embaucador con fragmentos del AT (Dt 8, 3; 6, 16; 6, 13-14); el Verbo reúne, con esplendor íntimo, palabras ya trazadas.

En el Sermón de la Montaña (Mateo) o del Llano (Lucas), Él esclarece con excelencia el perfeccionamiento de la vida con sus distintivas palabras: «Han oído que se dijo a los antiguos… Pero yo les digo…» (Mt 5, 21-22).

Jesús actúa en sus amigos palabras estables y de actual realización a través de las circunstancias de la historia de la humanidad. Palabras audibles, fijadas de una vez para siempre, pero fraguadas desde el espejo de palabras místicas, guardadas en el corazón de los santos

De continuo observamos acreditados pobres de espíritu, hambrientos de justicia, corazones puros. Habrá hombres y mujeres para las bienaventuranzas, renovados por las palabras del Redentor.

Hay palabras reveladas por Jesús luego de haber derrotado la muerte, constatando la heredad de su vida gloriosa.

Exhiben sin duda la amistad de Jesús. Una amistad equivalente a la cordialidad imperturbable de Dios. Imperturbable no por inanición de la franqueza, sino porque Jesús, con su corazón de carne, ha subido a donde las sombras de la desesperanza y del dolor no imperan: el reino de Dios.

Cierto, no esquivemos los anteriores esmeros: «Jesús le dijo: Mujer, ¿por qué lloras?, ¿qué buscas?… Jesús le dijo: ¡María!… Jesús le dijo: No me toques, porque todavía no he subido al Padre» (Jn 20, 15-17).

Apunta: en este estado de tribulación y de aislamiento, alcanzan exhaustos solo unos momentos la proximidad a mis pies, perforados por los clavos, percibiendo un abreviado sosiego y comprobando una indefectible gentileza.

No me toques, es como si expresara: aún es tarea por un poco de tiempo transitar las trochas de los pueblos: «Ve a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a su Padre, a mi Dios y a su Dios» (Jn 20, 17).

Y están las palabras que Jesús emitió antes de su muerte, en el espacio de su vida mortal. Su magnificencia es inagotable. Sin embargo, imprimen algo de las agonías de su ser.

Le inculpan de inmoderación: «porque vino Juan, que no comía ni bebía, y dicen: Está poseído del demonio. Y vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: Es un comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11, 18-19).

Le califican poseído: «y si yo arrojo los demonios con el poder de Beelzebul, ¿con qué poder lo arrojan sus hijos?» (Mt 12, 27).

Le incomodan compeliéndole fenómenos prodigiosos: «¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes?, ¿hasta cuándo los soportaré?» (Mt 17, 17)

Le maquinan coartadas: «¿Por qué me tientan, hipócritas? Muéstrenme la moneda del tributo» (Mt 22, 18).

En ocasiones sus palabras son lamentos: «¡Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste!» (Mt 23, 37).

Declarará en Getsemaní: «Triste está mi alma hasta la muerte; quédense aquí y velen conmigo» (Mt 26, 38).

El Verbo es una elocuencia reposada.

Las palabras de Cristo en su intervalo temporal quedan rubricadas de tranquilidad. Emergen de la discreción en la que Él espera vivir. Principalmente de la discreción de su vida oculta. Aparecido para comunicar la verdad a todas las épocas del orbe, habla no más de tres años y está callado durante treinta. Con todo, cada una de sus palabras conseguirá sosegar el agobio de la vida humana.

De los silencios de su vida pública, luego de ser bautizado, el Espíritu lo lleva al desierto, «en seguida el Espíritu le empujó hacia el desierto; y permaneció en él cuarenta días, tentado por Satanás y moraba entre fieras» (Mc 1, 13).

Está solo al producirse el encuentro con la Samaritana en el pozo de Jacob.

Prefiere irse a los lugares altos: «salió hacia la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando llegó el día, llamó a sí sus discípulos y escogió a doce de ellos, a quienes dio el nombre de apóstoles» (Lc 6, 12-13).

Le topamos en su verbo magnánimo, suplicante, en y después de la multiplicación de los panes: «una vez que despidió a la muchedumbre, subió a un monte apartado para orar, y llegada la noche, estaba allí» (Mt 14, 23).

En la agonía, se aleja de Pedro, Santiago y Juan, a la distancia «como de un tiro de piedra» (Lc 22, 41).

En esta patria venezolana, el silencio continúa siendo la liberación de las palabras verdaderas.

¿Qué valor tienen las palabras que no están vigorizadas en el legítimo silencio? Son como el árbol que no da fruto a su debido tiempo.

Las siete palabras de Cristo en la Cruz, concluidas con un grito, son las finales de su vida mortal. Su espina quedó consignada en las siete bienaventuranzas, destacada en la última: la de los perseguidos a causa de la justicia.

El monte del calvario y el de las bienaventuranzas, están íntimamente enlazados.

En el monte de las bienaventuranzas Jesús se sienta y educa.

Le circundan sus amigos. Uno de ellos junta las bienaventuranzas y ulteriormente las rememora en su Evangelio.

En el monte del Calvario es martirizado para agonizar.

Le rodean sus insensibles verdugos. No se acomoda para aleccionar. Sus palabras, espaciadas por fatigados silencios, descienden en el alboroto. Son frutos del árbol bueno en medio del frenesí de los espectadores.

Algunos pueden interpelar el orden en que están referidas. Sin embargo, hay una orientación interior que las enlaza: la del progreso de la pasión liberadora.

El Verbo induce voluntariamente hacia la muerte a su complexión humana, en la que sostiene toda la gravedad del mal en nuestro mundo.

Las siete palabras autografían los grados ascendientes de su cercanía a la muerte. Ellas proporcionan un lenguaje al padecimiento final de Cristo y nos insertan en una meditación personal de ese misterio. El drama escalofriante se reconcilia por y con ellas en una enseñanza. Ellas avivan un rostro apacible, el del Verbo, que invisible en el corazón sangrante de la Cruz, brilla en siete exhalaciones.

09-04-25

Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.

Horaraf1976@gmail.com