(Juan 16, 12)
Esta misión del Espíritu de la verdad, tomada como el título de esta reflexión, nos la refiere Jesús en el evangelio de este domingo de la solemnidad de la Santísima Trinidad.
Si prescindimos del Espíritu de la verdad, ignoramos la perfección y belleza del Padre y del Hijo, y además se nos hace muy complicado mantener, —tal cual escribe Pablo en la segunda lectura (Rm 5, 1-5)—, la esperanza de participar en la gloria de Dios.
Las dificultades de los empeños de cada día nos piden esfuerzo y preparación, porque somos autores secundarios, el principal es el Espíritu, de cuidar la fortaleza de impedir el desgaste de la energía de esta otra máxima paulina: la esperanza no defrauda.
La fusión espiritual del don del Espíritu con el nuestro no nos somete a un ritmo frenético de ocupaciones y, no obstante, cuando en la cotidianidad inevitablemente nos enfrascamos en tal frenesí nuestro espíritu asistido por tal don no debe decirse que no sabe a qué atenerse.
De hecho, Él nos facilita dar respuestas inspiradas más en la vida que en desafíos académicos.
Por Él en nosotros emerge la satisfacción de rendirle a Jesús, Hijo de Dios vivo, este afectuoso e intenso servicio, o sea, el de evitar el aprecio de su vida y obra, de su Evangelio, solamente como una colección histórica, científica o sistemática de conceptos, sino también, y con mayor impacto, como esa vida y obra de Jesucristo que no deja de donarle a hombres y mujeres una mejora accesible y oportuna en su forma de vivir.
Al respecto, Juan aún nos recalca de Jesús: el Espíritu de la verdad los irá guiando hasta la verdad plena.
¿Qué otro guía mejor podemos encontrar para que, como reitera el Señor en el texto sagrado, nos diga lo que haya oído y nos anuncie las cosas que van a suceder?
Con esta pregunta comprendemos que la acción del Espíritu, que procede del Padre y del Hijo, de ningún modo está únicamente limitada a la dimensión religiosa, sino asimismo posee su inmutable eficacia en el entorno familiar, social, económico, político, educativo.
Es decir, justamente ahí en donde hay hombres y mujeres que creen y viven de la eficacia de tal acción no sólo en un momento precedente. Y, por supuesto, de ella no hacen excepción, aunque en ocasiones caricaturizados por su apego a la verdad.
Para acercarnos y nutrirnos en tal acción la Iglesia no nos exige una fe, esperanza y caridad intermitentes o unas estrictas precisiones cronológicas, geográficas y demográficas, o la destreza de una autoridad apócrifa, sino solidariamente presente y admitida por la gran mayoría.
Esto es, la autoridad de Aquel de quien su sabiduría, tal cual narra la primera lectura (Pr 8, 22-31), certifica: Yo estaba junto a él como arquitecto de sus obras.
A ÉL del cual el salmista también canta (Salmo 8):
Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas, que has creado, me pregunto: ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, ese pobre ser humano, para que de él te preocupes?
14-06-25
Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.
horaraf1976@gmail.com