Con fundamento: La contagiosa (y necesaria) alegría

Por: Bernardo Moncada Cárdenas…

«todos los hombres se vuelven hermanos allí donde se posa tu ala suave.» Friedrich Schiller, Oda a la Alegría

El pasado Jueves Santo, con un grupo nos pusimos en marcha, previo acuerdo, para cumplir la tradicional visita de los católicos a los Siete Templos.

Estábamos, a las seis de la tarde, rodeados de rostros sonrientes y envueltos por los cantos que surgían de las puertas desde San Miguel del Llano. Amigos pasaban saludando y la calle albergaba una jovial sensación poco frecuente como componente psicológico de la vida urbana. Aun con la austeridad que demanda reactualizar la pasión de Jesús, la atmósfera no era triste y los gestos se movían con la esperanza que involucra la fe.

Durante las tres horas de recorrido por aceras pobladas de peregrinos y avenidas donde no dejaban de desfilar automóviles ocupados por observadoras familias, nos sorprendimos en una ciudad iluminada, limpia, de paredes coloreadas y vecinos agradablemente curiosos, caminando de iglesia en iglesia.

Cada templo cuya entrada franqueamos nos dio paso a espacios llenos de luz e, independientemente de la hora, ocupados por grupos animosos de todas las edades que, bien oraban ante la elaborada ornamentación de los monumentos, o recorrían embelesados los hermosos edificios pocas veces percibidos con atención. Luz y belleza parecían fecundizar el fervor religioso de todo un pueblo.

En cada iglesia se hizo explicación de las tradiciones que guarda su historia, se oró y podemos decir que se disfrutó, de manera que la caminata se hizo liviana y el gesto no tuvo un momento de trillado ritual. Los caminantes inicialmente desconocidos simpatizaron, y terminamos siendo compañeros en una bella y nutritiva experiencia.

¿Puede suceder eso en una ciudad agobiada por la difícil situación económica y política? ¿Es posible hablar de iluminación cuando la penuria de energía eléctrica acosa los hogares merideños? ¿Puede haber compañerismo y concordia entre quienes por primera se encuentran, superando la venenosa polarización que pareciera despedazar nuestro espíritu nacional? ¿Puede sobrevivir la esperanza cuando cada solución que se ofrece termina en desengaño? ¿O se trataba de alguna clase de inconsciente embriaguez colectiva?

No solamente es posible, sino que lo vivimos y seguimos viviendo. Bajo el manto de la piedad cristiana, ya existe un aliciente para dejar atrás contiendas sembradas por liderazgos e ideologías, y cóleras alentadas por malas acciones que han sumido a Venezuela en la escasez. Sin embargo, las mejoras que últimamente procuran un entorno urbano más vivible tienen su efecto, son un bálsamo para un pueblo sumido en el desencanto y la desesperanza, y el conjunto hizo de nuestra Semana Santa alimento oportuno para almas luchadoras que, cotidianamente, se sostienen en la vorágine.

Así, hemos experimentado días de milagrosa alegría, sin avergonzarnos de sonreír ni ocultar la dicha de vivir sintiéndonos rescatados. «¡Cuán bueno hace al hombre la dicha! Parece que uno quisiera dar su corazón, su alegría. ¡Y la alegría es contagiosa!», escribe Dostoievski,

No ha cambiado, en el fondo, la problemática que nos contraría, pero experimentar a profundidad la posibilidad real de un mundo mejor, nos apresta, en lugar de paralizarnos, para edificarlo, si no en la llamada “alta política” cuyos vaivenes están más allá de nuestra influencia directa, al menos en nuestro entorno familiar y laboral; en nuestra persona misma.

Así, la alegría despeja la mente frente a la lucha diaria y las decisiones que próximamente se nos exigirán. No se equivocaba Francisco, entonces recién electo, al prevenir: «Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre.» Mejor que cualquiera de los líderes que parecen llevar el mundo al despeñadero, Francisco nos anima a empuñar la alegría como respuesta a la gracia de estar vivos, aliciente para una supervivencia que no es fácil, pues «Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos

Palabra de Dios…

03-04-2024