(Lucas 13, 22-30)
Al tenor de esta pregunta, planteada a Jesús en el trayecto de Galilea (norte) hasta Jerusalén (sur), asimismo interpelamos: ¿Cristo se ha apoderado de todo lo que es nuestro? Y, ¿con ello se ha hecho toda su fortuna?
Respondámonos: regresemos a su Reino, a Él, pues, aunque quizá inquiramos al modo de aquellas preguntas, Cristo ha estado, está y estará siempre con nosotros.
Además, frente a las preguntas anteriores hagámonos éstas desde lo más recóndito y sincero del corazón: ¿acaso tenemos que ver algo todavía con Él, son su Reino? ¿Somos aún sus herederos?
Él de ningún modo nos trata como extraños de su reino; de éste tampoco podemos actuar a escondidas, tomar alguna posesión y emprender la huida; innegablemente siempre nos alcanza el cuidado de su rey: esfuércense en entrar por la puerta, que es angosta.
En realidad, según esta frase para nada el Maestro nos despide de su reino y nos lanza al mundo con las manos vacías: su Padre y Padre nuestro ve nuestras pruebas y el trabajo de nuestras manos.
En estas pruebas y trabajo escuchamos su voz que asegura: pondré en medio de ellos un signo (ver 1ª lectura Is 66, 18-21).
Este signo, Cristo, revelador del Padre, puesto en medio de nosotros, lejos de llenarnos de miedo y desesperación, de pedirnos regalos lujosos, para que cuando lo encontremos, especialmente en el más insignificante de los pequeños, quizá no nos reciba con enojo, más bien, en él no nos dejemos arrebatar la esperanza por los obstáculos, profundicemos en teoría y práctica su mensaje, apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal, y apartados de éste con valor, experimentemos la energía de esta concisa locución: su fidelidad dura por siempre (Salmo 116).
Unidos íntima y estrechamente a esta fidelidad tendremos una razón suficiente para responder a quienes esta cuestión nos formulen, ¿qué tienen que ver ustedes con ella?
Cierto, tal cuestión ha de impulsarnos a atestiguar: somos los siervos a quienes el Señor obsequia tan insuperable confianza.
En nuestro propósito de alcanzarla ÉL no nos hace andar muy apurados; camina con nosotros y a nuestro paso; Él vive con nosotros, y de nosotros y con nosotros forma a sus hijos predilectos, porque, el hagiógrafo de la 2ª lectura, (Hb 12, 5-7.11-13), de Dios mismo escribe:
Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando te reprenda. Porque el Señor corrige a los que ama y da azotes a sus hijos predilectos.
Volvamos a interrogar, ¿por esa corrección es ÉL un Dios extraño?
No. Tal corrección más bien nos pide arrojar a los dioses raros que en reiteradas
ocasiones inventamos; con ella el Señor quiere, no la muerte del espíritu de sus
hijos a causa del odio, el robo, la difamación, la envidia, la ira, la hipocresía
religiosa y política; al contrario, que en lugar de tan fuertes emociones reine en el
corazón humano, creatura del Verbo Increado (San Buenaventura), Aquel que a
todos indica:
Pues los que ahora son los últimos, serán los primeros; y los que ahora son los
primeros, serán los últimos.
24-08-2025
Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.
horaraf1976@gmail.com