Primera Palabra: Padre, Perdónalos, porque no saben lo hacen

 (Lc 23, 32-34)

La Cruz de Jesús es melodía incalculable del Verbo acorde con la discordancia del frecuente sufrimiento humano. Jesús comprende lo que le va a acaecer: se acerca al mundo para morir en la Cruz.

Tres veces antecedió los acontecimientos de su pasión.

  1. En Cesarea de Filipo, luego de la afirmación de Pedro: «A partir de ese día, comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y que las autoridades judías, los sumos sacerdotes y los maestros de la Ley lo iban a hacer sufrir mucho, que debía morir y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21).
  2. Cercano a Cafarnaúm, al franquear Galilea: «el Hijo del hombre tiene que ser entregado a los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, que le condenarán a muerte, y lo entregarán a los gentiles para que lo afrenten, le azoten y lo crucifiquen, pero al tercer día, resucitará» (Mt 20, 18-19).

Ya próximo al suplicio, proporciona comprensión al progreso de los sucesos: «saben que dentro de dos días es la Pascua y el Hijo del hombre será entregado para que lo crucifiquen» (Mt 26, 1).

  1. A los irritados por el fervor de la mujer pecadora en Betania, les descubre su profundo propósito: «¿Por qué la molestan?… Derramando este ungüento sobre mi cuerpo, me ha ungido para mi sepultura» (Mt 26, 10-12).

Él avizora la entrega por parte de uno de sus partidarios: «llegada la tarde, se puso a la mesa con los doce discípulos, y mientras comían dijo: En verdad les digo que uno de ustedes me entregará» (Mt 26, 20-21).

Intuye asimismo que Pedro le esquivará, a pesar de que sólo procure permanecerle franco: «en verdad te digo que esta misma noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces» (Mt 16, 34).

¿Cuál es el sentido de este esmero de Jesús por notificar su sacrificio?

Incrustado en la Cruz, mantiene el imperio de la realización de los sucesos. En Él resplandece una caridad inextinguible. No es su tormento excesivo lo que brota en la primera palabra. Le agita procurar para los hombres el descendimiento del perdón de su Padre.

Jesús, previamente a la crucifixión, advirtió la inmensidad de la injusticia. Ésta desata chascos espeluznantes. «Le seguía una gran muchedumbre del pueblo y de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por Él. Vuelto a ellas, Jesús dijo: ¡Hijas de Jerusalén!, no lloren por mí, lloren más bien por ustedes mismas y por sus hijos, porque vendrán días en que se dirá: “¡Dichosas las estériles, y los vientres que no engendraron, y los pechos que no amamantaron!”. Entonces dirán a los montes: “Caigan sobre nosotros”; y a los collados: “Ocúltennos”, porque si esto se hace con el leño verde, con el seco, ¿qué será?» (Lc 23, 27-31).

El tronco verde corresponde al brote despuntado del linaje de Jesé, en el que clama el Espíritu de Yahvé (Is 11, 1-2).

Las fechas sombrías conciernen a los días de punición. Brotan en la historia, impulsados a manera de ruidosos ciclones, y como en la desolación de Samaría, los hombres increpan a los cerros: cúbrannos, y a los collados: caigan sobre nosotros (Os 10, 8).

El perdón de Dios vendrá grandiosamente procedente de Jesús; no concurrirá para impedir que la deslealtad del mundo progrese en las injusticias, sino por encima de todo para salvar, en el fatuo mismo de tales exasperaciones, el porvenir radiante de los hombres.

Durante el diluvio, “cuando la paciencia de Dios esperaba”, esto no impedía el incremento de las aguas, sino la intervención divina en la salvación de corazones en aquel momento “incrédulos”, pero al fin absortos; a ellos mismos bajará la persona de Cristo en la lección del Viernes Santo para obtenerles con su asistencia la libertad y concederles su mirada bienhechora.

«Con Él llevaban a otros dos malhechores para ser ejecutados. Cuando llegaron al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí, y a los dos malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 32-34).

A los acusados los crucificaban fuera de la ciudad, junto al camino. Primero se colocaba la cruz en el suelo, y el inculpado era clavado rápidamente al travesaño. Luego, este travesaño se elevaba y fijaba en forma de T sobre el madero principal. Finalmente, se aseguraban los pies del ajusticiado con clavos sobre un soporte unido al leño.

La primera palabra es Padre; Él la dijo en la resurrección de Lázaro, «Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me escuchas» (Jn 11, 42). En la Cruz el Padre le escuchará, prueba de ello es la confesión del Centurión (cfr. Lc 23, 47). En pentecostés los abundantes bautizos lo confirman.

“Padre, perdónalos…” Su sufrimiento no le inquieta, sino la herida causada por el pecado en el hombre. El daño que hace. Es un mal muy grande, mas, con el perdón de Cristo celebramos la vida recuperándose de la muerte.

Ruega con su corazón humano que el Padre perdone el descuidado corazón de los hombres. A pesar del desprecio y el atropello de los instintos del ser humano, Jesús invoca la generosidad del Padre.

Es ineludible solicitar con Él al Padre la misericordia contra el rencor, la atrocidad y los abusos cometidos en la tierra. Con Cristo el perdón entra en el mundo como una fuerza imprescindible para vencer la resistencia del mal.

Esta fuerza del perdón la prolongarán los mártires: «puesto de rodillas, Esteban gritó con fuerte voz: Señor, no le imputes este pecado. Y diciendo esto, se durmió» (Hch 7, 60). Avanza así una original actitud en el mundo.

En varias ocasiones Jesús ora y solicita ayuda para diferentes destinatarios.

Primero ruega, no por el mundo, sino por sus discípulos más cercanos: «yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste, porque son tuyos… y yo he sido glorificado en ellos» (Jn 17, 9-10).

Luego amplía su plegaria a todos los fieles: «no ruego solo por ellos sino por cuantos crean en mí por su palabra» (Jn 17, 20).

Y, unida a estos ruegos, brota en su corazón una petición por toda la humanidad: «tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna; pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3, 16-17).

Además, eleva esta petición por quienes más le repelen: “Padre, perdónalos…”

No saben lo que hacen, dice la segunda parte de la primera Palabra.

En la ignorancia de los hombres, Dios les ofrece a Cristo. Los seres humanos son limitados en dañarse; Dios les aventaja en hacerles bien.

Los ignorantes actuales rebosan de presunción; figuran los idólatras de la voluntad de prepotencia la cual les imposibilita descubrir la sabiduría de Dios hecha fidelidad en el misterio de la encarnación.

De este modo ofenden a un Ser eterno, que nos ama en una adhesión perdurable.

Un Amor sediento de amor humano, que aun éste indigente, continúa indicándole: «si alguno me ama… mi Padre le amará, y vendremos a él, y en él haremos nuestra morada» (Jn 14, 23). El hombre posee una excelencia ante Dios y ante el otro, por la cual ha de hacerse evidente la soberanía de las paciencias del amor.

Hay corazones agudos para irradiarlas; ahí vive esta bendición: «bienaventurados los misericordiosos…» (Mt 5, 7).

Jesús da eficacia a esta bienaventuranza, cuando clavado en la Cruz, requiere del Padre, en su dolor extremo, el perdón del género humano. Es la intensidad del perdón que abarca incluso a los mayores transgresores del mundo.

En la irracional contienda que la voluntad de prepotencia, abombada del absurdo y del chantaje, mantiene hoy contra todo lo que lleva el signo del decoro humano, el deber nuestro es lidiar en nombre de la dignidad intransferible de la persona humana y de su vocación de eternidad.

Pascal señaló, «los elegidos ignoraron su virtud y los malvados la enormidad de sus crímenes: Señor, ¿cuándo te hemos visto tener hambre, sed, etc.?»; y, no obstante Cristo tajantemente subraya: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».

 

10-04-25

Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.

horaraf1976@gmail.com