Sexta Palabra: Todo está consumado
Juan 19, 28
Las dos últimas palabras de Jesús en la Cruz, manifiestan todo el peso de su sufrimiento moral y físico, y a la vez revelan los fundamentos del misterio de la encarnación redentora.
Ellas, por la fuerza de su pronunciación, producen la dignidad que tiene de sí mismo y la entereza divina en que vive su corazón.
Juan puntualiza la densidad de esta sexta palabra; luego de atender al tengo sed de Jesús, adjunta de inmediato:
«había allí un jarro lleno de vino agrio. Fijaron en una rama de hisopo una esponja empapada en el vino y se la llevaron a la boca. Cuando hubo gustado el vinagre, dijo Jesús: Todo está consumado» (Jn 19, 29-30).
Ahí está el postrero amparo que obtiene de los hombres, el cual, articulado a la indiferencia, le provoca un último golpe.
Al cumplir la voluntad de su Padre, Jesús realiza las profecías; en efecto había declarado:
«Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Jn 4, 34).
Al fin de su vida, cuando la labor de su Padre está perpetrada, todas las profecías están cumplidas, incluida la que comunicaba que al justo le proveerían un saboreo de vinagre, y alcanza a concretar: todo está consumado.
A las profecías sobre el Rey Salvador, el pueblo de Israel respondía con apartarse de la luz o con permanecer fiel a la alianza. Cada cual suponía la liberación operada por Dios según sus aspiraciones.
Los aficionados al orden temporal la vislumbraban como la etapa de un bienestar transitorio y de supremacía política, cuyo avalador sería el mismo Yahvé.
Los devotos a la promesa mesiánica la vislumbraban como reinado de la honradez de Yahvé, de su justicia, de su amor.
Cuando la redención vino con Jesús y su reino, un reino que reside en este mundo sin ser de él, los arraigados al dominio temporal no la distinguieron.
Pero los honestos reverentes de la promesa mesiánica, fue con insistencia esa parte sobresaliente de Israel cuyas esperanzas estuvieron generosamente superadas.
Jesús no podía consumar las profecías de Israel más que a base de rebosar la esperanza misma del pueblo israelita; sin esto, ellas hubieran acabado incompatibles entre sí.
Las profecías notificaban una teofanía, una manifestación de un rey victorioso, hijo de David, a quien Isaías con perspicacia esclarecida llama Dios fuerte.
Un siervo de Yahvé punzado por nuestros pecados, que con su ofrenda reparadora conseguía un linaje innumerable.
En Jesús lo narrado en el Antiguo Testamento, pasa a ser legítimo cristianismo: la creación, el paraíso terrenal, el pecado, el diluvio, los patriarcas, Moisés y lo profetas, el Jordán, la nueva Jerusalén.
Ello significa que la vida de la gloria imperara ampliamente la vida pasajera.
Las promesas de Dios superan toda aspiración.
El aplomo espléndido de esta mirada, extendida a todas las épocas, asoma en la sexta palabra de Jesús, consumida a la vez de agonía y de solemnidad: todo está consumado.
Su lucidez divina, desde el instante de la encarnación hasta su venida al mundo, engrandece un designio primordial: su vida compendiará un amable misterio de cumplimiento.
Los vocablos, está consumado, referidos en esta sexta palabra de Jesús, marcan la total donación de sí mismo; Él no dispone de su vida, es el Padre:
«Mi Padre me ama porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, soy yo quien la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volverla a tomar. Tal es el mandato que he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17-18).
Cuando el poder de este mundo le hostiga y le busca para quitarle la vida, Él no lo obstaculiza, porque el mundo se redimirá cuando descubra que Cristo ha muerto por obediencia amorosa al Padre.
A sus discípulos más cercanos les exhorta:
«Si observan mis mandatos, permanecerán en mi amor, como yo guardé los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15, 10).
En el Huerto de los Olivos, cuando el decreto de su Padre colisiona contra su sensibilidad y la determinación propia de su naturaleza, exhibe honradamente su fidelidad:
«Abba, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz… Pero no se haga lo que yo quiero; sino lo que quieres tú» (Mc 14, 36).
Dios ha dado todo en su Hijo; en él todo está consumado, porque remedia nuestras ignorancias y fragilidades; para toda dolencia inhumana y opresora hallamos en Cristo abundante medicina.
Cristo perdura incesantemente, y, asimismo nuestra fe ha de ser una actividad acrisolada e inquebrantable:
«Cristo por cuanto permanece para siempre, posee un sacerdocio perpetuo. De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por Él se acercan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder por ellos» (Hb 7, 24-25).
Dios en el corazón del hombre radica en el peso que da la medida a su amor. No es insustancial esta sexta palabra del Verbo encarnado, tiene toda la relevancia de una historia, que no es una tradición fuera de la ciencia de la Cruz, sino una historia en donde los bienaventurados pacificadores dejarán a su paso algo de la paz de Dios, bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9).
La muerte que es un momento doloroso, el instante de la fractura del compuesto psicorgánico, puede vislumbrarse como el momento en el que hemos llegado a la madurez, el camino está auténticamente cumplido, nuestra vida, vivida en plenitud, está preparada para ofrecérsela a Dios, para entrar a la eternidad.
Dichoso el hombre que al concluir su existencia tiene el patrimonio en obras de piedad y misericordia, para así modular en sus palabras las de Jesús:
«Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17, 4).
15-04-25
Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.
horaraf1976@gmail.com