(Juan 20, 20)
Les mostró, señala la primera parte del versículo tomado como título de esta reflexión. Es decir, entre mostrar y ver hemos de hallar una puntual coincidencia.
Jesús muestra las manos y el costado —segunda parte del versículo-titulo— y los discípulos lo ven, lo constatan; o sea, Él les evita vaciarse o perderse en la desilusión o en los eventuales fraudes de la imaginación.
En efecto, antes de esa señal corporal les ratifica su amistad como componente constitutivo de su mostrarse, y no como algo consecutivo a él; de hecho, antes de evidenciarles manos y costado, pronuncia: la paz esté con ustedes.
Ahora bien, en la forma tangible, la coincidencia entre el Resucitado —auténtico, perceptible— y los discípulos, mujeres y hombres, no es ya una indigencia de la visión, sino integridad de perspectiva siendo en Él y con Él.
Después escribe Juan, «los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor». Se alegraron mucho, significa el gozo de contemplarlo no ya por un puro conocimiento intelectual, sino básicamente por un trato más íntimo con Él.
Este trato es el de la misericordia, pues ella antes de apreciarla como fuerza social, etc., es verdad de compasión.
Por ella, la Iglesia es una comunión de personas, y en ésta la clemencia, el perdón, es la ostensión del cuerpo de Cristo cual símbolo de gracia sincera.
En la Iglesia, los discípulos de Cristo, los de ayer y hoy, con fatigas o sin ellas, desentrañan con constancia la interna estructura de la misericordia manifestada por el Señor.
Las palabras y los signos con los cuales demostramos compasión son humanos, pero a la vez encarnan el ser de la verdad de Cristo en una tradición que evita caer en asperezas, porque por segunda vez les habla a los discípulos reunidos, —Iglesia: comunión de personas—, la paz esté con ustedes.
Efectivamente, sopla sobre ellos, los reanima con su aliento divino, les pide recibir el Espíritu Santo, con el fin de acentuarles mayor perseverancia en el perdón de los pecados que en su retención.
Cierto, somos capaces de esta vital distinción —quedan perdonados, no quedan perdonados—, pues al mismo tiempo tenemos la capacidad de reflexionar: ¿qué es lo que queda perdonado?
Es decir, el perdón de los pecados se apoya en un pensamiento previo según la cuestión, de qué estoy pidiendo perdón.
Ése pareciera suceder en un después, cuando en realidad va dándose, esto es, va del instante de implorar clemencia al experimentarla con seguridad.
Por eso, el examen de conciencia anterior a la confesión y ésta misma, no es la precisión de un concepto, o de un más o menos, o de un quizá, porque en realidad la Iglesia, todos los que en ella nos configuramos con Cristo, comprendemos que su misericordia no es insuficiente ni excluyente.
Esto lo experimentó Tomás. Nuestro gemelo. Exigió una mostración —si no veo— que, desde luego, no únicamente fue mostración, sino ella desplegada en una demostración.
Jesús no le da una concatenación de razones más o menos generales y abstractas sobre la genuinidad de su resurrección.
Le manifestó, sobre todo invitándole una vez frente a él, trae aquí tu mano, métela en mi costado, que la aprehensión de su integridad desde el ámbito de la fe trae primacía determinante sobre toda hipótesis o especulación.
Por supuesto, el sondeo orientado al costado de Cristo ratifica su misericordia; de este modo, nuestro Gemelo nos figura cuando solicitamos pruebas para aprehenderlo como mero objeto.
Jesús más bien es Alguien a quien la convivencia con quien lo aprehende como su Dios y Señor, transcurre misericordiosamente, humanamente, pero con Él.
En conclusión, esta breve frase, al momento Card. Jorge Mario Bergoglio, en el diálogo con el Rabino Skorka, es muy pertinente a nuestra reflexión sobre el texto del Evangelio de este domingo, (Jn 20, 19-31), «el Dios vivo es el que va a ver con sus ojos, dentro de su corazón» (2010, 11).
Referencia:
Bergoglio, Jorge Mario y Skorka, Abraham. (2010). Sobre el cielo y la tierra. Editor Original: BRPC.
27-04-25
Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.
horaraf1976@gmail.com