Pido la palabra:  La última brisa tibia del crepúsculo

Por:  Antonio José Monagas…

(A cien años de tu luz: A mi padre, José miguel Monagas, al centenario de su nacimiento)

Volví a demostrarme que ni siquiera cien años, son suficiente espacio de tiempo para relegar su imagen de mi pensamiento.

Fue la tibia brisa del crepúsculo, la que hizo sentirme cobijado ante las ventiscas que acompañan toda tarde andina. No porque era distinta de la placidez que provee una caricia brindada por la tersura de la mano de cualquier madre o mujer cariñosa. Era aquella brisa que enternece en su roce con la piel. Aquella brisa, acariciaba la tez desnuda de mi cara toda vez que atendía lo que sucedía a mi alrededor.

La delicadeza de la brisa rozando mi cara, hizo que me sintiera cual niño acariciado por la mano tibia de mi padre. Por la mano grande que distinguía a mi padre de otros que, aun cuando de la misma estatura, no mostraba la desproporción que hacía de sus manos grandes, una figura colosal. Pero del tamaño normal de un hombre venido de la intrincada selva guayanesa. Al sur del Orinoco, cerca de los tepuyes de la Gran Sabana.

El sorpresivo contacto con la tibia brisa que dio sobre mi cara, me hizo soñar con los ojos entreabiertos. Y en mi somnolencia, pude verme de nuevo como el niño querido y protegido por la  figura paterna de aquel señor de manos grandes. Su mano era tibia. Ponía al descubierto la temperatura de su sangre que parecía correr a flor de piel. Semejaba la cercanía a una hoguera en tiempos fríos, propios de la montaña donde se situaba nuestra casita merideña.

En mi letargo, me parecía escuchar su voz diciéndome: “el futuro siempre puede cambiar”. Continuaba hablando: “Hijo, voy a protegerte cada día, cada momento. Intentaré enseñarte tanto como pueda”.

Sus palabras calaban en mí, tanto como la humedad impregna el aire. O el calor del sol, le regala su ardor convertido en energía al viento. Sobre todo, cuando se inspira al ver las mariposas revoloteando excitadas por el baile de los cocuyos en la penumbra de la tarde.

Fue un momento en que mi padre pronunció mi nombre. Lo escuché con tanta claridad que me pareció que era real su llamado. Me incorporé violentamente para buscarlo entre los matices de la tarde crepuscular. Volví a escucharlo llamándome. Un halo de alegría cundió mi cuerpo cual brillo de luz de luna y fulgor de estrellas radiantes.

Fue el momento para dejarme llevar por tantos recuerdos que me conectaban con mi padre. Pero también con expectativas e ilusiones de verme en un abrazo de padre-hijo. Quizás susurrándole “más que todo el mundo es cuanto yo te amo, padre mío”.

Volví a demostrarme que ni siquiera cien años, son suficiente espacio de tiempo para relegar su imagen de mi pensamiento. Mucho menos, de mis sentimientos.

Nunca había imaginado dónde ni cuándo iba a partir. Mucho menos, llegué a pensar en él cómo sería su despedida. Pero lo hizo en el mejor lugar, su Mérida de velludos frailejones. Más aún, recogido entre quienes vinimos a celebrar su vida, sus hijos y su esposa, la siempre afable y amada mamaDulce.  

Por eso te digo padre mío, eres la luz que alumbra mi vida. A pesar de lo que viví aquella entristecida tarde de hace unos cuantos años atrás. Es José Miguel, mi recordado y amado padre, la última brisa tibia del crepúsculo.

“Cuando la brisa se siente tan tibia como una caricia de sol a media mañana, es razón para pensar en la magnificencia de la naturaleza y sus distintas 

maneras de expresar su entera armonía”

AJMonagas 

06-08-2021