Volviendo a la amenaza de las armas nucleares

Desde que cristalizaron las amenazas de Rusia sobre Ucrania, primero con la anexión de Crimea en 2014, y luego con la injustificada guerra iniciada en febrero de 2022, volvió a resonar en el lenguaje internacional la palabra ‘nuclear’ en tono de amenaza disuasoria, exactamente con el mismo sentido que se hizo en el tristemente famoso período de la Guerra Fría. Este discurso ha traído a colación las palabras proféticas de Sir Winston Churchill en su famosa disertación del 5 de marzo de 1946 en el Westminster College de Fulton (EE.UU.), cuando denunciaba: “Desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente un telón de hierro”; esta cortina de hierro tenía su manifestación física en la Guerra Fría, un conflicto que cobró la vida de miles de personas alrededor del mundo, como resultado de guerras civiles, guerrillas o golpes de Estado.

La caída de la URSS en 1991 y el subsiguiente periodo de transformación ocurrido en Europa central y Oriental, parecía haber puesto fin a ese telón de hierro y por tanto a la Guerra Fría. Sin embargo, ya entrados en el siglo XXI, la beligerancia en el lenguaje de las potencias nucleares, el retiro de EE.UU. y Rusia de los acuerdos que limitaban el desarrollo de armas nucleares (Acuerdos SALT, Tratado ABM, entre otros), así como la escalada de las tensiones ante la posibilidad de la nuclearización de países como Corea del Norte o Irán, han detonado la alarma pública ante un conflicto que sería un total perder-perder. Y es que en una situación de ‘perder-perder’, las partes involucradas, ya sea por obcecación, o como diría Erasmo de Roterdam por un exceso de ‘estulticia’, o peor, por una actitud demencial, están dispuestos a perder todo, incluso la vida, con tal de que la otra parte también pierda. Lamentablemente este es el resultado esperado en un evento nuclear, pues en una guerra atómica no hay ganadores a pesar de que el viento vaya a su favor. Por esta razón, grandes científicos como J. Robert Oppenheimer (físico, responsable del Proyecto Manhattan y de la fabricación de la bomba atómica estadounidense), Niels Bohr (físico, Premio Nobel de Física 1922, uno de los padres de la teoría atómica), Albert Einstein (físico, Premio Nobel de Física 1921, padre de la teoría de la relatividad), Bertrand Russell (filósofo, matemático, Premio Nobel de Literatura 1950), Linus Pauling (químico, Premio Nobel de Química 1954 y Premio Nobel de la Paz 1962), entre otros, hicieron un gran esfuerzo por desmontar la falacia del uso militar de la energía atómica como ‘disuasivo’, y abogaron vehementemente por el uso pacífico de este tipo de tecnología, advirtiendo acerca de las nefastas consecuencias de las nuevas armas atómicas, que son capaces de multiplicar por miles el terror desatado en Hiroshima y Nagasaki. Se podría decir que el ‘quid’ del asunto es que, tal y como señaló el político estadounidense Adlai Stevenson (D), “el hombre ha arrancado a la naturaleza el poder de convertir el mundo en un desierto o de hacer que los desiertos florezcan. El mal no está en el átomo [o en la ciencia], está en el alma de los hombres”.

Al volver a traer a los foros internacionales el tema nuclear, los líderes de los países con capacidad atómica han hecho un lamentable retroceso en el discurso político, y el caso emblemático lo encontramos en la recurrente perorata nacionalista de Vladímir Putin, que desde que comenzó el conflicto ruso-ucraniano se complace en recordar cada vez con mayor insistencia la capacidad nuclear de su país. En tal sentido, el papa Francisco advirtió con la autoridad moral del ministerio petrino que: “los numerosos conflictos armados en curso son motivo de gran preocupación. He dicho que era una tercera guerra mundial “a trozos”; hoy quizá podamos decir “total”, y los riesgos para las personas y el planeta son cada vez mayores. San Juan Pablo II dio gracias a Dios porque, por intercesión de María, el mundo se había salvado de la guerra atómica. Por desgracia, debemos seguir rezando por este peligro, que debería haberse evitado hace tiempo”. Estas gravísimas palabras las pronunció el Sumo Pontífice el pasado 13 de septiembre de 2022 en un evento más que apropiado, la sesión plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias.

La actual coyuntura histórica exige que los líderes mundiales hagan el mejor de los esfuerzos por dejar a un lado los egoísmos y las mezquindades, y tratar de suprimir los orgullos nacionalistas o los extremismos religiosos que, además de ser nocivos para las relaciones entre las naciones, están envenenando la convivencia entre los pueblos, y colocando en peligro la estabilidad mundial. Esperemos que la septuagésima séptima Asamblea General de las Naciones Unidas (Nueva York, 13 al 26 de septiembre de 2022) no pase a la historia como otro evento protocolar, lleno de cumplimientos y repleto de discursos grandilocuentes y, por el contrario, permita que sus participantes vislumbren los peligros de una situación global que requiere un verdadero compromiso por alcanzar consensos entre las naciones, a fin de crear un auténtico escenario propicio al desarrollo humano integral, puesto que la máxima aspiración de los pueblos es alcanzar un verdadero progreso donde todos tengan la oportunidad de vivir en armonía y paz.

Ricardo R. Contreras.

25-09-2022