Una llamada a la acción en el Día Internacional para la prevención del suicidio

Cada 10 de septiembre, el mundo se une bajo una consigna de esperanza y compromiso: prevenir el suicidio. Es un día para recordar a quienes hemos perdido, para apoyar a quienes luchan en silencio y para, como sociedad, romper el estigma que rodea a la salud mental. En Venezuela, y específicamente en nuestro estado Mérida, esta conmemoración no es solo un recordatorio internacional; es un grito desesperado por atención ante una realidad que crece de forma alarmante y en la más absoluta penumbra.

Mérida, la ciudad de los caballeros y las nieves eternas, no es ajena a esta epidemia silenciosa. La crisis socioeconómica multifactorial que atraviesa el país ha funcionado como un detonante y un amplificador de patologías de la mente y el alma. Sin embargo, la característica más aterradora de esta situación es la opacidad. No existen cifras oficiales, actualizadas y de acceso público que dimensionen con precisión la tragedia. Esta falta de datos no hace que el problema desaparezca; por el contrario, lo agrava, pues imposibilita el diseño de políticas públicas efectivas y basadas en evidencia.

Los números a los que podemos aferrarnos son escasos, pero elocuentes. Reportes de organizaciones no gubernamentales y de la propia sociedad civil médica indican que, antes de la pandemia, Venezuela ya presentaba una tendencia ascendente en sus tasas de suicidio. En Mérida, voces autorizadas desde el ámbito universitario y de la psicología clínica han alertado sobre un incremento sostenido, particularmente entre los jóvenes, de casos de depresión severa, ideación suicida y, trágicamente, consumación. La pérdida de futuros prometedores se mide no solo en números, sino en el dolor de familias enteras destrozadas.

Los factores son un nudo difícil de desatar: la migración forzada que fractura el núcleo familiar y genera una profunda sensación de abandono y desesperanza en quienes se quedan; el colapso de los servicios públicos, que incluye una red de salud mental desabastecida y con profesionales severamente subremunerados; una economía que anula proyectos de vida; y un estigma cultural que aún percibe el buscar ayuda psicológica como un signo de debilidad y no de fortaleza.

Frente a este panorama, la prevención se convierte en un acto de resistencia colectiva. ¿Qué hacer?

  1. Exigir transparencia: El primer paso es demandar que las instituciones públicas reconozcan la magnitud del problema y generen estadísticas confiables. No se puede combatir lo que no se puede medir.

  2. Fortalecer las redes de apoyo: Es imperativo apoyar y visibilizar el trabajo de las ONGs, universidades (como la ULA con sus servicios de atención) y grupos de apoyo comunitarios que están supliendo, con esfuerzos heroicos, la ausencia del Estado.

  3. Hablar con responsabilidad: Los medios de comunicación y la sociedad en general debemos aprender a hablar del suicidio sin sensacionalismo, pero sin tabúes. La palabra correcta puede salvar una vida.

  4. Formar y capacitar: Capacitar a docentes, líderes comunitarios y personal de salud de primer contacto para identificar señales de alerta y poder canalizar la ayuda necesaria.

  5. Practicar la empatía: La mayor red de contención es humana. Una pregunta sincera, un «¿cómo estás?» genuino, el ofrecer una escucha sin juicios puede ser el cable a tierra que alguien necesita en su momento más oscuro.

Hoy, en el Día Internacional para la Prevención del Suicidio, Mérida no puede permitirse el lujo del silencio. Honremos a quienes ya no están rompiendo el mismo silencio que los envolvió. Convirtamos el dolor en acción, la indiferencia en empatía y la estadística en una historia que pudo tener un final diferente. La vida es el bien más preciado, y defenderla es tarea de todos.

Redacción C.C.

10-09-2025