(Mateo 16, 13-19)

Este versículo, tomado como título de esta reflexión de la solemnidad de este domingo, Santos Pedro y Pablo, Apóstoles, atañe a una de las frases inmortales dichas por Jesús a Simón, hijo de Juan, después de su confesión mesiánica.

Ella nos permite asegurar: a Simón, Cristo le da autoridad no cual hacedor de dioses, sino la de un hombre elegido por Él que no busca hacer de los otros lo que él es; al contrario, hacer de ellos —sobre esta piedra edificaré mi Iglesia— lo que está a favor de la comunión: atar o desatar.

Hoy volvemos a encontrar, leer y meditar estas acciones verbales, atar o desatar, presentadas por Mateo.

Con ellas no explotamos a los demás, ni los atemorizamos; practicándolas tampoco nos sentimos jornaleros a sueldo.

Ellas “no valen nada”, porque su práctica —en la confesión, el arrepentimiento sincero, el propósito de enmienda— más sobresale dirigir la vista del espíritu a Dios y sustentarnos en su compasión como medida perfecta de la nuestra.

En efecto, lo que a ÉL le agrada es evitarnos un rol de hacedor de dioses, como antes dijimos en referencia a Simón, hijo de Juan, pues, no estamos llamados a disputar sobre qué asunto y luego no llegar a qué decisión.

Al contrario, estamos convocados a escucharle a Jesús, como en aquella ocasión a Simón y los demás discípulos, estas dos duraderas preguntas, ¿quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Ustedes, ¿quién dicen que soy yo?; de las que, aunque distintas las meditaciones y reflexiones al interior de la Iglesia o, incluso, ad externo, tampoco buscan definir la identidad del autor de las mismas, familiar para unos y extraño para otros.

En relación a esas cuestiones no debemos decirnos que algún otro Cristo difiere de otro sobre tal identidad.

Jesús, con su interrogante quién dicen que soy yo, recalcándonos sinceramente este énfasis identitario, soy yo, en Él, único, irrepetible, lo creemos como el que no hace otra cosa cualquiera, sino como el Quien que siempre es, del cual Pablo escribe: cuando todos me abandonaron el Señor estuvo a mi lado (segunda lectura Tm 4, 6-8. 17-18).

Al Señor que ve Simón ante sí en Cesárea de Filipo, aquel que más adelante envía su Ángel para libertarlo de la cárcel en Jerusalén, es ÉL MISMO que no se oculta distante, sino que realmente permanece, no donde lo colocamos a placer, más bien donde Él quiere estar y en donde nosotros confesamos, apreciamos, verdaderamente su presencia, y por la cual también, como Pablo, manifestamos:

Ha llegado para mí la hora del sacrificio y se acerca el momento de mi partida. He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe.

Sin duda, lo más ingenioso de la fe es que esas palabras paulinas las ejercemos en lo cotidiano sin necesidad de que maten nuestro cuerpo.

No son sólo ideas que perduran fijas e inamovibles en nuestra mente, sino, y con más impacto, acciones con las cuales Cristo nos instruye cuál es el sentido de lo pío en los pequeños o grandes sufrimientos del día a día.

Allí tengamos el valor de decirnos:

Yo me siento orgulloso del Señor (Salmo 33).

29-06-25

Pbro. Dr. Horacio R. Carrero C.

horaraf1976@gmail.com